Hoy nos toca despedirte, Maestro. Es esta la hora más triste. Para todos los que tuvimos la gran suerte de escucharte en un aula (la de la casona de 5ta y 20, o cualquier otra aula a lo largo de esta isla), se cierra el más hermoso capítulo. Uno que vivimos casi sin darnos cuenta, sumando asombros, risa y llanto, críticas feroces y aplausos, páginas y más páginas fallidas, terriblemente blancas, hasta el día en que abrimos los ojos y ya éramos narradores, editores, promotores de la cultura toda, mejores lectores… mejores personas, como solías decirnos.
Hoy somos tantos, estamos en tantas partes de esta isla y del mundo, que a muchos asombra y asalta la pregunta: ¿cómo es posible parir tantos hijos? ¿hijos tan diferentes? Y es que el magisterio fue, sin dudas, tu mayor vocación. Sí, fuiste escritor, editor, periodista. Alabaste el ballet, calculaste disparos como artillero, te estremeciste en Playa Girón, sabemos que sí, es un sentir humano y eso lo eres de sobra. Pero hay una gran duda, acaso la más grande, ¿dónde fue que advertiste que el camino de la vida siempre se abre en dos? Siempre. Uno, para darnos la posibilidad de caminar hacia la luz. Otro, para otorgarnos el descenso voluntario hacia la sombra. De todas las cosas, absolutamente todas, que nos pasan en la vida, se desprenden estas dos posibilidades. Y es uno quien debe elegir.
Dime, Maestro, ¿de dónde sacaste las fuerzas para abrazar tanto la luz? ¿En qué momento lo decidiste? Debe haber sido uno de esos zapatos que te tocó limpiar cuando eras niño, para poder pagarte un cartucho de galletas dulces. Tiene que haber sido eso. O quizá, en uno de esos martillazos que tuviste que darle al acero, con esa rabia que provocan las injusticias. Algo debe haberse removido dentro de ti. Sabemos, sabemos. Claro, también pudo haber sido en el salto de alguna bailarina, en alguna melodía clásica, mientras llorabas con alguna película.
El caso es que, decidiste, soberanamente, no solo mirar, no solo seguir el camino de la luz, sino sembrarla en los otros. Muchos se asombrarían de saber que tú fundaste más de una escuela, que en realidad el Centro Onelio, la más conocida por arribar a sus 25 años, fue la segunda. La primera fue en aquella fábrica de acero. «Un pequeño ministerio de educación», me confesó hace unos días uno de tus compañeros. «Allí se pasaba de ser un simple obrero a graduarse de secundaria, pre y se podían cursar hasta tres años de carrera». Otro de tus compañeros me susurró, bajito, con los ojos aguados, «mire, yo sé que ese momento fue terrible para él, y me da pena decirlo, pero para nosotros fue una bendición. Gracias a eso, no solo soy ingeniero, soy un lector, admiro la cultura, soy una mejor persona». Entonces comprendí, Maestro, que a ti la vida te abrió muchas veces, muchas, el camino en dos. Y tú, con tu persistente sangre chinocubana, paciente y sosegada, elegiste, siempre, el de la luz. Siempre. Es esa la mejor técnica narrativa que nos has legado. Y fíjate si es así que has hecho saltar a tanta gente que piensa diferente para llegar a ti en este día y despedirte como mereces.
Mira, querido Heras, cómo se quitan todos el sombrero a tu paso. Sí, también puedo verte con esa sonrisa pícara en el rostro, y alguna frase contundente a punto de salir por tu boca. Ahora es que todos se dan cuenta de la manera magistral en que fuiste tejiendo este gran terreno de paz, de armoniosa convivencia, que pisamos tus hijos. Ya sabemos todos que en cada golpe que nos dé la vida, de esos, tan fuertes, golpes como el odio de dios, tu rostro sereno nos va a indicar siempre, siempre, el camino de la luz.
Gracias por tanto, Maestro. Hasta siempre.
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Tomado de la web del Centro de Formación Literaria Onelio Jorge Cardoso
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