Aún recuerdo cuando, en medio de la que se llamó crisis de los balseros, Cintio Vitier comentó su pena por los que se embarcaban en aquellas travesías y concluyó que, seguramente, lo hacían porque no habían leído a Martí. ¿Cuánto faltaría aún por aprender del Apóstol, y de la poesía toda (esa que, como dijera Roque Dalton, no solo se hace con palabras) para darle nuestro voto definitivo a la Revolución como ruta hacia el bienestar de todos?
Con preocupación he vivido (hemos vivido) estos últimos tiempos en que los reivindicados, educados, cuidados sanitariamente por las instituciones públicas, viran sus cañones contra un proceso que, como ningún otro en la historia patria, trajo igualdad, dignidad y justicia social generalizados, a veces incluso más allá de lo que sus recursos hubieran permitido.
Las manifestaciones en contra de la Revolución que orquestaron quienes sirven a intereses espurios o foráneos son, entre otras cosas, expresión de una fractura cultural donde actúan, como fuerza trituradora: la marginalidad manipulada como cultura popular, la mirada de corto alcance, la desmemoria histórica y también —cómo no— el mercenarismo. Como se ha dicho, hay errores de nuestra parte, siempre reconocidos y puestos a enmendar, pero preguntémonos si es Cuba culpable de padecer el bloqueo feroz que se le impone. ¿Fuimos culpables de vivir el colonialismo, el neocolonialismo, el despojo, la agresividad de un imperio que desde los albores del siglo xix anunció, con la vampiresca doctrina Monroe, sus intenciones hacia nosotros?
Soy un hombre cercano a los 72 años. He vivido cada uno de los días de la Revolución, más nueve años del período previo. A medida que pasa el tiempo, por mera razón cronológica, somos menos los que podemos dar testimonio de primera mano sobre cómo se fueron instrumentando, y convirtiendo en práctica cotidiana, los programas justicieros del proceso revolucionario. Puede que quienes disfrutan todo lo que esos programas construyeron, no como derecho ganado con sus sacrificios —ya eran parte de nuestra vida nacional cuando ellos nacieron— quieran, por incultura, minimizar la grandeza de lo alcanzado. Entonces, solo un trabajo cultural con el sentido de profundidad política que le imprimió Fidel, pudiera hacer que vean en el asalto al cuartel Moncada tanto valor simbólico como el que ven los franceses en la toma de La Bastilla.
La marginalidad es consecuencia de la pobreza sin perspectivas, transmitida de generación en generación, pero no solo material es la pobreza. Cuba, en su batalla contra la miseria y a favor de la igualdad, ha debido reformular muchos procederes, en lo económico, en lo social, en lo cultural. Nada ha sido suficiente, pese a que inmenso es.
He debatido con amigos, patriotas fuera de toda duda, sobre una tesis callejera de que «hay que darle agua a este dominó». Les he propuesto que piensen solo en los radicales cambios de la última década (en lo migratorio, en lo referente al derecho de propiedad, en el acceso a la información, en lo monetario, en lo laboral, entre otros) para preguntarnos después si de verdad ese dominó ha permanecido tan inamovible. Que los resultados no fueran siempre los esperados es la cuota que tendremos que pagar por el riesgo asumido con valentía.
Es imposible desconocer que la marginalidad (como inconsecuencia ante lo histórico) ha ido restructurándose en alas de modelos que a través de diversos medios (incluso algunos propios) nos llegan. El proyecto político de la marginalidad es un eterno presente del utópico bienestar light estrábicamente atribuido al capitalismo donde la historia, es «teque»; la secular miseria inherente a aquel sistema, un constructo teórico y el estado socialista, un obstáculo. Solo alcanzan a proponer un caos de desarticulación anárquica que nos remontaría a un estatus de violencia y depredación. Su único programa es la vuelta al capitalismo, no importa en qué condiciones deba enfrentarlo la mayoría.
No tengo dudas de que los revolucionarios no nos dejaremos arrebatar la Revolución, pero la cultura debe ser repensada y recolocada en un espacio de privilegio. Y no hablo solo de la cultura artística y literaria, ni de lo que se cocina en nuestros cenáculos. Los medios de difusión masiva y las acciones de los sectores cultural, educacional y comunitario deben alinearse con mayor coherencia, responder a un mismo patrón; pues, aunque parezca que así es, existen dañinas tangencialidades, a veces sutiles, a veces más visibles, que desvirtúan y reorientan por mal camino los mensajes.
Como bien dijera hace ya 61 años el poeta Rolando Escardó: «lo que importa es la Revolución; lo demás son mis argumentos». Tiene la palabra el camarada verso. Y también el camarada pueblo. Reconciliemos, en el dulce y combativo espacio de la cultura, nuestro deseo común de una Patria soberana y próspera.
Tomado de La Jiribilla
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