Tal vez el paladar moderno no esté entrenado para Paradiso; me pregunto: los que se han acostumbrado a alimentarse de precongelados y comida preparada por máquinas ajenas sin manos, ¿qué entenderán de sonsacarle la vida a un palo de canela?
Leer Paradiso es como ir de submarinismo lingüístico, como hacer inmersión en un idioma extranjero y extraño, un ahogo de corrientes por arriba por abajo y por los lados, pero qué gusto a ratos dejarse asfixiar por las frases y las maneras de Lezama Lima. Ahora, os advierto que es agotador y desgastante, como atiborrarse de tocinos de cielo con chantilly y faisanes rellenos de faisanes, o como precisamente ahogarse.
Yo, que me abrazo como un pulpo a la falta de rigor y a los goces abigarrados, fui bastante feliz leyendo Paradiso la semana pasada a la orilla del océano y en las salas de espera de los médicos, aunque a veces resoplé y me salté las paginitas en las que hablan del Quijote y de Gide. Se tarda, eh. Hay que aceptar el reto o más bien el rito. Paradiso se lee de a cachos y frase a frase y de vez en cuando hay que alejarse un rato del libro a tomar aire, y ahí te sientes como si te acabaras de bajar de un barco, tambaleante y nostálgico de la atmósfera artificial y del mundo privado y momentáneo marino que es el ámbito de esa casa de los Cemí Olaya (y cuando digo casa quiero decir universo) pero también bastante aliviado; porque Paradiso es un himno hipnótico y es necesario de cuando en vez sacudirse de su encantamiento ponzoñoso.
Para mí lo mejor son las partes en las que se habla de cocina, como la cena que prepara la abuela Augusta en el capítulo séptimo en honor a Leticia y Santurce (sopa de plátano y tapioca, soufflé de mariscos, ensalada de remolacha y espárragos, un pavo relleno de almendras y ciruelas, crema helada de piña y coco) o las famosas natillas del primer capítulo y ese fabuloso cocinero peleador, Juan Izquierdo; la figura del coronel energético, «figura titánica y criollísima que buscaba el peligro en lo más difícil, ausencia tan latidora y creciente en todo el libro» y a quien me hubiese gustado haber conocido; la aparición de Oppiano Licario en su lecho de muerte; las descripciones reptantes de los ataques de asma de José Cemí; la muerte del violinista Andresito; los cuartetos que ponen en la radio después de los opíparos almuerzos criollos; «le digo al amanecer que venga pasito a paso, con su vestido de raso acabado de coser»; los nombres.
Y para siempre incorporo al léxico de mi casa estas cuatro expresiones: «¿te das por zamalatruqui?», «silencio de comodoro obeso», «estar más contento que cabra en brisa» y «nunca vendí aguacates». Cosas repugnantes: el fibroma de 17 libras pegado al corazón de Rialta Olaya, la insoportable carta al estilo aliteración Raymond Roussel del tío Alberto, los tejemanejes de Foción para no acostarse con su mujer (la convence de que se embarazará a través de la corriente del agua de la bañera compartida) y acostarse con muchachuelos, la historia tremebunda de Godofredo el Diablo. Y en la zona de nadie dejamos los poemas dedicados a José Cemí que escriben Fronesis y Licario. Advertencias: el capítulo IX es infumable y el perro que acompañaba a Robespierre en Arras se llamaba Brown.
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Tomado de Un libro cada día
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Referimos la entrada a los otros dos textos pertenecientes a esta miniserie:
«José Lezama Lima y la polémica de la novela»
«40 años del Premio Nacional de Literatura (XVIII): Cintio Vitier»
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