Jesús Orta Ruiz (30 de septiembre de 1922, La Habana, Cuba- Ibídem, 30 de diciembre de 2005), también conocido como «El Indio Naborí», fue un destacado poeta cubano, que alcanzó una gran popularidad por su cultivo de la décima, aunque otras zonas de su producción dan fe de un fino aliento elegíaco y de alta maestría en el manejo del verso. En 1995 le fue conferido el Premio Nacional de Literatura.
Mi padre
Poeta con la agonía
de no atrapar la expresión
de ti, de tu corazón,
me vino la poesía.
Sentiste una melodía
honda, que no tradujiste,
y yo, el heredero triste
de tu inefable sentir,
sigo empeñado en decir
el canto que no dijiste.
Tu emoción analfabeta
era un poema frustrado.
Estaba crucificado
en la palabra el Poeta.
Y yo supe tu secreta
pena de ave sin volar,
siempre que para cantar
te era esquiva la palabra
como una jíbara cabra,
como un anillo en el mar.
Un ansia de aparición
de tus cantares arcanos
te hacía inquietas las manos
y musical el bastón.
Así, con esa obsesión,
vibraste calladamente
hasta que sobre tu frente
se posó una paz traidora
y vi llama tan sonora
en un hielo tan silente.
Y luego vi el ataúd,
velas, flores, lagrimear
y tu ansiedad de cantar
en una blanca quietud.
¡Y no sembrar un laúd
en tu silencio enterrado
para que en el perfumado
tiempo de la primavera
subas por la enredadera
a decir lo que has callado!
Canto a la décima criolla
(Fragmentos)
Viajera peninsular,
¡cómo te has aplatanado!
¿Qué sinsonte enamorado
te dio cita en el palmar?
Dejaste viña y pomar
soñando caña y café
y tu alma española fue
canción de arado y guataca,
cuando al vaivén de una hamaca
te diste a «El Cucalambé».
Amaste a Cuba, al caney
que, huérfano de fortuna,
se levanta como en una
persistencia siboney.
La ceiba te habló de Hatuey,
te embriagó el azul del cielo,
te conquistó el arroyuelo,
el sol se fundió a tu vida
y te quedaste prendida
al verde imán de mi suelo.
Dijiste al guajiro: «Canta,
no llores más, infeliz,
que yo me haré una raíz
de música en tu garganta».
Tendiste bajo su planta
dulce alfombra de ilusiones;
y fuiste en los callejones
de las tierras del Central
anestesia musical
aplicada a sus pulmones.
Desde entonces, el guajiro
te prendió al pecho angustiado
y ocho sílabas le han dado
la medida de un suspiro.
Te hospedas en su retiro,
lo alientas en sus labores,
melificas sus dolores,
y eres, hecha madrigal,
la confesión musical
de sus tímidos amores.
Con blancura de azucena
llegaste al cañaveral
y el sol del camino real
te dio la gracia morena.
Cuando una bandurria suena
como un corazón doliente,
allí tú dices «presente»
al trovador que medita,
y no anuncias tu visita:
te apareces de repente.
A veces te desenfrenas
en combate desvelado,
cual si hubieras inyectado
sangre de gallo en tus venas.
Tiemblan las noches serenas
en que tu pasión estalla,
porque frente a la batalla
de dos improvisadores
sueñan los espectadores
con la emoción de una valla.
Pero cuando al monte fue
Cuba, en su corcel montada,
y la manigua incendiada
dio un grito y se puso en pie,
abriste surcos de fe
para sembrar patriotismo;
y ya con un espejismo
de libertad y derecho,
te brillaron en el pecho
diez medallas de heroísmo.
Pensaste que ya en tu frente
jamás habría una sombra,
que no tendría tu alfombra
de lirios, un cardo hiriente.
Pero, desdichadamente,
tu alegría pasó en fuga:
en tu ceño hay una arruga
y en tus ojos un desvelo…
¡Todavía eres pañuelo
que un llanto de sal enjuga!
Yo desde niño te llevo
del brazo como una esposa,
guajirita lastimosa
con hambre de mundo nuevo.
Incubaste como un huevo
de sinsonte el alma mía,
desde que en la sitiería,
junto al arroyo sonoro,
como una botija de oro
encontré la Poesía.
[Estoy con el paisaje cara a cara]
Estoy con el paisaje cara a cara,
contemplando la tarde que agoniza.
Hay una estrella que espiritualiza
al horizonte, como si pensara.
Reina una sombra todavía clara.
El día es una terquedad rojiza.
¡Qué lenta rapidez en la plomiza
hora que de la noche me separa!
Todo se queda en un recogimiento:
los cálices, los pájaros, el viento,
la luz que sosegada se retira,
la yerba leve y el palmar mayúsculo,
y yo —la tarde que a la tarde mira—
soy la parte consciente del crepúsculo.
La fuga del ángel
¿A dónde fuiste, ángel mío,
en tu última travesura?
Tal vez quiso tu ternura
mudarse para el rocío.
Te fuiste como en el río
un pétalo de alelí;
y has dejado tras de ti
una estela de cariño,
recuerdo que, como un niño
sin cuerpo, va junto a mí.
Eres, pues, un niño abstracto
y vienes cuando te invoco,
vida intocable que toco
en una ilusión del tacto.
Te veo vivo y exacto
andando a mi alrededor,
y escucho tu voz —rumor
como de ala que se aleja—:
¡qué zumbido sin abeja!
¡qué trino sin ruiseñor!
Es que estás, aunque no estás,
cual vuelo de mariposa
sin mariposa, cual rosa
de perfume nada más.
Te fuiste y conmigo vas,
aunque el mundo no te ve,
ni sabe como yo sé
que, diluido en la brisa,
aún vives, como sonrisa
sin boca, y paso sin pie.
Es todo lo que me queda
de ti: verdad sin verdad;
una como suavidad
de seda, pero sin seda;
aroma de rosaleda
sin más presencia que aroma;
donaire de la paloma,
pero no más que donaire;
niño pintado en el aire
hablándome sin idioma.
Una piedad de la muerte
hay en esto de mirarte
sin mirarte, y de palparte
sin palparte, ni tenerte;
pues evocarte, traerte
por la ruta de un clamor,
es endulzar el dolor
de la ausencia más glacial,
con un sabor de panal
que solo fuera sabor.
Foto tomada de Trabajadores
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