El pensamiento cubano sobre el neobarroco se ha expandido por toda América Latina, donde suele ser más intensamente valorado —como suele suceder— que en la propia isla, en ocasiones tan imantada en exceso por polos de atracción que han ido desde una estética marxista en sus riberas más esquemáticas, hasta un estructuralismo asumido fuera de hora y, en muchos casos, pasado por agua. Es necesario, inútil es decirlo aquí, otorgar la relevancia legítima que tienen las concepciones sobre el neobarroco de esa tríada fundamental del siglo XX cubano: Lezama, Carpentier y Sarduy, y no solo por ejercer un acto de justicia cultural, sino también para lograr una introspección que nos falta tan a menudo; no en balde Julia Kristeva ha hecho énfasis, siguiendo a Leibniz, en que la memoria cultural conserve y la reminiscencia represente la infinitud de conocimientos que de otra manera se nos escapan o tergiversan.[1]
El destacado crítico literario mexicano Gonzalo Celorio Blasco comienza su ensayo sobre el neobarroco latinoamericano y su sentido de contraconquista con las siguientes afirmaciones: «La tierra es clásica y el mar es barroco». Con esta referencia a la imagen de algún crítico que ciertamente se excedió en la generalización, José Lezama Lima abre el capítulo dedicado a «La curiosidad barroca» de su libro La expresión americana para dejar asentado que el término barroco ha ampliado enormemente su espectro semántico.[2]
La perspectiva de Lezama se concentraba ante todo en percibir el flujo cultural de la creación barroca americana, donde la individualización del objeto por la luz de nuestra América, la transculturación estilística y la refuncionalización de la expresión barroca se convertían en medios de una contraconquista de América por la vía de la defensa de lo peculiar de su cultura, noción cuyas raíces pueden rastrearse hasta José Martí. Lezama no se interesó por conceptualizar una pervivencia barroca, un mimetismo histórico en las artes de América en el siglo XX. Le interesaba por el contrario iluminar las esencias de un estilo específico y nítidamente latinoamericano en la expresión artística del s. XX en nuestras tierras. Por eso percibió un estilo barroco —neobarroco— en un pintor cubano como Mariano.[3] Ahora bien, nunca se refirió ni empleó el término neobarroco.
En La expresión americana, Lezama miraba el resultado del proceso cultural del subcontinente, se ocupa ante todo de las entidades que quedan libradas a su propia calidad expresiva, como poeta que escucha un vocablo en la oquedad de lo más íntimo personal. Lezama, la peculiaridad temporal —y también espacial— de la perspectiva barroca, sino también, y sobre todo, su descentralización, desemboca directamente en el problema de la transculturación, que subyace en La expresión americana. Si Lezama aportó en este texto algunos de los juicios más penetrantes en cuanto a la consideración del barroco como cauce fundamental en las artes y la literatura de América Latina, lo cierto es que, increíblemente, el sentido mismo de su filiación neobarroca como escritor de narrativa, poesía y ensayo, está todavía pendiente de un examen realmente integrador.
Me gustaría comentar aquí que específicamente el Barroco literario español presenta una peculiaridad. Bifurcado entre la vertiente culterana y la conceptista, entre las al parecer irreconciliables propuestas estéticas de Góngora y las de Quevedo, no se produjo una fusión esencial de ambas vertientes del Barroco hispánico en la Península, sino precisamente en América, donde Sor Juana Inés de la Cruz, esa devoradora infatigable de cultura, consigue en su verso lo que ninguno de los barrocos españoles pudo alcanzar en todo el s. XVII.
No es casual que la percepción europea del Barroco como un movimiento en sí y por sí, distinto por completo a la idea superficial, tanto tiempo manejada, de que no era otra cosa que la degeneración del Renacimiento, se produjo justamente en un instante de cambio de paradigmas en la cultura euroccidental: el Impresionismo, de modo que Heinrich Wölfflin, el primer teórico cabal del estilo barroco, habría llegado a él buscando, como Cristóbal Colón, un puerto muy diferente: la fundamentación de que el movimiento al que pertenecieran Monet y Degas, era una nueva etapa de la pintura europea. Su hallazgo involuntario resulta muy significativo para un latinoamericano con los oídos atentos: el Impresionismo es aproximadamente contemporáneo con el Modernismo hispanoamericano. La irrupción de lo neobarroco como elemento nutricio de la cultura latinoamericana fue un hecho continental en las primeras décadas del siglo XX. No es casual que desde la década del treinta —posiblemente impulsado también por los contactos de la intelectualidad cubana con poetas de la generación del 27— Lezama inicia su indagación del Barroco. El poeta y ensayista Cintio Vitier ha sustentado una cuestión esencial de ese proceso de indagación de Lezama en lo cubano y, también, en lo americano por la vía anfractuosa de una obsesiva faena hermenéutica en el terreno de la tradición:
El barroquismo alegre, gustoso o rabioso, de ese impulso americano popular que él ha estudiado tan bien, informa cada vez más su idioma, y en estas «Venturas criollas», lejos ya de su primer gongorismo de caricioso regodeo, más a solas con los abultados trasgos quevedescos, aplica esas ganancias a la hurañez tierna y el ardiente despego cubano.[4]
En cuanto a Paradiso, quizás haya sido Roberto Friol, con su finísima sensibilidad poética, quien percibió con especial precisión su esencia cultural más depurada: «¿No podría hablarse en el caso de Lezama de un lúcido barroquismo voluntariamente retomado, evolucionado?».[5] Y, desde luego, de eso se trata.
Un examen de la gran novela-poema de Lezama permite identificar claramente su profundo sentido neobarroco, que solo tiene determinados puntos de contacto con el Barroco histórico, en la medida en que se asienta sobre un fluir de los acontecimientos —biográficos, históricos, de pensamiento acerca de la cultura, de referencias a entidades artísticas aparentemente incompatibles en un mismo espacio-tiempo cultural—. Paradiso se presenta en primer término como una enorme enciclopedia, en el sentido de cuerpo integral del saber a la vez personal y social, noción abordada en sentido semiológico por Umberto Eco.[6] En este sentido, la obra lezamiana «funciona como un horizonte general de orden, con una especie de idea global de organización del saber».[7] Esa perspectiva vorazmente integradora tiene su asiento en la concepción lezamiana de la cultura y, en particular, de la expresión artística americana. En tal sentido, presenta una coherencia subyacente con otros monumentos —en el sentido que Michel Foucault le ha dado al término— del pensamiento cubano sobre la isla, vale decir, con el saber progresivo y omniabarcante de Antonio Bachiller y Morales, con las ideas de José Martí sobre la cultura y con las indagación de Fernando Ortiz sobre la profunda transculturación insular, para solo mencionar tres grandes hitos de la meditación cubana sobre la nación. Esa voluntad indagadora del poeta-novelista-ensayista lo impulsa a trazar bloques compactos en su esencia intuitiva de la cultura cubana, y lo aleja del discurso analítico característico no solo de las ciencias, sino también de la novela realista tradicional en su sentido lato. Paradiso transcurre en una tangible voluntad de empuñar parentescos, similitudes posibles, nexos entre la imagen construida en el ser mismo de la cultura —el sujeto-narrador, sus personajes, sus bullentes contextos de existencia familiar y ampliamente social—. De aquí se deriva que Lezama pone en acción —y por ello conserva, consolida y expande— el capital simbólico de la cultura cubana, en el sentido que Pierre Bourdieu le ha asignado a ese concepto[8]: capacidad de los seres sociales de distinguir, reconocer y asignarle un valor a cualquier componente de nuestra sociedad. Paradiso es, ante todo, una prodigiosa revitalización del capital simbólico cubano, tantas veces colocado en peligro de debilitamiento y fragmentación. Si Wilhelm von Humboldt había trazado una polarización entre energía y érgon, potencia y acto del pensamiento y el lenguaje, Lezama rechaza esa peligrosa y esencial dicotomía en aras de considerar una unidad inextricable e impulsora entre la energía y la realización —como entre realidad e imago—, lo que puede considerarse la excitación insondable de la cultura, su dinamismo y transfiguración continua que se dispone a trascender los marcos del pensamiento cartesiano, para retomar el predominio de una intuición que, más allá de sus raíces pascalianas —revisitadas una y otra vez por Lezama—, halla su sustento en los intensos cambios de paradigmas —científicos, estéticos, vivenciales, sociales—, cuya primera teorización cabal debemos a Thomas Kuhn, transformaciones que se expanden de manera incontenible en el s. XX.
La enorme confluencia de modos de expresión artística, aparentemente diversos y aun opuestos, resulta amalgamada una y otra vez en Paradiso, que constituye así una apasionada declaración de la unidad del mundo de la cultura humana, postura que, desde reflexiones y posturas estéticas diferentes, también afirmaron en su día Alejo Carpentier y Severo Sarduy, concordancia que marca todo el pensamiento cultural cubano. De hecho, puede afirmarse que Lezama, como él mismo se encargó de subrayar frente a la superficialidad de ciertas asociaciones formuladas por la crítica entre su novela y En busca del tiempo perdido, se encuentra en una posición de antípoda de la remembranza proustiana. En efecto, el gran novelista francés desarrolló su novela-crónica a partir de una memoria del pasado; el cubano, en cambio, traza una memoria para el futuro, una nueva condensación de esa expresión «¿cómo somos?»[9], que constituye uno de los ejes mayores del ensayo «Nuestra América» de José Martí, quien no casualmente alude en ese texto primordial a «la identidad universal del hombre».[10] Lezama subraya una y otra vez «Esa visibilidad de la ausencia, ese dominio de la ausencia», que es uno de los rasgos invisibles, pero pesantes, del futuro, lo que ha de ser y no es aún, o no será tal vez jamás, un tema que resulta especialmente desarrollado en el capítulo XII, en que aparece uno de los momentos de entonación ensayística de Paradiso, referido específicamente al concepto de tiempo. Allí el poeta-narrador declara la disolución centenaria entre causa, causación y causalidad y afirma:
Ha vencido también el tiempo como entre, según la acepción de algunos contemporáneos, pues en su sueño es imposible separar el tiempo que fue del que se está elaborando. Ese entre que parece ser el último refugio dialéctico de los mortales, penetración de un ciego en la fugacidad que cree duración.[11]
Se trata de una idea paralela a la que ya había expresado en el capítulo XI: «lo invisible ocupaba el primer plano de lo visible, convirtiéndose en un visible de una vertiginosa posibilidad».[12] Lo que formula Lezama como esencia de la percepción del espacio-tiempo se presenta en términos de un desafío vital. Véase cómo se formula esto en Paradiso:
Tanto a Fronesis como a Cemí, su simpathos por la sensibilidad creadora contemporánea en sus dos fases, de reavivamiento del pasado como de búsqueda de un desconocido, les era muy cercano. Era la prueba de una recta interpretación del pasado, así como la decisión misteriosa de lanzarse a la incunnabula, pero eso era más bien debido a sus apasionadas lecturas del pasado creador, que había tenido que sufrir un riesgo, interpretar un desconocido y lanzarse a perseguir elementos creadores aún no configurados.[13]
Así caracteriza la captación del tiempo cultural —el del saber y la potencialidad tanto como el de la vivencia y el acto humboldtiano— como flujo interminable y no discriminado en fases precisas y mecánicas. De aquí la burla y el malabarismo lúdico de Lezama en su empleo irreverente, anexacto, pues no se trata de precisión o imprecisión, de información o falta de ella, sino de desinterés por la cuestión de la exactitud o inexactitud que había obsesionado a la cultura euroccidental a lo largo de la Modernidad, cuyo esquematismo y obsesión cartesiana por la espacialidad redujo la percepción del mundo a un magno esquema abstracto de base mecanicista, e incluso a algo peor: la idolatría de la ciencia, sobre la cual otro gran neobarroco latinoamericano, Ernesto Sábato, consignó:
A lo largo de los siglos XVIII y XIX se propagó la superstición de la ciencia. La ciencia se había convertido en una nueva magia y el hombre de la calle empezó a creer tanto más en ella cuanto menos la comprendía. El avance de la técnica originó el dogma del Progreso General e ilimitado, la doctrina del better and bigger”.[14]
Por ello una de las esencias neobarrocas en Paradiso es la noción de ritmo, la voluntad de subrayar que el dinamismo entraña sutiles y oscuros golpes de repetición. La familia insular percibida por el novelista se reitera una y otra vez —los Cemí-Olaya, los Fronesis—, pero en una fluencia incontenible donde importan, sí, las coincidencias —imágenes de lo paterno y lo materno—, pero imbuidas de interminables mutaciones. Pues Lezama repite y diferencia, lo cual no es evidente solo en cierta íntima concordancia entre Augusta, Rialta y María Teresa Sunster, sino también en la tríada fundamental de Cemí, Fronesis y Foción, triángulos equiláteros a los que alude la novela como geometría del bien, la verdad y la belleza. No puedo menos que recordar que Carpentier, en El siglo de las luces, conforma una familia criolla peculiarísima y desgarrada, cuyos nombres pudieran enlazarse con remotas y quizás impensadas etimologías, cuya aura semántica es por completo indivisible: Carlos (hombre libre), Sofía (sabiduría), y Esteban (victoria).
La obsesión por el ritmo en Paradiso no se manifiesta solo en la sustancia misma de la narración, sino que aparece igualmente como tema explicitado. Por eso Cemí le dice a Augusta: «Abuela, cada día siento más lo que mamá se va pareciendo a usted. Las dos tienen lo que yo llamaría el mismo ritmo interpretado de la naturaleza».[15] Y, tal como esa conversación entre Cemí y su abuela evidencia en ese capítulo, uno de los rasgos esenciales de ese personaje es captar el ritmo de crecimiento del mundo. Nótese que la reiteración a nivel temporal se identifica como ritmo, mientras que a nivel espacial es esquema. Este es estático; el ritmo, dinámico. Una lectura simple permite ver que Paradiso no solo evade los esquemas, sino que aspira a hacerlos estallar: la cita no es frase cabalmente repetida; el tema de la muerte es enfrentado en términos de que, en efecto, cada cual ha de morir su muerte propia —e incluso burlarla, como ocurre en la nunca concluida segunda parte de novela, Oppiano Licario—. Así, las citas lezamianas, gallardamente anexactas, resultan el triunfo de la subjetividad creativa del poeta-novelista por sobre el esquema discursivo —obsesivo en el s. XX— de la integración de un fragmento en el texto propio. Paradiso se levanta transida por una catarata de citas reales o supuestas, pero la subjetividad del artista las rebosa y convierte en manifestaciones propias y no «apropiadas». Esta perversión de la cita[16] es sin duda un espléndido sello neobarroco en la novela. Pero habría que examinar otros aspectos de este espléndido texto narrativo para al menos acercarse un poco a su realidad estilística.
Notas
[1] Cfr. Julia Kristeva: Semiótica 2, Ed. Espiral/Fundamentos, Madrid, 1981, p. 214 y sig.
[2] Gonzalo Celorio Blasco: «Del barroco al neobarroco», en: www.jcortazar.udg.mx. Consultado el 24 de mayo de 2016, p. 1.
[3] Cfr. José Lezama Lima: La visualidad infinita, Ed. Letras Cubanas, La Habana, 1994.
[4] Cintio Vitier: «La poesía de José Lezama Lima y el intento de una teleología insular», en: Pedro Simón, comp.: Recopilación de textos sobre José Lezama Lima, ed. cit., p. 84.
[5] Roberto Friol: «Paradiso en su primer círculo», en: José Lezama Lima: Paradiso, Edición crítica a cargo de Cintio Vitier, Ed. ALLCA, Madrid, 1988, p. 556.
[6] Cfr. Umberto Eco: Tratado de semiótica general, Ed. Lumen, Barcelona, 1991, pp. 179-183, en particular su idea de que «el universo de los lenguajes naturales está muy alejado del universo de los lenguajes formalizados y tiene muchos puntos de contacto con un universo “primitivo”».
[7] Omar Calabrese: La era neobarroca, Ed. Cátedra, S.A., Madrid, 1989, p. 21.
[8] Cfr. Pierre Bourdieu: Razones prácticas, Ed. Anagrama, Barcelona, 1997, p. 107 y sig.
[9] Cfr. José Martí: «Nuestra América», en: Obras completas, Ed. Ciencias Sociales, La Habana, 1971, t. 6, p. 20.
[10] Ibíd., p. 22.
[11] Paradiso, capítulo XII.
[12] Paradiso, capítulo XI.
[13] Ibíd.
[14] Ernesto Sábado: «Anotaciones sobre la crisis occidental y la desmitificación», en: Fernando Aínsa y Edgar Montiel, ed.: Mensaje de América Nuestra América, Ediciones UNESCO, UNAM, México, 1996, p. 159.
[15] Ibíd.
[16] Cfr. Omar Calabrese: ob. cit., p. 62.
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