Pocas novelas en América Latina manifiestan una polivalencia tan intensa como Paradiso, cuyo texto se presenta a horcajadas en ámbitos diversos como la narrativa, la poesía —intimista a veces, épica otras tantas, intensamente visionaria siempre—, el cuadro de costumbres, la meditación filosófica, el repunte ensayístico, la intensa visión de nuestra cultura. De aquí la fascinación que ha venido ejerciendo desde su aparición en 1966, a pesar de los múltiples avatares sufridos, desde el rechazo de quienes disfrazaron de puritanismo escandalizado una voluntad dogmática de considerar la creación artística de una manera asfixiantemente restringida, hasta la pereza o incapacidad a la vez sensible e intelectiva de quienes acusan a la construcción lezamiana de un hermetismo intolerable; a estos dos polos descalificadores habría que agregar las dificultades de su primera edición, no muy cuidada, en verdad, por el propio Lezama, y que luego dio lugar a la labor generosa y entrañablemente poética que emprendieron, cada uno en su día, Julio Cortázar y Cintio Vitier para establecer sendas ediciones de mayor finura y certeza, regalos de amistad profunda, pero también defensas cabales de la trascendencia de la obra, hoy por completo confirmada, que ambos supieron intuir en esta novela-poema emblemática de la literatura cubana. En verdad, Paradiso no solo sigue proponiendo acercamientos disímiles, sino también un desafío al lector, que a riesgo de quedar por completo in albis, no tiene otro remedio que construir, a partir del poeta de Trocadero, su propio texto personal. Pocos libros cubanos exigen un lector tan activo, participante y cocreador como esa obra que vino a coronar la densa trayectoria literaria de su autor. Así que no sin cierto temor escribo estas palabras liminares. Y no me refiero solo a la desbordante entraña semántica de Paradiso —que tal vez, en acuerdo con la voluntad de Lezama, debiera publicarse con la inclusión de Oppiano Licario, como le manifestó en su día a Reynaldo González[1]—, obra que ofrece innúmeras puertas sugerentes a la lectura ensimismada, sino también por el riesgo estilístico que ha dañado a tantas páginas críticas sobre esa novela. Es enteramente verdad lo que apuntó Roberto González Echevarría: «El más grande peligro de la crítica lezamiana es ser absorbida por su envolvente universo y producir comentarios que son pálidos reflejos de Lezama, o en el peor de los casos parodias inconscientes».[2] Me gustaría añadir, a una afirmación tan certera, que esa última práctica, ciertamente la peor de todas, es mucho más frecuente de lo que pudiera pensarse.
Puesto a elegir vías de acceso a la novela, elijo una de las entradas de mayor trascendencia: el neobarroquismo, elemento constante en su poesía, su ensayística y su narrativa. Ello supone ante todo una fidelidad a la reflexión del ensayista sobre el replanteo del estilo barroco. Lezama incursiona en esta cuestión desde muy temprano: ya en 1936 evidencia con entera nitidez su interés por el Barroco, fascinación que durará a lo largo de toda su vida. En otro lugar he examinado el proceso de interpretación personal lezamiana de la expresión artística barroca en su etapa histórica de esplendor,[3] con mayor cuidado que el que permiten estas páginas de mínimo proemio. En ese ensayo se analiza tanto su minucioso examen del Barroco histórico —evaluación necesaria para la percepción y trazado del neobarroco de nuestras tierras—, como la perspectiva del autor en relación con las peculiaridades de la expresión artística americana. No comprenderá a Lezama un lector que vuelva la espalda a la problemática de las especificidades transhistóricas del Barroco en el lenguaje de las artes de América en los siglos XX y XXI, porque toda la obra del gran cubano puede ser considerada desde dos grandes zonas temático-creativas: la constitución de un inmenso sistema poético —en el sentido amplio de ποιέσι o expresión por el arte— y una fundamentación de las esencias barrocas-neobarrocas— de la cultura latinoamericana. Según Kozel:
[…] en los años centrales del siglo xx parece haberse producido un deslizamiento conceptual significativo, a saber, el paso de la revalorización de un barroco de Indias específico, visible —entre otros lugares— en la obra del erudito dominicano Pedro Henríquez Ureña, a la idea de una América barroca, en torno a la cual desempeñaron un papel fundamental los escritores cubanos José Lezama Lima y Alejo Carpentier. [4]
El primer tópico de interés radica en que, luego de la renovación trascendental que dio lugar al Modernismo hispanoamericano —vinculado por más de un vaso comunicante con la generación del 98— la literatura en castellano experimentó una segunda y más intensa metamorfosis, que se orientó hacia una remodelación de la herencia barroca de los Siglos de Oro. Es imprescindible recordar que el hondo giro que imprimieron a las artes las innovaciones de Góngora, Quevedo o Velázquez había sido más o menos desdeñado desde el s. XVIII. En la centuria siguiente, el Barroco no solo fue ignorado en sus aportaciones, sino también menospreciado por la conciencia estética peninsular.[5] Todavía en el s. XIX predominaba una perspectiva reduccionista, según la cual el paradigma clásico era la condición sine qua non para que una obra de arte pudiera considerarse como tal, de suerte que los modos de expresión barroca seguían siendo considerados no un estilo, sino una degeneración del arte «legítimo». Una perspectiva semejante se percibe con toda claridad en las primeras décadas del s. XX, de modo que todavía una serie de grandes ensayistas seguían manteniendo un criterio de menosprecio frente al Barroco histórico, como por ejemplo Marcel Bataillon, Ludwig Pfandl, Guillermo Díaz-Plaja, Américo Castro; sobre todo para este último las obras barrocas no eran sino síntoma de un crepúsculo artístico entre el Renacimiento y la Ilustración.[6]
La revaloración del Barroco se produce en dos contextos fundamentales: el europeo, en particular a partir de los trabajos preliminares de Jakob Burckhardt, y luego los de Alois Riegl —con su libro El inicio del arte barroco en Roma— y sobre todo de Heinrich Wölfflin —véase su extraordinario Renacimiento y barroco y, sobre todo, Conceptos fundamentales en la historia del arte—, cuyos trabajos serían más tarde altamente estimados por Arnold Hauser. A los estudios de dichos historiadores del arte se sumaron los brillantes puntos de vista del catalán Eugenio d´Ors —Lo barroco, aparecido en 1944[7]—, que dinamitaron la percepción esquemática que sobre el Barroco histórico había sostenido el siglo XIX. D´Ors afirmó una cuestión fundamental, el barroquismo consistiría en: «[…] la revelación del secreto de una cierta constante humana».[8] Esa renovación, la cual implicaba un cambio de paradigmas para la historia del arte, es imprescindible para comprender la obra toda de Lezama, pues tiene que ver directamente con una atmósfera intelectual que se orienta cada vez más hacia la consideración de la cultura como sistema abierto, que se expande impulsada por aquello que Graziella Pogolotti, en relación con el pensamiento cultural de Carpentier, ha considerado su sensibilidad para percibir y aprovechar creadoramente «el aire de los tiempos».[9]
Latinoamérica no permaneció inerte frente a esa inmensa transformación expresiva. Es significativo que el núcleo más relevante en cuanto al impulso de trascender del Barroco histórico a un neobarroco vital para la cultura del s. XX tuviera su bastión en Cuba, donde las reflexiones ensayísticas de Lezama, y más tarde de Carpentier y de Severo Sarduy tuvieron una resonancia que trascendió el ámbito latinoamericano. Esta aportación gigantesca no se limitó a la conceptualización, pues como ha afirmado con razón el ensayista González Echevarría:
En las obras de José Lezama Lima, Alejo Carpentier, Guillermo Cabrera Infante, Reynaldo Arenas y Severo Sarduy, Cuba cuenta con los mayores exponentes de la literatura neobarroca en la América Hispánica.[10]
Paradójicamente la contribución fundamental de la cultura cubana al neobarroco ha sido muy poco investigada en nuestro propio país. De aquí que este prólogo aspire a alejarse de los cauces más frecuentes en la valoración de Paradiso, para centrarse en esta cuestión que atañe, más allá de su autor, a la cultura toda de la isla.
La importancia del pensamiento cubano al respecto se hace tanto más evidente por el hecho de que ya en la década del sesenta la reflexión insular sobre el neobarroco empieza a ser tenida en cuenta internacionalmente —entre otros, por investigadores como Irlemar Chiampi, Angela Ndalianis, Jeong-Hwan Shin, Biagio D’Angelo, César Fernández Moreno, Lucas Bidon-Chanal, César Eduardo Gordillo, Andrés Kozel, Cristo Rafael Figueroa, Denise León, Arturo Dávila, Gustavo Celorio Blasco, Gema Areta Marigó, entre otros—. Por ejemplo, por uno de los principales teóricos del neobarroco, Omar Calabrese— en su obra fundamental, La era neobarroca,[11] en la que, sin embargo, se refería exclusivamente a las ideas de Severo Sarduy. Ignoraba Calabrese, pues, que el pensamiento de Sarduy proviene directamente del de Lezama, que, junto con Carpentier, es su antecedente directo. De manera concluyente Severo Sarduy afirmó en su ensayo «El heredero»:
¿Cómo devolver hasta nosotros la vasta ficción de Paradiso para reactivarla en nuestro presente y anclarla de nuevo en la realidad de nuestro tiempo de aflicción? Una meditación sobre Lezama, sobre la posible herencia de su palabra, no puede evitar esas interrogaciones ni tampoco dejar de vincularlas con otra: la de la posibilidad y pertinencia del barroco hoy, la de un probable surgimiento del neobarroco a partir de su obra, en la luz caravaggesca de su escenografía, o en la elipse incandescente de su teatralidad.[12]
La conceptualización sobre un neobarroco como elemento nutricio de la cultura latinoamericana se percibe con nitidez como una tendencia —bien que no absoluta— de la cultura continental en primera mitad del siglo XX. En verdad, una vez sosegado el mimetismo conducente hacia las vanguardias europeas, los intelectuales de nuestra América, por vías diversas, pero con fines implícitos concordantes, dirigen sus ojos al movimiento que, si bien había tenido un florecer histórico en el siglo XVII europeo, solo había sido descubierto como tal a fines del XIX y principios de la siguiente centuria. En el mundo de las artes plásticas en Brasil, por ejemplo, los jóvenes artistas que renovaban el lenguaje artístico en la década del veinte del pasado siglo:
[…] sostendrán haber descubierto al Brasil y a su poesía en las manifestaciones sincréticas de la cultura, ya monumentales como las esculturas de Aleijadinho y la arquitectura del Barroco […]. Los modernistas viajaban al Barroco en busca de los colores de una «modernidad» nacional.[13]
Sus primeras manifestaciones podrían, tal vez, remontarse al propio José Martí, de estilo tantas veces asociado al de Gracián—, el cubano universal que mostró un peculiar —y aun no investigado— interés por los escritores y artistas del Barroco histórico, desde Calderón y Quevedo hasta Mme. de Sevigné y Bossuet. Carpentier, tanto como José Lezama Lima, desde muy temprano inquiere los derroteros posibles de su camino creador y eso lo lleva a confluir también —en libre y no mimética elección de predecesores— con el mundo de las artes del Barroco histórico, para transmutarlo en un modo de creación contemporáneo que él, del mismo modo que Lezama, consideró como típicamente latinoamericano y nacional cubano.
Los nexos de los intelectuales de la isla con los poetas del 27 fueron no solamente copiosos, sino, de hecho, inextricables. Ellos forman un humus fecundo para la imantación barroca de las letras insulares. La nueva valoración de Góngora iba a ir mostrando reverberaciones en Hispanoamérica, lo que permitió a Lino Novás Calvo escribir sendas reseñas en la Revista de Avance sobre libros dedicados a Góngora: Góngora y la nueva poesía, en 1928, y Góngora en América y el Lunajero y Góngora —obra del entonces muy joven Luis Alberto Sánchez—, en 1929.[14] El barroquismo que Cintio Vitier identificaría con razón en Nuestra Señora del Mar viene manifestándose gradualmente en Ballagas desde Júbilo y fuga, se despliega con brío en Sabor eterno y se consagra en Cielo en rehenes, su último poemario, estructurado en sonetos de esmaltada perfección, quizás los más peraltados de la literatura cubana, en los cuales se perciben determinadas coincidencias en la conformación del lenguaje que acusa reflejos y coincidencias con la renovación de los poetas del 27. Es inevitable, incluso en una consideración muy general, insistir en que ese eminente conjunto de escritores, en forma paulatina crecido desde tiempo antes del aniversario gongorino, se consolida con más nítida fuerza, como ya se apuntó, a partir de la conmemoración del tricentenario de Góngora, en que la mayoría de ellos intervino en una serie de homenajes al grande y mal conocido poeta cordobés. Asomarse a la creación literaria cubana —y en particular a la obra carpenteriana— desde una transubstanciada relación con el proceso de conceptualización del Barroco y el neobarroco no resulta un despropósito, una perspectiva que parecería evadirse de la profunda cubanía. Pues no se trata de rastrear una posible influencia, a la manera en que la crítica literaria positivista —y otras de semejante pelaje— marcó muchos de los estudios que emprendiera. La cuestión está en que, siendo tan importante la relectura de Góngora por los poetas españoles de mayor fuste en la época —con quienes, ya como lectores, ya como interlocutores, muchos poetas cubanos sostuvieron una determinada relación—, no es aceptable valorar unos nexos con la generación del 27 a espaldas del interés gongorista que forma parte, con mucho, de una zona central de su poética como grupo literario. Resulta fascinante descubrir que el interés por superar la estrechez denostadora con que la crítica española del siglo XIX había desestimado a Góngora, tenía unas determinadas raíces latinoamericanas. En efecto, Dámaso Alonso advierte:
La restauración de Góngora comenzó allá en Francia (a cada cual lo suyo). Fue necesario que al Parnaso le pusiera una deliciosa, matizada sordina al simbolismo, para que, dentro de este último, un gran poeta, Paul Verlaine, que no sabía español, volviera los ojos a Góngora. Culto tan genialmente intuitivo como burdamente «snob», que Rubén Darío aprendió en los cenáculos de París y trajo a España.[15]
Aunque en los medios académicos cubanos, en mi opinión, no ha habido suficiente conciencia de ello, la meditación latinoamericana sobre el neobarroco es ante todo cubana, de modo que las ideas aportadas en este sentido por Alejo Carpentier, José Lezama Lima y Severo Sarduy son fundamentales para una teoría de la expresión artística latinoamericana que ha adquirido una marcada resonancia. Como ha apuntado Anke Birkenmaier: «Hoy en día, Lezama Lima, Sarduy y Carpentier en efecto pasan por ser el “triunvirato” de las teorías latinoamericanas sobre barroco y neobarroco».[16] Pero, sin la menor duda, Paradiso es una de las realizaciones más altas del neobarroco literario en Cuba y aun en América Latina.
Notas
[1] Cfr. Reynaldo González: Lezama revisitado, Ed. Letras Cubanas, La Habana, 2009, pp. 152-153.
[2] Roberto González Echevarría: Lecturas y relecturas. Estudios sobre literatura y cultura, Ed. Capiro, Santa Clara, 2013, p. 350.
[3] Cfr. Lezama: la indagación del Barroco, Ed. Matanzas, Matanzas, 2010.
[4] Andrés Kozel: «Barroco americano y crítica de la modernidad burguesa». Ponencia presentada al X Simposio Internacional sobre Pensamiento Iberoamericano que tuvo lugar en la Universidad de Las Villas, Santa Clara, Cuba, julio de 2006.
[5] Cfr. Gonzalo Celorio Blasco: «Del barroco al neobarroco», en: www.jcortazar.udg.mx. Consultado el 24 de mayo de 2016, p. 1.
[6] Cfr. ibídem.
[7] Cfr. Eugenio d´Ors: Lo barroco, Ed. Aguilar, Madrid, 1964.
[8] Ibíd., p. 74.
[9] Cfr. Graziella Pogolotti: «Desde el promontorio de América», prólogo a: Luis Álvarez: Alejo Carpentier: la facultad mayor de la cultura, Ed. ICAIC, La Habana, 2016.
[10] Roberto González Echevarría: «Memoria de apariencias y ensayo de Cobra», en: Obra completa, Edición crítica a cargo de Gustavo Guerrero y François Wahl, Ed. ALLCA, t. 2, Madrid, 1999, p.1750.
[11] Cfr. su La era neobarroca, Cátedra, Madrid, 1989.
[12] Severo Sarduy: ob. cit., t. 2, p. 1405.
[13] Carlos Jáuregui: Canibalia. Canibalismo, calibanismo, antropofagia cultural y consumo en América Latina, Ed. Casa de las Américas, 2005, pp. 597-598.
[14] Cfr. Marta Lesmes Albis: Revista de Avance o el delirio de originalidad americano, Ed. Abril, La Habana, 1996, p. 22.
[15] Dámaso Alonso: «Recuerdos gongorinos», en: Dámaso Alonso: Poesía española. Ensayo de métodos y límites estilísticos, Ed. Gredos, Madrid, 1952, p. 310.
[16] Anke Birkenmaier: «Eras del barroco. Spengler en El siglo de las luces», en: Luisa Campuzano, coordinación y prólogo: 200/ 100/ 50. Alejo Carpentier, la emancipación y las revoluciones latinoamericanas, Ed. Letras Cubanas, La Habana, 2014, p. 91.
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