Sobre el autor
Nicolás Federico Henríquez Ureña (Santo Domingo, 29 de junio de 1884 – Buenos Aires, 11 de mayo de 1946), más conocido como Pedro Henríquez Ureña, fue un célebre filólogo, crítico y escritor dominicano, considerado paradigma de intelectual consagrado al estudio de las letras hispanoamericanas.
Su hogar fue centro de gran actividad cultural, en él se reunían grandes figuras políticas e intelectuales como José Martí y Eugenio María de Hostos, por lo que no es de extrañar que Pedro Henríquez Ureña se convirtiera desde muy temprana edad en un humanista entusiasta, asiduo asistente a centros de reuniones y lecturas donde desarrolló el gusto por los clásicos y modernos, por el teatro español, la novela francesa y el teatro de Ibsen que le descubrió un mundo nuevo: la literatura moderna.
Erudito de tipo moderno, preocupado por la corrección y la pureza del lenguaje, y enamorado de los clásicos griegos, latinos y castellanos, Pedro Henríquez Ureña escribió pocas obras de imaginación; entre sus piezas literarias figuran el cuento «La Sombra», el poema dramático «El nacimiento de Dionisos» y algunas poesías más, dentro del tono y ambiente del modernismo. Su limpieza literaria corrió parejas con su limpieza espiritual: por caminos opuestos a los de su hermano Max Henríquez Ureña, se alejó en cuanto pudo del dictador Trujillo.
Ensayista de verdadera altura, fue un apasionado por la sencillez del lenguaje que procuró limpiar de barroquismos hasta llegar en ocasiones a la sequedad. Son fundamentales sus estudios titulados Ensayos críticos (1905); Horas de estudio (1910); Mi España (1912); La versificación irregular en la poesía castellana (1920); Seis ensayos en busca de nuestra expresión (1928); La cultura y las letras coloniales en Santo Domingo (1936); El español en Santo Domingo (1940); Plenitud de España (1940); Corrientes literarias en la América hispana (1941); y su obra póstuma Historia de la cultura en la América Hispánica (1947).
Como homenaje a este humanista fecundo en el aniversario de su natalicio, compartimos un fragmento de sus Seis ensayos en busca de nuestra expresión, publicado en 1928 en ese afán por alcanzar la propia voz como signo y cauce de una sentida apelación creadora en el uso de la lengua y el cultivo de las letras.
Fragmentos de su obra
Seis ensayos en busca de nuestra expresión
El descontento y la promesa
«Haré grandes cosas: lo que son no lo sé». Las palabras del rey loco son el mote que inscribimos, desde hace cien años, en nuestras banderas de revolución espiritual.
¿Venceremos el descontento que provoca tantas rebeliones sucesivas? ¿Cumpliremos la ambiciosa promesa?
Apenas salimos de la espesa nube colonial al sol quemante de la independencia, sacudimos el espíritu de timidez y declaramos señorío sobre el futuro. Mundo virgen, libertad recién nacida, repúblicas en fermento, ardorosamente consagradas a la inmortal utopía: aquí habían de crearse nuevas artes, poesía nueva. Nuestras tierras, nuestra vida libre, pedían su expresión.
La independencia literaria
En 1823, antes de las jornadas de Junín y Ayacucho, inconclusa todavía la independencia política, Andrés Bello proclamaba la independencia espiritual: la primera de sus Silvas americanas es una alocución a la poesía, «maestra de los pueblos y los reyes», para que abandone a Europa —luz y miseria— y busque en esta orilla del Atlántico el aire salubre de que gusta su nativa rustiquez. La forma es clásica; la intención es revolucionaria. Con la Alocución, simbólicamente, iba a encabezar Juan María Gutiérrez nuestra primera grande antología, la América poética, de 1846. La segunda de las Silvas de Bello, tres años posterior, al cantar la agricultura de la zona tórrida, mientras escuda tras las pacíficas sombras imperiales de Horacio y de Virgilio el «retorno a la naturaleza», arma de los revolucionarios del siglo XVIII, esboza todo el programa «siglo XIX» del engrandecimiento material, con la cultura como ejercicio y corona. Y no es aquel patriarca, creador de la civilización, el único que se enciende en espíritu de iniciación y profecía: la hoguera anunciadora salta, como la de Agamenón, de cumbre en cumbre, y arde en el campo de victoria de Olmedo, en los gritos insurrectos de Heredia, en las novelas y las campañas humanitarias y democráticas de Fernández de Lizardi, hasta en los cielitos y en los diálogos gauchescos de Bartolomé Hidalgo.
A los pocos años surge otra nueva generación, olvidadiza y descontenta. En Europa, oíamos decir, o en persona lo veíamos, el romanticismo despertaba las voces de los pueblos. Nos parecieron absurdos nuestros padres al cantar en odas clásicas la romántica aventura de nuestra independencia. El romanticismo nos abriría el camino de la verdad, nos enseñaría a completarnos. Así lo pensaba Esteban Echeverría, escaso artista, salvo en uno que otro paisaje de líneas rectas y masas escuetas, pero claro teorizante. «El espíritu del siglo —decía— lleva hoy a las naciones a emanciparse, a gozar de independencia, no solo política, sino filosófica y literaria». Y entre los jóvenes a quienes arrastró consigo, en aquella generación argentina que fue voz continental, se hablaba siempre de «ciudadanía en arte como en política» y de «literatura que llevara los colores nacionales».
Nuestra literatura absorbió ávidamente agua de todos los ríos nativos: la naturaleza; la vida del campo, sedentaria o nómade; la tradición indígena; los recuerdos de la época colonial; las hazañas de los libertadores; la agitación política del momento… La inundación romántica duró mucho, demasiado; como bajo pretexto de inspiración y espontaneidad protegió la pereza, ahogó muchos gérmenes que esperaba nutrir… Cuando las aguas comenzaron a bajar, no a los cuarenta días bíblicos, sino a los cuarenta años, dejaron tras sí tremendos herbazales, raros arbustos y dos copudos árboles, resistentes como ombúes: el Facundo y el Martín Fierro.
El descontento provoca al fin la insurrección necesaria: la generación que escandalizó al vulgo bajo el modesto nombre de modernista se alza contra la pereza romántica y se impone severas y delicadas disciplinas. Toma sus ejemplos en Europa, pero piensa en América. «Es como una familia —decía uno de ella, el fascinador, el deslumbrante Martí—. Principió por el rebusco imitado y está en la elegancia suelta y concisa y en la expresión artística y sincera, breve y tallada, del sentimiento personal y del juicio criollo y directo». ¡El juicio criollo! O bien: «A esa literatura se ha de ir: a la que ensancha y revela, a la que saca de la corteza ensangrentada el almendro sano y jugoso, a la que robustece y levanta el corazón de América». Rubén Darío, si en las palabras liminares de Prosas profanas detestaba «la vida y el tiempo en que le tocó nacer», paralelamente fundaba la Revista de América, cuyo nombre es programa, y con el tiempo se convertía en el autor del yambo contra Roosevelt, del Canto a la Argentina y del Viaje a Nicaragua. Y Rodó, el comentador entusiasta de Prosas profanas es quien luego declara, estudiando a Montalvo, que «solo han sido grandes en América aquellos que han desenvuelto por la palabra o por la acción un sentimiento americano».
Ahora, treinta años después, hay de nuevo en la América española juventudes inquietas, que se irritan contra sus mayores y ofrecen trabajar seriamente en busca de nuestra expresión genuina.
Tradición y rebelión
Los inquietos de ahora se quejan de que los antepasados hayan vivido atentos a Europa, nutriéndose de imitación, sin ojos para el mundo que los rodeaba: olvidan que en cada generación se renuevan, desde hace cien años, el descontento y la promesa. Existieron, sí, existen todavía, los europeizantes, los que llegan a abandonar el español para escribir en francés, o, por lo menos, escribiendo en nuestro propio idioma ajustan a moldes franceses su estilo y hasta piden a Francia sus ideas y sus asuntos. O los hispanizantes, enfermos de locura gramatical, hipnotizados por toda cosa de España que no haya sido trasplantada a estos suelos.
Pero atrevámonos a dudar de todo. ¿Estos crímenes son realmente insólitos e imperdonables? ¿El criollismo cerrado, el afán nacionalista, el multiforme delirio en que coinciden hombres y mujeres hasta de bandos enemigos, es la única salud? Nuestra preocupación es de especie nueva. Rara vez la conocieron, por ejemplo, los romanos: para ellos, las artes, las letras, la filosofía de los griegos eran la norma; a la norma sacrificaron, sin temblor ni queja, cualquier tradición nativa. El carmen saturnium, su «versada criolla», tuvo que ceder el puesto al verso de pies cuantitativos; los brotes autóctonos de diversión teatral quedaban aplastados bajo las ruedas del carro que traía de casa ajena la carga de argumentos y formas; hasta la leyenda nacional se retocaba, en la epopeya aristocrática, para enlazarla con Ilión; y si pocos escritores se atrevían a cambiar de idioma (a pesar del ejemplo imperial de Marco Aurelio, cuya prosa griega no es mejor que la francesa de nuestros amigos de hoy), el viaje a Atenas, a la desmedrada Atenas de los tiempos de Augusto, tuvo el carácter ritual de nuestros viajes a París, y el acontecimiento se celebraba, como ahora con el obligado banquete, con odas de despedida como la de Horacio a la nave en que se embarcó Virgilio. El alma romana halló expresión en la literatura, pero bajo preceptos extraños, bajo la imitación erigida en método de aprendizaje.
Ni tampoco la Edad Media vio con vergüenza las imitaciones. Al contrario: todos los pueblos, a pesar de sus características imborrables, aspiraban a aprender y aplicar las normas que daba la Francia del norte para la canción de gesta, las leyes del trovar que dictaba Provenza para la poesía lírica; y unos cuantos temas iban y venían de reino en reino, de gente en gente: proezas carolingias, historias célticas de amor y de encantamiento, fantásticas tergiversaciones de la guerra de Troya y las conquistas de Alejandro, cuentos del zorro, danzas macabras, misterios de Navidad y de Pasión, farsas de Carnaval… Aun el idioma se acogía, temporal y parcialmente, con la moda literaria: el
provenzal, en todo el Mediterráneo latino; el francés, en Italia, con el cantar épico; el gallego, en Castilla, con el cantar lírico. Se peleaba, sí, en favor del idioma propio, pero contra el latín moribundo, atrincherado en la universidad y en la iglesia, sin sangre de vida real, sin el prestigio de las Cortes o de las fiestas populares. Como excepción, la Inglaterra del siglo XIV echa abajo el frondoso árbol francés plantado allí por el conquistador del XI.
¿Y el Renacimiento? El esfuerzo renaciente se consagra a buscar, no la expresión característica, nacional ni regional, sino la expresión del arquetipo, la norma universal y perfecta. En descubrirla y definirla concentran sus empeños Italia y Francia, apoyándose en el estudio de Grecia y Roma, arca de todos los secretos. Francia llevó a su desarrollo máximo este imperialismo de los paradigmas espirituales.
Así, Inglaterra y España poseyeron sistemas propios de arte dramático, el de Shakespeare, el de Lope (improvisador genial, pero débil de conciencia artística, hasta pedir excusas por escribir a gusto de sus compatriotas); pero en el siglo XVIII iban plegándose a las imposiciones de París: la expresión del espíritu nacional solo podía alcanzarse a través de fórmulas internacionales.
Sobrevino al fin la rebelión que asaltó y echó a tierra el imperio clásico, culminando en batalla de las naciones, que se peleó en todos los frentes, desde Rusia hasta Noruega y desde Irlanda hasta Cataluña. El problema de la expresión genuina de cada pueblo está en la esencia de la revolución romántica, junto con la negación de los fundamentos de toda doctrina retórica, de toda fe en «las reglas del arte» como clave de la creación estética. Y, de generación en generación, cada pueblo afila y aguza sus teorías nacionalistas, justamente en la medida en que la ciencia y la máquina multiplican las uniformidades del mundo. A cada concesión práctica va unida una rebelión ideal.
El problema del idioma
Nuestra inquietud se explica. Contagiados, espoleados, padecemos aquí en América urgencia romántica de expresión. Nos sobrecogen temores súbitos: queremos decir nuestra palabra antes de que nos sepulte no sabemos qué inminente diluvio.
En todas las artes se plantea el problema. Pero en literatura es doblemente complejo. El músico podría, en rigor sumo, si cree encontrar en eso la garantía de originalidad, renunciar al lenguaje tonal de Europa: al hijo de pueblos donde subsiste el indio —como en el Perú y Bolivia— se le ofrece el arcaico pero inmarcesible sistema nativo, que ya desde su escala pentatónica se aparta del europeo. Y el hombre de países donde prevalece el espíritu criollo es dueño de preciosos materiales, aunque no estrictamente autóctonos: música traída de Europa o de África, pero impregnada del sabor de las nuevas tierras y de la nueva vida, que se filtra en el ritmo y el dibujo melódico.
Y en artes plásticas cabe renunciar a Europa, como en el sistema mexicano de Adolfo Best, construido sobre los siete elementos lineales del dibujo azteca, con franca aceptación de sus limitaciones. O cuando menos, si sentimos excesiva tanta renuncia, hay sugestiones de muy varia especie en la obra del indígena, en la del criollo de tiempos coloniales que hizo suya la técnica europea (así, con esplendor de dominio, en la arquitectura), en la popular de nuestros días, hasta en la piedra y la madera y la fibra y el tinte que dan las tierras natales.
De todos modos, en música y en artes plásticas es clara la partición de caminos: o el europeo, o el indígena, o en todo caso el camino criollo, indeciso todavía y trabajoso. El indígena representa quizás empobrecimiento y limitación, y para muchos, a cuyas ciudades nunca llega el antiguo señor del terruño, resulta camino exótico: paradoja típicamente nuestra.
Pero, extraños o familiares, lejanos o cercanos, el lenguaje tonal y el lenguaje plástico de abolengo indígena son inteligibles.
En literatura, el problema es complejo, es doble: el poeta, el escritor, se expresan en idioma recibido de España. Al hombre de Cataluña o de Galicia le basta escribir su lengua vernácula para realizar la ilusión de sentirse distinto del castellano. Para nosotros esta ilusión es fruto vedado o inaccesible. ¿Volver a las lenguas indígenas? El hombre de letras, generalmente, las ignora, y la dura tarea de estudiarlas y escribir en ellas lo llevaría a la consecuencia final de ser entendido entre muy pocos, a la reducción inmediata de su público.
Hubo, después de la conquista, y aún se componen, versos y prosas en lengua indígena, porque todavía existen enormes y difusas poblaciones aborígenes que hablan cien —si no más— idiomas nativos; pero raras veces se anima esa literatura con propósitos lúcidos de persistencia y oposición. ¿Crear idiomas propios, hijos y sucesores del castellano? Existió hasta años atrás —grave temor de unos y esperanza loca de otros— la idea de que íbamos embarcados en la aleatoria tentativa de crear idiomas criollos. La nube se ha disipado bajo la presión unificadora de las relaciones constantes entre los pueblos hispánicos. La tentativa, suponiéndola posible, habría demandado siglos de cavar foso tras foso entre el idioma de Castilla y los germinantes en América, resignándonos con heroísmo franciscano a una rastrera, empobrecida expresión dialectal mientras no apareciera el Dante creador de alas y de garras. Observemos, de paso, que el habla gauchesca del Río de la Plata, substancia principal de aquella disipada nube, no lleva en sí diversidad suficiente para erigirla siquiera en dialecto como el de León o el de Aragón: su leve matiz la aleja demasiado poco de Castilla, y el Martín Fierro y el Fausto no son ramas que disten del tronco lingüístico más que las coplas murcianas o andaluzas.
No hemos renunciado a escribir en español, y nuestro problema de la expresión original y propia comienza ahí. Cada idioma es una cristalización de modos de pensar y de sentir, y cuanto en él se escribe se baña en el color de su cristal. Nuestra expresión necesitará doble vigor para imponer su tonalidad sobre el rojo y el gualda.
Las fórmulas del americanismo
Examinemos las principales soluciones propuestas y ensayadas para el problema de nuestra expresión en literatura. Y no se me tache prematuramente de optimista cándido porque vaya dándoles aprobación provisional a todas: al final se verá el porqué.
Ante todo, la naturaleza. La literatura descriptiva habrá de ser, pensamos durante largo tiempo, la voz del Nuevo Mundo. Ahora no goza de favor la idea: hemos abusado en la aplicación; hay en nuestra poesía romántica tantos paisajes como en nuestra pintura impresionista. La tarea de describir, que nació del entusiasmo, degeneró en hábito mecánico. Pero ella ha educado nuestros ojos: del cuadro convencional de los primeros escritores coloniales, en quienes solo de raro en raro asomaba la faz genuina de la tierra, como en las serranías peruanas del Inca Garcilaso, pasamos poco a poco, y finalmente llegamos, con ayuda de Alexander von Humboldt y de Chateaubriand, a la directa visión de la naturaleza. De mucha olvidada literatura del siglo XIX sería justicia y deleite arrancar una vivaz colección de paisajes y miniaturas de fauna y flora. Basta detenernos a recordar para comprender, tal vez con sorpresa, cómo hemos conquistado, trecho a trecho, los elementos pictóricos de nuestra pareja de continentes y hasta el aroma espiritual que se exhala de ellos: la colosal montaña; las vastas altiplanicies de aire fino y luz tranquila donde todo perfil se recorta agudamente; las tierras cálidas del trópico, con sus marañas de selvas, su mar que asorda y su luz que emborracha; la pampa profunda; el desierto «inexorable y hosco». Nuestra atención al paisaje engendra preferencias que hallan palabras vehementes: tenemos partidarios de la llanura y partidarios de la montaña.
Y mientras aquellos, acostumbrados a que los ojos no tropiecen con otro límite que el horizonte, se sienten oprimidos por la vecindad de las alturas, como Miguel Cané en Venezuela y Colombia, los otros se quejan del paisaje «demasiado llano», como el personaje de la Xaimaca de Güiraldes, o bien, con voluntad de amarlo, vencen la inicial impresión de monotonía y desamparo y cuentan cómo, después de largo rato de recorrer la pampa, ya no la vemos: vemos otra pampa que se nos ha hecho en el espíritu (Gabriela Mistral).
O acerquémonos al espectáculo de la zona tórrida: para el nativo es rico en luz, calor y color, pero lánguido y lleno de molicie; todo se le deslíe en largas contemplaciones, en plásticas sabrosas, en danzas lentas,
y en las ardientes noches del estío
la bandola y el canto prolongado
que une su estrofa al murmurar del río...
Pero el hombre de climas templados ve el trópico bajo deslumbramiento agobiador: así lo vio Mármol en el Brasil, en aquellos versos célebres, mitad ripio, mitad hallazgo de cosa vivida; así lo vio Sarmiento en aquel breve y total apunte de Río de Janeiro:
Los insectos son carbunclos o rubíes, las mariposas plumillas de oro flotantes, pintadas las aves, que engalanan penachos y decoraciones fantásticas, verde esmeralda la vegetación, embalsamadas y púrpuras las flores, tangible la luz del cielo, azul cobalto el aire, doradas a fuego las nubes, roja la tierra y las arenas entremezcladas de diamantes y de topacios.
A la naturaleza sumamos el primitivo habitante. ¡Ir hacia el indio! Programa que nace y renace en cada generación, bajo muchedumbre de formas en todas las artes. En literatura, nuestra interpretación del indígena ha sido irregular y caprichosa. Poco hemos agregado a aquella fuerte visión de los conquistadores como Hernán Cortés, Ercilla, Cieza de León, y de los misioneros como fray Bartolomé de las Casas. Ellos acertaron a definir dos tipos ejemplares, que Europa acogió e incorporó a su repertorio de figuras humanas: el «indio hábil y discreto», educado en complejas y exquisitas civilizaciones propias, singularmente dotado para las artes y las industrias, y el «salvaje virtuoso», que carece de civilización mecánica, pero vive en orden, justicia y bondad, personaje que tanto sirvió a los pensadores europeos para crear la imagen del hipotético hombre del «estado de naturaleza» anterior al contrato social. En nuestros cien años de independencia, la romántica pereza nos ha impedido dedicar mucha atención a aquellos magníficos imperios cuya interpretación literaria exigiría previos estudios arqueológicos; la falta de simpatía humana nos ha estorbado para acercarnos al superviviente de hoy, antes de los años últimos, excepto en casos como el memorable de los Indios ranqueles; y al fin, aparte del libro impar y delicioso de Mansilla, las mejores obras de asunto indígena se han escrito en países como Santo Domingo y el Uruguay, donde el aborigen de raza pura persiste apenas en rincones lejanos y se ha diluido en recuerdo sentimental. «El espíritu de los hombres flota sobre la tierra en que vivieron, y se le respira», decía Martí.
Tras el indio, el criollo. El movimiento criollista ha existido en toda la América española con intermitencias, y ha aspirado a recoger las manifestaciones de la vida popular, urbana y campestre, con natural preferencia por el campo. Sus límites son vagos: en la pampa argentina, el criollo se oponía al indio, enemigo tradicional, mientras en México, en la América
Central, en toda la región de los Andes y su vertiente del Pacífico, no siempre existe frontera perceptible entre las costumbres de carácter criollo y las de carácter indígena. Así mezcladas las reflejan en la literatura mexicana los romances de Guillermo Prieto y el Periquillo de Lizardi, despertar de la novela en nuestra América, a la vez que despedida de la picaresca española. No hay país donde la existencia criolla no inspire cuadros de color peculiar. Entre todas, la literatura argentina, tanto en el idioma culto como en el campesino, ha sabido apoderarse de la vida del gaucho en visión honda como la pampa. Facundo Quiroga, Martín Fierro, Santos Vega, son figuras definitivamente plantadas dentro del horizonte ideal de nuestros pueblos. Y no creo en la realidad de la querella de Fierro contra Quiroga. Sarmiento, como civilizador, urgido de acción, atenaceado por la prisa, escogió para el futuro de su patria el atajo europeo y norteamericano en vez del sendero criollo, informe todavía, largo, lento, interminable tal vez, o desembocado en callejón sin salida; pero nadie sintió mejor que él los soberbios ímpetus, la acre originalidad de la barbarie que aspiraba a destruir. En tales oposiciones y en tales decisiones está el Sarmiento aquilino: la mano inflexible escoge; el espíritu amplio se abre a todos los vientos. ¿Quién comprendió mejor que él a España, la España cuyas malas herencias quiso arrojar al fuego, la que visitó «con el santo propósito de levantarle el proceso verbal», pero que a ratos le hacía agitarse en ráfagas de simpatía? ¿Quién anotó mejor que él las limitaciones de los Estados Unidos, de esos Estados Unidos cuya perseverancia constructora exaltó a modelo ejemplar?
Existe otro americanismo, que evita al indígena, y evita el criollismo pintoresco, y evita el puente intermedio de la era colonial, lugar de cita para muchos antes y después de Ricardo Palma: su precepto único es ceñirse siempre al Nuevo Mundo en los temas, así en la poesía como en la novela y el drama, así en la crítica como en la historia. Y para mí, dentro de esa fórmula sencilla como dentro de las anteriores, hemos alcanzado, en momentos felices, la expresión vívida que perseguimos. En momentos felices, recordémoslo.
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