Paradiso es ciertamente la culminación del neobarroco de José Lezama Lima, y son incontables los rasgos que confirman esta característica de estilo. Otro factor definidamente neobarroco en esta excéntrica novela es su desmesura, su tendencia al límite y al exceso. Todo en ella va más allá de los límites. Un ejemplo característico tiene que ver con la recurrencia del tema de la familia en la literatura cubana, que se identifica con intensidad desde Cecilia Valdés, de Villaverde, hasta Aire frío, de Virgilio Piñera; desde «Estatuas sepultadas», de Antonio Benítez Rojo, hasta El pan dormido, de Soler Puig; desde Contigo pan y cebolla, de Héctor Quintero, hasta La casa vieja, de Abelardo Estorino: los más diversos géneros y tonos literarios han abordado en Cuba el tema de la familia. Ahora bien, en Paradiso la imagen cultural de la familia cubana es tan esencial, tan maceradas resultan sus esencias, que —como se ha dicho a menudo, pero sin identificar el porqué— los límites de la novela realista o de la sicológica son trascendidos y los personajes de la familia Cemí-Olaya hablan un único lenguaje, en una identificación tan consustancial entre sus miembros que llegan a perfilarse —más allá de sus diferencias como individuos— como un coro intrínseco que, cual el de la tragedia helénica, semeja una fusión espiritual destinada a entonar un tema fundamental: el de la relación entre la vida y el de la muerte, el cual se yergue con fuerza especial en las escenas de convivio. Su expansión del lenguaje —neologismos, arcaísmos, inserción de deformes frases extranjeras—, su ampliación obsesiva de detalles —tendientes a menudo a conformar imágenes inusitadas— son ciertamente síntomas de una tendencia al límite del lenguaje, responsable de una parte importante del innovador lujo verbal e incesantemente tropológico de la obra. De modo simultáneo esa dinámica de acercarse peligrosamente al límite del canon —lingüístico, literario— termina por producir un efecto contrario: el exceso neobarroco, un desbordamiento que termina por hacer estallar el propio sistema expresivo heredado. Se trata de algo identificado por Calabrese en 1987:
El gusto neobarroco parece promover un procedimiento doble o mixto, tal vez intercambiando los términos de la oposición o tal vez anulándolos. Por ejemplo: usa el límite haciéndolo parecer exceso porque las salidas de las fronteras acaecen solo en el plano formal; o bien, usa el exceso, pero lo llama límite para hacer aceptable la revolución solo del contenido; o, en fin, hace indistinguible y confusa una operación en el límite o por exceso.[1]
Un fenómeno equivalente tiene lugar en la conformación del género literario —esencialmente múltiple y difuso— de la novela. Lezama incorpora elementos de diversos géneros narrativos: el Bildüngsroman que traza la maduración de Cemí a lo largo de todo el texto; la novela filológica, erótica y de reflexión estética, mezcla de infinitos condimentos, creada por Petronio, y la picaresca española, en particular en el capítulo VIII, pero no solo en este; la novela épica se levanta en el pasaje de la rebelión universitaria, pero sin abandonar la entonación poética que traza escorzos con refinado tono helenístico; incluso se ha podido advertir en Paradiso elementos de novela social.[2] El espacio narrativo adquiera una matización escénica, a la vez relacionada con la comedia costumbrista —varios pasajes en la casa de Prado lo reflejan— y el diálogo trágico —encuentro de Foción y Fronesis padre—; tal imantación hacia lo escénico no es solo una cuestión de forma. Los cambios de paradigma en el s. XX han tenido mucho que ver con ello. Como ha señalado William Egginton,[3] la Modernidad se caracterizó por establecer una disociación generalizada entre el mundo sensible y el mundo interior del sujeto cognoscente, una separación que ya en el pensamiento de Descartes era básicamente espacial. No parece casual que la gestación del Barroco histórico haya coincidido a la vez con un desarrollo de la cosmología —tópico del cual se ha ocupado especialmente Severo Sarduy[4]—, es decir, la consolidación de una ciencia del espacio cósmico, y, además, con el esplendor de un arte teatral —más o menos simultánea en Inglaterra, España y Francia— en el cual la escenografía y la iluminación adquirieron un desarrollo y un preciosismo técnico inusitados, sin contar con experimentaciones como los tanteos del teatro dentro del teatro —el espacio dentro del espacio— que se puede apreciar, entre otras obras, en Hamlet, de Shakespeare, y en Lo fingido verdadero, de Lope de Vega. Es la instalación de la ambigüedad en la expresión artística, algo inimaginable para el canon clásico, el realista decimonónico o el sicológico de las primeras décadas del XX. En todo caso, es una reversión de las pautas tradicionales del arte.
Del mismo modo, en su majestuosa construcción neobarroca Paradiso refleja una estructura al límite de las reglas, donde los géneros canónicos se interpenetran, donde el punto de vista narrativo es cambiante —de aquí las irrupciones sorprendentes de un yo narrativo, aquí y allá, sin la menor justificación estructural, temática ni semántica: a Lezama no le importa practicar una lógica narrativa, sino desafiar al lector a intervenir por sí mismo en la orquestación de la novela—. En última instancia esa profunda contaminatio no tanto de textos, cuanto de géneros discursivos tiene que ver con lo que Stefano Traini, al meditar sobre el neobarroco, afirma: «Lo que ocurre, pues, es la coexistencia de formas en conflicto».[5] Solo que el conflicto entre esos géneros estaba ligado a los paradigmas de la Modernidad. El neobarroco se replantea esa contradicción en consonancia con un cambio profundo de paradigmas científicos y culturales en el mundo euroccidental, en una época en la cual los criterios de nación y universo se transfiguran, así como las relaciones entre las culturas del planeta; en un tiempo histórico en el cual se producen transformaciones profundas en las ciencias, de modo que el punto de vista cuantitativo en la investigación pierde su absolutizador —y por momentos esterilizante— predominio; en que Einstein reformula la relación entre el espacio y el tiempo; en que Heisenberg postula su inquietante e innovador principio de incertidumbre; en que la antropología y la arqueología reformulan el pasado, mientras se produce con mayor nitidez que nunca un cambio en el diálogo intercultural, en que América, África y Asia proyectan sus modos de expresión hacia una Europa que había pretendido ser el epicentro de lo humano.
Esta mezcolanza se vincula directamente con la pulsión hacia el límite y el exceso característicos de la expresión neobarroca, y en la novela lezamiana se identifica particularmente en la carencia de centro narrativo, que deriva de un conjunto de violaciones de la novela canónica: fragmentación e ilogicidad de la estructura narrativa general, carencia de un protagonista stricto sensu: José Cemí unas veces está situado en la periferia del escenario narrativo; en otras, fugazmente, ocupa el sitio más iluminado, y en otras desaparece por completo —véase el segmento de Atrio Flaminio—. Esa íntima dinámica que se dirige al desbordamiento de los límites marca una continua tendencia al exceso, una característica que en el Barroco histórico era consecuencia directa del horror vacui —no en balde el s. XVII es la época en que Otto von Guericke, lector de Pascal, devela la difícil relación entre el vacío y la atmósfera—, pero que en el neobarroco lezamiano está ligado a una cuestión muy diferente. Véase lo que, sin pensar en Lezama, escribe Omar Calabrese:
[…] pero el «exceso» ¿en qué consiste más técnicamente? Se pueden dar dos respuestas, según el punto de vista con el que se mira la pregunta. La primera parte de la norma vigente como lugar de observación del eros. Entonces consistirá en valorar como «exceso» no solamente lo que genéricamente evade la norma, sino una especie de espiral inflacionista en la cantidad y calidad de objetos «indecentes» producidos: el exceso se considerará una «degeneración» del sistema de valores dominante. En cambio, la segunda parte, desde la oposición de la norma vigente como lugar de observación del eros. Entonces consistirá en valorar como «exceso», etimológicamente «piedra de tropiezo», del griego skándalon, es decir, algo que amenaza con hacer caer algo más durante su recorrido normal. Por tanto, el tema excesivo del sexo no valdrá solo por sí mismo, por lo que dice referencialmente, sino por cuanto es una «provocación» para superar los límites de los principios sociales comunes.[6]
La aproximación, siempre peligrosa, a los límites, hasta trascenderlos en un impulso hacia el exceso, constituye un rasgo central de Paradiso y se manifiesta en una serie de aspectos. Desde luego que el lenguaje de la novela ha sido muy atractivo para la crítica. En ese terreno, la catarata de neologismos lezamianos resulta un elemento por completo tangible: Lezama los construye con impecable morfología, tal y como puede realizarse por cualquier hablante del español. Pero la abundancia excesiva —en relación con la tradición de la narrativa costumbrista, realista, naturalista— de neologismos responde a una operación de aproximarse al límite de lo que el sistema lingüístico permite. Esta operación responde a una fruición cognitiva del lenguaje como signo peculiar de la cultura: la palabra deja de ser instrumento de comunicación, para convertirse en objeto sensual, símbolo de un modo singular de lo erótico. Lezama lo pone de manifiesto en forma tan directa que es imposible creer que se trata de un rasgo inconsciente de su escritura:
era esa palabra de oidor, oída y saboreada por José Cemí como la clave imposible de un mundo desconocido, que recordaba el rostro en piedra, en el Palazzo Capitolino, de la emperatriz Plotina, donde la capilla rocosa que forma la nariz, al descascararse causa la impresión de un rostro egipcio de la era Dypilon, que al irle arrancando las cintas de lino va mostrando la conservación juvenil de la piel, dándonos un nuevo efecto donde el tiempo interviene como un artífice preciso, pero ciego, anulando las primeras calidades buscadas por el artista y añadiéndoles otras que serían capaces de humillar a ese mismo artista al plantear la nueva solución de un rostro en piedra que él no pudo ni siquiera entrever.[7]
Necesito detenerme un instante en este pasaje, que revela la actitud lezamiana ante el lenguaje. El filósofo Michel Foucault —tan interesado en el legado del Barroco histórico— consideraba que la entrada en la Modernidad se produjo plenamente cuando «las palabras dejaron de entrecruzarse con las representaciones y de cuadricular espontáneamente el conocimiento de las cosas».[8] Ello implica que la Modernidad nos condujo a disociar el lenguaje del mundo sensible. Pero desde fines del siglo XIX comenzó a producirse un cambio en la reflexión sobre el lenguaje, de modo que una serie de pensadores y artistas —y desde luego Lezama entre ellos— han propiciado lo que Foucault considera como un retorno del lenguaje:
¿Qué es el lenguaje? ¿Qué es un signo? Lo mudo en el mundo, en nuestros gestos, en todo el blasón enigmático de nuestras conductas, en nuestros sueños y en nuestras enfermedades, todo esto ¿habla, cuál es su lenguaje, según cuál gramática? ¿Es todo significativo o qué y para quién y de acuerdo con qué reglas? ¿Qué relación hay entre el lenguaje y el ser y se dirige siempre al ser el lenguaje, cuando menos aquel que habla verdaderamente? ¿Qué es pues este lenguaje que no dice nada, que no se calla jamás y que se llama «literatura»?[9]
En el antes citado pasaje del capítulo III de Paradiso, Lezama coloca a José Cemí en la situación de buscar desesperadamente una imago para que la palabra oidor pueda funcionar realmente como llave de entrada en un mundo ignoto —el imperio colonial español, con sus oidores cuya función era escuchar a las partes contendientes en sus alegatos—. Obviamente la fascinación de Cemí por el vocablo tiene que ver con la indagación de los orígenes de la cultura latinoamericana. La concepción y el uso creador del lenguaje en Paradiso es un microuniverso tan complejo y renovador, que por más que ha sido una y otra vez estudiado siempre deja resquicios, puertas fascinantes que indagar: esa infinitud es uno de sus rasgos mágicos. Por eso siempre tendremos que volver a él, diseñar nuestra propia lectura participante en el flujo del texto. La extraordinaria edición crítica a cargo de Cintio Vitier no pudo detenerse en los sentidos de la referencia al Palazzo Capitolino que aparece en la cita anterior. No existe un palacio de tal nombre; obviamente la alusión es a los Museos Capitolinos, situados en la Plaza del Campidoglio en Roma. Los Museos Capitolinos son dos, ubicados en sendos palacios: el Palacio de los Conservadores y el Palacio Nuevo, nombres que pudieran, a primera vista, sugerir lingüísticamente una asociación —de las tan cultivadas por Lezama— entre el pasado y el presente. Los Museos Capitolinos contienen, entre otras colecciones, una extraordinaria serie de bustos de la Antigüedad, entre los cuales Lezama visualiza el de Plotina, la emperatriz romana esposa de Trajano, emperador romano. La referencia a Plotina —emperatriz nacida al parecer en Hispania— en este pasaje resulta bastante traslúcida: la dama romana se caracterizó por su bondad y cultura —concordantes con el carácter de su marido, Trajano—, pero además hay referencias históricas a que ella, que no pudo dar un heredero al emperador, lo persuadió de adoptar como hijo y sucesor al famoso emperador Adriano —como Plotina originario de Hispania—. Adriano, uno de los grandes romanos de todos los tiempos, se caracterizó por su amor a la cultura en general y a la helénica en particular. Destacado político y militar, viajó incesantemente, y en particular al Egipto al que alude el novelista en el fragmento aquí comentado. Humanista, poeta y apasionado de la arquitectura, erigió numerosos edificios —como la Villa Adriana— y apoyó el desarrollo de nuevos lenguajes artísticos. De modo que es posible ver, en el pasaje lezamiano, una declaración de que la palabra —en este caso oidor, literalmente «el que escucha»— es una puerta de entrada a la herencia cultural, que el tiempo, tanto como deteriorar, reconfigura como un sabio artista. Se trata, una vez más, de una actitud neobarroca, mediante la cual el lenguaje vuelve a ser integrado en su unidad con la percepción sensible del mundo. De aquí la imposibilidad de una lectura clásica de la novela lezamiana: su lenguaje aspira —y logra con esplendidez— un trastrocamiento de esencia innovadora. Nadie ha expresado mejor que Severo Sarduy la íntima y maravillosa relación entre el estilo de Lezama y su propio —nuestro— tiempo cultural:
Sintácticamente incorrecta a fuerza de recibir incompatibles elementos alógenos, a fuerza de multiplicar hasta «la pérdida del hilo» el artificio sin límites de la subordinación, la frase neobarroca —la frase de Lezama— muestra en su incorrección (falsas citas, malogrados «injertos de otros idiomas», etcétera), en su no «caer sobre sus pies» y su pérdida de la concordancia, nuestra pérdida del ailleurs único, armónico, concordante con nuestra imagen, teológico en suma.
Barroco que en su acción de bascular, en su caída, en su lenguaje pinturero, a veces estridente, abigarrado y caótico, metaforiza la impugnación de la entidad logocéntrica que hasta entonces lo y nos estructuraba desde su lejanía y su autoridad; barroco que recusa toda instauración, que metaforiza al orden discutido, al dios juzgado, a la ley transgredida. Barroco de la Revolución.[10]
Pues así es, el neobarroco constituye no ya una revolución artística, sino una ahondadora y turbadora revolución cultural. Otro efecto estético específico radica en la obsesión por el detalle y el fragmento.[11]Paradiso focaliza, una y otra vez, singularidades extraídas de un continuum —en principio, pero solo en principio, la trayectoria vital de José Cemí—. Lezama nos enfrenta a porciones de vida, desgajadas de su «normal» transcurso. El detalle depende enteramente del novelista: es un corte que se centra en la subjetividad de quien lo ejerce. La estética del detalle en el texto se dirige por tanto a conceder valor específico a una entidad «cortada» del conjunto; se trata pues de una puesta en relieve destinada a producir sentido. El detalle obliga a leer con mayor intensidad, en busca de una dirección especial del significado que ha procurado asignar o insinuar el autor, expresado el contenido semántico de la porción que resulta intensificada en sí misma: es lo que ocurre en el capítulo I, donde se magnifican no solo la crisis de asma del niño Cemí, sino también la ansiedad de Baldovina, Truni y Zoar —quién sabe si alusión socarrona al Zohar cabalístico, visión del universo repartido entre la luz y las tinieblas, justo el estado en que se encuentra el infante en su ahogo paradójico por exceso de aire interior—, y los demás servidores del hogar de los Cemí-Olaya ante la situación del enfermo, cuyos síntomas resultan amplificados en una descripción minuciosa de asfixia por exceso de aire, «surcos de violenta coloración» y «abismo pascaliano». El niño es incapaz de hablar, y su silencio parecía evocar el sentido de un comienzo absoluto, precisamente el de la novela misma y la trayectoria vital del protagonista. La estética del detalle, en el pasaje mencionado, y en general en todo el texto, está en función de disolver lo obvio en aras de estimular la difícil lectura de los sentidos añadidos. A Paradiso puede aplicarse la siguiente reflexión de Roland Barthes sobre la lectura profunda del signo:
Todo significa y, sin embargo, todo sorprende […]: el todo tiene un resultado distinto a la suma de las partes: más bien parece una resta. Hay que entender estas extrañas matemáticas de la analogía, si nos tomamos la molestia de recordar que etimológicamente analogía quiere decir proporción: el sentido depende del nivel en que nos situemos.[12]
La combinación de detalles —amplificaciones desbordantes— y fragmentos —rupturas para extraer porciones de la esperable y no efectuada narración de una vida— dotan a Paradiso de un dinamismo enteramente neobarroco. Lezama apela además a la incrustación de fragmentos diversos, donde no se agiganta un segmento para invitarnos a explorar sus sentidos, sino que se realiza un corte cuyo interés radica no en quien lo ejecuta —el narrador—, sino en el texto mismo que se supone desgarrado de una entidad superior —en este caso, la vida de Cemí, o de los dos integrantes de la tríada, Fronesis y Foción—. Por tanto, el fragmento sugiere la existencia de una entidad mayor, que ha sido escamoteada. El significado de la porción presentada aparece semioculto, y solo puede entenderse proyectándolo en el conjunto global del texto y desde este. Es el caso del episodio de Atrio Flaminio. Esa aparente digresión del fragmento tiene en sus comienzos una alusión a Zeus Cronión, que subraya la filiación del soberano de los dioses helénicos con el tiempo, y que se relaciona de manera profunda con el tema de la muerte, uno de los grandes ejes de Paradiso. No es casual que ese episodio, aparentemente incrustado de manera arbitraria en el cuerpo novelístico, sea uno de los núcleos donde se subraye la presencia del yo como persona narrativa, ni tampoco que se exprese allí la convicción colectiva de que la muerte puede ser decapitada.[13] Es significativo que Lezama consigne que Atrio Flaminio vestía «su coraza ornada de sierpes, que remedaba el escudo de Atenea».[14] Esa coraza tiene el sentido de un gorgoneion, un amuleto contra el horror; el escudo alude obviamente al que Atenea —diosa helénica de la razón, la cultura y la justicia— entrega a Perseo para que pueda derrotar a Medusa, el ser humano convertido en monstruo deshumanizador. Atrio Flaminio resulta entonces una síntesis de la cultura humana, marcada a la vez por la razón, la justicia y el horror paralizante. Hay que notar que el segmento del general romano —fragmentado en varias partes— aparece entremezclado con la narración de un paseo nocturno por la Habana Vieja, que se centra en un personaje difuminado, en el cual es posible quizás identificar a Cemí. Todo el capítulo —también el resto de la novela, pero posiblemente con densidad menor— se muestra jalonado por el leitmotiv del espejo, un núcleo semántico-simbólico que merece un estudio por sí mismo, y que es un enlace subterráneo entre Paradiso y la primera gran obra publicada de Lezama, «Muerte de Narciso». La poética del detalle y el fragmento, al marcar la entraña misma del estilo en Paradiso, confirma la trascendencia de la novela en el amplio conjunto de la cultura latinoamericana, en la medida en que el sello neobarroco que Lezama, Carpentier y Sarduy aspiran a algo más que a la mera expresión artística, pues el neobarroco ha sido llamado insistentemente una voluntad cultural de contraconquista, en el sentido en que Martí, en los primeros párrafos de «Nuestra América», señalaba las Elegías de varones ilustres de Indias, de Juan de Castellanos, como ejemplo a seguir para los latinoamericanos que, por diversos avatares históricos, se veían aún en el s. XIX —como de hecho en el XX y el XXI— impelidos a reconquistar su propio continente. De aquí el profundo sentido ético de Paradiso, su briosa voluntad de conformar en sus páginas el retrato mismo de lo cubano esencial y, por esa vía, de la entraña misma de la cultura latinoamericana.
El ethos barroco es herramienta válida para reordenar el mundo y lavida hispano-americanos, espacio donde confluyen culturas, poderes eimaginarios; su presencia continuada y sucesivamente transformada enla narrativa hispanoamericana de los últimos cuarenta años, instaurauna nueva subjetividad capaz de inventar y combinar saberes y temporalidades en apariencia irreconciliables, con el objeto de encontrar nuevas formas de pensar la transición de paradigmas: (des)teorizar la realidad constreñida en esquemas excluyentes, y (re)utopizarla en direcciones alternativas que contemplen diferencias culturales.[15]
Paradiso, por estas y otras muchas razones, constituye una apoteosis de la expresión americana, nuestro modo de manifestar lo específico de nuestra cultura, pero también la necesidad de una contraconquista, que recupere la América mestiza ytransculturada para nosotros mismos, amenazados ya no por un dominio colonial, sino por un arrasador mimetismo, una banalización despersonalizadora, impulsos letales disfrazados de globalización cultural. El neobarroco, erigido en formidable instrumento de dominio de nuestras propias esencias, halla en esta novela una densidad inusitada de factores estéticos específicos, de los cuales apenas he podido abocetar aquí algunos de los más relevantes. Habría que realizar un estudio específico de la voluntad lezamiana de captar la tendencia a la forma informe, el monstruo —mitad sirena, mitad ave[16]—, esa entidad cuyo rasgo característico es la desmesura, tan típicamente latinoamericana, que solo puede ser estudiada desde una peliaguda teratología o desde el esplendor de la novela lezamiana, que nos revela el conflicto aparente y la unidad real entre el mundo del afuera[17] y el mundo de nuestra interioridad creadora. Lejos de la aporía foucaultiana, Lezama había conceptualizado en La expresión americana lo que realiza enérgicamente en Paradiso: la comunión del ser con el paisaje, la identificación del latinoamericano con la complejidad, por momentos monstruosa, de su entorno. Monstruoso, en la estética neobarroca, equivale a espectacular, a lo secreta e inesperadamente escénico, a «la admonición oculta de la naturaleza, que deberíamos adivinar» antes de que sea demasiado tarde.[18] En otras palabras, la difícil conjunción de lo prodigioso y lo recóndito, aspectos esenciales de nuestra cultura y que entrañan una paradoja que Fronesis nos descubre: «—Será tan monstruoso —continuó Fronesis—, como ver a San Jorge, el destructor del dragón, del monstruo, convertido en un monstruo también para entrar en el reino de los cielos».[19]
De aquí la insistencia en la metamorfosis, las mutaciones continuas, no ya de los tres personajes centrales, sino también del espacio-tiempo de la narración. Asimismo a una estética neobarroca y a un propósito de contraconquista del ser esencial de Cuba y su América, responde la insistencia de Lezama en encarar lo imprevisible, lo aparentemente ininteligible de los avatares de nuestros procesos culturales: se trata de subrayar la existencia de un orden del desorden en la identidad cultural continental, que solo puede ser desentrañada por la confluencia del bien, la verdad y la belleza, por difícil y trágica que pueda resultar su difícil conjunción y rescate en nuestra cultura. Así el laberinto es la estructura básica de Paradiso, no solo porque es el fundamental trazado arquitectónico de la integración entre orden y desorden, sino también porque, como en el mito griego sobre la enigmática Creta, el juicio y la belleza solo pueden ser alcanzados mediante la clarividencia que nos permita discernir entre los inextricables pasadizos de una cultura transculturada que siempre parece encerrar un amenazante Minotauro de violencia y terror, una confluencia en que se mezclan en el mundo americano, a veces con aspereza, a veces con traicionera destilación, Europa, Asia y África y la América precolombina, con todos sus mitos, sus acarreos de verdades inconclusas y espirales, sus espantos, sus logros, sus crímenes y su impar capacidad de arte. Solo el laberinto puede albergar esa complejidad proteica, inestable e imposible de asir.
Paradiso entonces es nada menos que un texto de confirmación americana y de espejeante autorreconocimiento insular, donde Lezama se sitúa como quien crea un universo y a la vez narra y transfigura su historia misma, persona y artista, individuo y nacionalidad. Martí escribió que solo el amor es quien ve. El substrato fundamental de Paradiso es exactamente eso: una visualización metafórica, establecida sobre un eros ambicioso y lejano, más allá de toda incomprensión o rechazo fariseo. Él sabe que en esta novela interminable y no concluida, abierta para siempre, radican las puertas para cada uno de nosotros frente a la cultura insular y americana. Si nos negamos a cruzar por ellas para enfrentar verdades entrañables y terribles de nuestra propia naturaleza, quedarán cerradas y no habrá, desde luego, otro destino que el desconocimiento de nuestra verdad esencial y la muerte sin regreso de esa difícil y espléndida identidad insular que es el legado insistente y generoso de Lezama.
[1] Omar Calabrese: ob. cit., p. 83.
[2] Cfr. Reynaldo González: ob. cit., p. 105.
[3] Cfr. William Egginton: The Theater of Truth. The Ideology of (Neo)baroque Aesthetics, Stanford University Press, Stanford, California, 2010.
[4] Cfr. Severo Sarduy: «Barroco», en: Obra completa, ed. cit., t. II, pp. 1195-1262.
[5] Stefano Traini: «La era neobarroca, veinte años después», en: Desiderio Navarro, comp. y trad.: Denke. Pensée. Thought. Myśl, Centro Teórico-Cultural Criterios, vol. II, nos. 26-50, mayo 2012-noviembre, 2013, p. 93.
[6] Omar Calabrese: ob. cit., p. 76.
[7] Paradiso, capítulo III.
[8] Michel Foucault: Las palabras y las cosas, Ed. Siglo XXI, México, 1999, p. 296.
[9] Ibíd., p. 298.
[10] Severo Sarduy: «El Barroco y el neobarroco», en: Severo Sarduy: ob. cit., t. II, pp. 1403-1404.
[11] Omar Calabrese: ob. sic., p. 84 y sig.
[12] Roland Barthes: Lo obvio y lo obtuso, Paidós, Barcelona, 2009, p. 166.
[13] Cfr. Paradiso, capítulo XII.
[14] Cfr. ibíd.
[15] Cristo Rafael Figueroa Sánchez: «De los resurgimientos del barroco a las fijaciones del neobarroco literario hispanoamericano. Cartografías narrativas de la segunda mitad del siglo XX», en Poligramas, Bogotá, no. 23, julio, 2006, p. 141.
[16] Paradiso, capítulo XI.
[17] Cfr. las ideas de Michel Foucault en su ensayo «El pensamiento del afuera», en: Pretextos (Valencia, 1989), en que formula una incompatibilidad total entre el ser mismo del lenguaje y el sujeto que lo crea, de modo que aquel solo puede consolidarse a través de la desaparición del sujeto.
[18] Omar Calabrese: ob. cit., p. 106.
[19] Paradiso, capítulo XI.
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