
A lo largo de veinte años escuché, con cierta frecuencia, que en mi ensayística pugnaba la ficción. En la mayoría de mis ensayos hay anécdotas, estructuras más propias del relato libre que de la geometría cartesiana; por no hablar de esos textos que llamé «ejercicios poscríticos», donde me daba la libertad de las mareas, inventaba personajes, fabulaba situaciones, etcétera. Siempre he visto el ensayo como otra manera de fabular, de hacer ficción. A este criterio algunos lo tildan de «novelería»; pero, igual, es muy seductor. Y no necesariamente afecta la producción de conocimiento; por el contrario, la favorece. Ensayar es un modo de entender los hechos, o los procesos, a la luz de la subjetividad; ello es: generar relato, narrar, urdir historias. Tal concepción me hizo aguantar veinte años sin apenas escribir ficción abiertamente: la resolvía en el propio ensayo.
Un tiempo atrás escribí el libro «Cartas a nadie», que decidí no publicar, porque no me sentía seguro. Solo lo conoció Mayra Pastrana, quien, recuerdo, se divirtió mucho con algunos relatos. Algunos eran, ciertamente, humorísticos. Recuerdo uno, basado en hechos reales —como se suele decir—, sobre la identidad de un personaje llamado Margarita. Margarita, la vecina de un amigo, era lo mismo grabadora de Radio Habana Cuba, que maestra de escuela, que militar retirada, que cuentapropista dedicada al arreglo de zapatos. Algún día tendré que retomar esa historia, que no he conseguido resolver en la vida ni en la literatura. O será que Margarita era, por fin, la consumación, en una vida, del ecumenismo, el panoptismo, la ubicuidad. Quizá, si ese misterio ha conservado semejante encanto para mí es por su condición de tal, y no hay que resolver nada.

Seduciendo a un extraño dice que está bueno ya. Está bueno ya de «protecciones» en el conocimiento, en la teoría, en la crítica. Necesito, inaplazablemente, escribir ficción. Ficción entera. No creo que deje de ser crítico; pero tampoco voy a atemperar más la necesidad de fabular, a partir de la observación de la conducta, del comportamiento humano, que es cuanto me interesa. La cultura sirve, más que todo, para entender la siquis, las actitudes de los hombres. Por eso todos los escritores somos medio sicólogos. Con la escritura tratamos de apresar la complejidad de la mente, de los sentimientos, de las actitudes y las reacciones del prójimo. Para eso se escribe; o para eso escribo yo. No me ha sido dada la escritura en tono mayor; esa escritura que se explica los grandes problemas filosóficos y sociológicos de la época. No. Para eso están otros, y lo hacen muy bien. Yo puedo hablar de las emociones, a partir de la observación de la complejidad. El mío es un tono intimista, para adentro.
Me interesa la violencia emocional, las tensiones que hacen la vida de los hombres. Todos los cuentos de Seduciendo a un extraño son confesiones, están escritos como confesiones, sean cuales sean los formatos en que transcurren —el soliloquio, la carta, el diario, el diálogo, el chat, etcétera. Me doy cuenta de que, en todos, exploro la violencia emocional en el trayecto que va de la sexualidad al amor. Los relatos quisieran, a su modo inconcluso y parcial, entender la construcción del amor. ¿Cómo «funciona» ese misterio? Claro, el resultado es infructuoso: si la utopía, al realizarse, muere; el amor, al explicarse, se esconde. Pero, igual, el escritor goza jugando a desentrañar lo que se escapa. Los relatos son variaciones sobre el mismo tema: lo inatrapable de la complejidad de los afectos. En casi todos, noto que aflora un segundo, nada intrincado tema: el peso de la culpa. Al terminar el libro, me llamó la atención la recurrencia de la culpa en los cuentos, porque no soy culposo; la culpa no figura en mi nutrido decálogo de defectos. Siempre he considerado la culpa un sentimiento absurdo y empobrecedor, que nada ventila ni soluciona; pero parece que me motiva el estudio de la culpa en los demás: al menos en estas películas que intervengo, constituye un sujeto nada despreciable. La culpa atormenta, atenaza a los personajes como una carga insoportable. Otra intermitencia curiosa: los comportamientos ante la proximidad de la muerte, la despedida del hombre.
Todavía me queda un pretexto, un parapeto: todos los relatos son, también, actos de reescritura. Los cuentos juegan a ser y no ser las películas de las cuales se apropian. Me gusta usar el término de «intervención», que viene de las artes visuales, en el sentido de que intercepto, manipulo, actúo sobre un espacio (textual) preexistente. Intervengo las historias de películas que por alguna razón me han interesado —más bien, que me han emocionado— y en cada caso empleo una estrategia u operación textual diferente. Siempre aprovecho los puntos de posible indeterminación y los completo a gusto: continúo el argumento con otro final probable; cambio el posicionamiento del punto de vista; incorporo personajes o elaboro la filosofía de otros, motivado por los apuntes que «como al paso» se vislumbraban en las películas, novelas o cuentos; narro algo que supuestamente el filme ha sustraído de «toda su fábula»; giro en la técnica narrativa empleada (aunque, por lo general, se juega a emular, literariamente, la estética de los originales: de la concepción de la escritura decimonónica a la escritura grado cero o el minimalismo); mezclo una historia de un filme con la estructura de otro; no cambio la historia sino que apenas me doy el gusto de recrear la intención sumergida en el original; actualizo temporalmente el conflicto, etcétera.
Ya vemos que cuando las películas están basadas en piezas literarias, intervengo también las novelas o relatos breves. Por ejemplo, no sé cuánto de «Mi espectador» tiene de la noveleta de Thomas Mann y cuánto de la película de Visconti: ambas se encuentran fusionadas en mi memoria, de un modo extraño, compacto. Confieso incluso que, en algunos casos, me he regalado la pequeña perversión de tomar dos o tres líneas de los originales literarios. Es tal el placer con la resonancia intertextual, que he jugado secreta, cándidamente, al vértigo del plagio. Insisto en que los cuentos juegan a ser y a no ser sus textos motivadores o incitadores. He padecido con los personajes. Al terminar algunos de los cuentos, necesitaba parar por dos o tres meses, porque creía enfermar. Se apoderaba de mí una especie de pánico. El libro se escribió a lo largo de poco más de un año. El lector debe advertir que disfruté también mucho la aventura. Creo que se siente en la letra.
Seduciendo a un extraño intenta atrapar el sentimiento duro que suele suceder al amor o evaluarlo desde fuera. Difícilmente los amantes entrampados en la contienda pueden entrever que cuanto viven no alcanza a ser la vida. La burbuja puede convencerlos de lo contrario. Es duro ver, o comprender desde fuera, que no; que no es la vida, por hermoso que resulte. Precisamente por eso: demasiado hermoso para ser real; o por lo menos, duradero. Casi nunca, definitivo.
De todas formas, el amor, consciente de su vulnerabilidad, persevera. Esa lucha llega a ser muy atractiva para el escritor, Sísifo que trata de comprender a los amantes, los que vuelven a remontar la cuesta, para tratar de vivir encima otra vez. Una vez más. Y otra. De esa tenacidad, ociosa lo mismo que productiva, se alimenta este libro. Esa actividad contradictoria y tozuda se parece bastante a la literatura: uno se lanza, sin interesar el resultado: cuando algo se necesita a tal punto, la misma necesidad le otorga una rara lozanía.
Quizás el gran tema de Seduciendo… se deba a la tensión que alimenta una gran paradoja: la que existe entre lo tortuoso de la vida y todo lo que esta invita, sin embargo, a ser transitada.
Ningún libro es nunca obra de una sola persona. Me regalo siempre el placer de agradecer a toda la gente que me ha tendido la mano en cada proyecto. A Mayra, desde luego. Por la confianza, por el apoyo, por la devoción, por las críticas. A Ediciones ICAIC, por ser una editorial tan despierta, atenta siempre a las búsquedas de los autores de su catálogo. En particular, a Mercy Ruiz, por creer en estos cuentos aun antes de que existieran; por su encanto y el empeño que puso en el libro.
A Francisco López Sacha, maestro e inspiración. No vacilo en estimar a López Sacha como un coautor de este libro. Actuó desde el rigor y el respeto de los grandes editores: no pretender cambiar el estilo, el aire del escritor, sino, situado en esa respiración, mejorarla, contribuir a su fluidez. Sacha, teórico de la narración y excelente narrador él mismo, vindica el oficio del editor, el que, entre nosotros, no sin razón, a menudo se asocia al resabio, la manía, incluso al resentimiento.
A Pepe Menéndez, por el gusto de su diseño. A Carlos Melián, por el cuidado de la composición. A Arturo Arango, Mayra Lilia Rodríguez y Jesús Argís, amigos que me facilitaron el reencuentro con algunas de las películas intervenidas. A Ernesto, Miryorly, Betty y María, por el auxilio en cuanto a las imágenes. A Túpac Pinilla y Nelson Ponce, quienes colaboraron con Seduciendo a un extraño, en los primeros momentos de la edición.
A Gina Picart y Alberto Garrandés, por el diálogo literario. A todos mis lectores y colaboradores: muchas gracias.
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