Fragmentos del Prólogo a su Teatro completo
No creo que el autor teatral pueda disponerse a comentar lo que él considera su teatro, sin «hacer un poco de teatro» y ocultando lo mucho o lo poco de teatral que tenga su persona. Confieso que soy altamente teatral. Si no hubiera sido por la maldita imaginación que ha hecho de mí nada más que un escritor, a estas horas el mundo estaría asombrado con mis golpes de efecto. Por ejemplo, la literatura me ha impedido hacer en la vida dos o tres «salidas teatrales», de gran aparato, con las cuales habría gozado de lo lindo. La triste, limitada y caricaturesca literatura me jugó la mala pasada de encerrarme en su cárcel, dejándome paralizado para la comisión de esos actos en donde uno es el eje, el punto de mira; para esos actos en que la multitud lo mismo puede aclamarnos que lapidarnos. Siempre pensé asombrar al mundo con una salida teatral. Envidio al hombre que salió desnudo por la calle, envidio a ese otro que asombró a La Habana con sus bigotes de gato, envidio al que se hizo el muerto para burlar al sacerdote, y por supuesto, a Fidel Castro entrando en La Habana. Es la eterna historia de los literatos… El marqués de Sade, —un libertino de poca monta— se vio reducido al triste papel de escribiente de su propia sexualidad. Si excluimos dos o tres desarreglos bien inocentes, el pobre marqués no hizo otra cosa que escribir y volver a escribir sobre la vida sexual del hombre. Y este es el precio que se paga. Por otra parte, ha sido necesario tener, personalmente, una vida blanca para dar color y dramatismo a los personajes creados. Maldigo mil veces mi timidez, o lo que sea, que me impidió salir por las calles remedando a un jefe griego, vestido con una sábana y llevando una palangana en la cabeza a modo de casco. Todo lo más que pude hacer fue sublimarlo —¡qué palabra inútil! — en Agamenón Garrigó, personaje de mi tragedia Electra. Dirán que, transpuesto de ese modo, mi acto queda para la eternidad —¡qué palabra dudosa! —.
¿Qué maldita limitación me impidió salir, real efectivamente, vestido con una sábana? Entonces, ¿hay dos clases de teatralidad? ¿Una en la vida y otra en las letras? Dirán que aquel que la realiza en acto no puede realizarla en palabra. Pero, ¿qué le importa? En el peor de los casos siempre será el héroe de sus hazañas, en tanto que el escritor nunca es el héroe de sus héroes. Sus personajes lo han superado.
Pero con todo, y a pesar de todo, soy teatral. Es por ello que no he podido resistir al título de efecto «Piñera teatral» y, lo que es de mayor importancia, hablar de mi teatro (perdón, de mi casi teatro, ya volveremos sobre esto) un poco a lo clown. Nada como mostrar a tiempo la parte clownesca para que la parte seria quede bien a la vista. Además, no puedo negarme (es decir, a tono con mi sentido teatral de la vida), a exhibir el clown que llevo dentro. Ya se ve en mi obra: soy ese que hace más seria la seriedad a través del humor, del absurdo y de lo grotesco.
En tal pivote descansa mi obra teatral. Y tanto es así, que ya en 1948 —fecha del estreno de Electra Garrigó— escribí en las notas al programa: «Los personajes de mi tragedia oscilan perpetuamente entre un lenguaje altisonante y un humorismo y banalidad que, entre otras razones, se ha utilizado para equilibrar y limitar tanto lo doloroso como lo placentero, según ese saludable principio de que no existe nada verdaderamente doloroso o absolutamente placentero.»
Cuando fui atacado por el «bacilo griego» (este bacilo griego continúa desempeñando su función de violín obligato en la gran orquesta de la dramaturgia occidental: Hofmannsthal, O’Neill, Racine, Shakespeare y tutti quanti), es decir, cuando me sentí tentado por los héroes de la tragedia griega, me pareció que todo resultaría soporífero si me limitaba a presentarlos en escena más o menos enmascarados con el ropaje y los pensamientos de nuestra época. No por ello dejarían de seguir siendo irremediablemente trágicos a la griega. Para mí no tenía sentido alguno repetir de cabo a rabo a Sófocles o a Eurípides. Y digo de cabo a rabo pues el autor moderno, aunque no lo quiera, si echa mano a los trágicos griegos, tendrá irremediablemente que repetirlos en cierta medida. Bueno, me dije, Electra, Agamenón, Clitemnestra, tendrán que seguir siendo ellos mismos. Va para dos mil años que fueron creados por unos autores que conocían muy bien a su pueblo. Pero también me dije: a propósito del pueblo, es decir, de mi pueblo, ¿no sería posible cubanizarlos? Pero, ¿cubanizarlos en lo externo, esto es, en el traje, en los símbolos, en el lenguaje? Tal aporte no sería negativo; sin embargo, no resolvería la legitimidad y la justificación de mi tragedia. Para que Electra no cayera en la repetición absoluta, para que el público no se durmiese, tenía que encontrar el elemento, el imponderable que, como se dice en argot de teatro «sacara al espectador de su luneta». ¿Y cuál es dicho imponderable? Aquí tocamos con aquello de cómo es el cubano. A mi entender un cubano se define por la sistemática ruptura con la seriedad entre comillas. Como cualquier mortal, el cubano tiene sentido de lo trágico. Lo ha demostrado precisamente con la insurrección que acaba de cumplir, con esta Revolución que no es juego de niños. Pero al mismo tiempo, este cubano no admite, rechaza, vomita cualquier imposición de la solemnidad. Aquello que nos diferencia del resto de los pueblos de América es precisamente el saber que nada es verdaderamente doloroso o absolutamente placentero. Se dice que el cubano bromea, hace chistes con lo más sagrado. A primera vista tal contingencia acusaría superficialidad en el carácter de nuestro pueblo. Mañana podrá cambiar ese carácter, pero creo firmemente que dicha condición es, en el momento presente, eso que el griego Sócrates definía en el «conócete a ti mismo», es decir, saber cómo eres. Nosotros somos trágicos y cómicos a la vez. Por otra parte, puede muy bien ocurrir que esta Revolución cambie ese carácter. Porque, en definitiva, y en gran medida, ese chiste, esa broma perpetua no es otra cosa que evasión ante una realidad, ante una circunstancia que no se puede afrontar. Frente a una frustración, que se venía dando en nuestro pueblo como a perpetuidad, había dos modos de reaccionar: por lo trágico o por lo cómico. Por ejemplo, un alemán frustrado se pasaría toda la vida lamentándose y diciéndose desdichado; en cambio, el cubano, frente a esa misma frustración —¡y qué frustración: hemos sido uno de los pueblos más frustrados del mundo! — elegía el chiste como método evasivo. Y he ahí nuestra asombrosa vitalidad; gracias a ella hemos sobrevivido, y a diferencia de los alemanes, no hemos parado en el fatídico nazismo. Entre nosotros un Hitler, con sus teatralerías y su wagnerismo, sería desinflado al minuto. Por más de cincuenta años nos hemos defendido con el chiste. Si no podíamos enfrentarnos con los expoliadores del patrimonio nacional, al menos los ridiculizábamos. Por ejemplo, ¿qué hizo el pueblo cuando el gobierno de Grau construyó la fuente luminosa en la Avenida de Rancho Boyeros? Pues sencillamente ridiculizó a Grau bautizando dicha fuente con la frase feliz de «el bidet de Paulina». Esta frase y otras mil eran algo más que un chiste, eran, digo, la resistencia de un pueblo frente a sus expoliadores. Esta resistencia impidió que, como decían los propios batistianos, este pueblo estuviera definitivamente podrido; esta resistencia hizo posible que Fidel Castro encontrara intacto a su pueblo para la gran empresa de la Revolución.
Pero esta hazaña se cumplió en el cincuenta y nueve. En cambio, yo escribí Electra en 1941. En dicho año estábamos bien metidos en la frustración; nada anunciaba la gesta revolucionaria. En ese año Fidel tenía quince, Batista era presidente, y la malversación, material y moral, daba su Re sobreagudo. Se ha dicho, y con justa razón, que mi teatro lo es de evasión. Como todos los cubanos, yo evadía la realidad, y no tanto la evadía como le hacía resistencia a través del elemento cómico apuntado. Precisamente en ese elemento me detuve para escribir Electra. Si algo positivo tiene esta obra es el haber captado el carácter del cubano. ¿Qué se plantea, en fin de cuentas, en Electra? Pues la educación sentimental que nuestros padres nos han dado. Como yo no escapaba a esta ley general, como sentía en carne propia esa limitación terrible que nos imponía un respeto a ciegas, me pareció que tocar ese tema sería una saludable lección. ¿Que por qué lo hice a través del mito griego? Aquí hace falta decir la verdad; y la verdad es que, a semejanza de todos los escritores de mi generación, tenía un gusto marcado por los modelos extranjeros. Lo que pudo haber sido cubano de uno al otro extremo, lo falseé con unos griegos exhumados porque sí. Pero en esa época yo no podía hacer otra cosa; la literatura me dominaba, lo libresco me encantaba y el nivel me fascinaba… Pero al menos no pequé en toda la línea, porque, después de todo lo malo que pueda decirse de Electra, también podrá decirse que no es aburrida. No lo digo yo, sino la reacción del público en 1948 y la del público de 1958 y del sesenta. Como se dice, la gente sale encantada. Creo en buena medida que este encantamiento es posible por esa alternancia de lo trágico y lo cómico, porque el cubano se reconoce en las chulerías de Egisto Don, en la sensualidad de Clitemnestra, y en la ironía del Pedagogo. Por ejemplo, cuando el público escucha los temores de Clitemnestra por la seguridad de su hijo Orestes, parecería que ella mantendrá el tono altisonante. Dice: «Pero mi cariño me hace ver los cuadros más sombríos: Orestes expuesto al viento, Orestes a merced de las olas, Orestes azotado por un ciclón». Y de pronto, como para desinflar la tirada dramática, la frase cómica, que alivia la tensión, y desternilla al público: «Orestes picado por los mosquitos…»
Pondré otro ejemplo. Electra ha empujado al crimen a Clitemnestra. Egisto, el amante, acaba de asesinar a Agamenón. Clitemnestra, espantada se da cuenta que su propia muerte no ha de tardar. Esa muerte forma parte de la conjura de Electra, es decir, librar a Orestes de la tiranía sentimental de su madre. Hay un momento en la pieza en que Clitemnestra está sola en escena. Se le ve el cuello protegido con un adorno de plata maciza. Teme ser estrangulada como lo fue su marido. Este insoportable pensamiento se ha convertido en una idea fija, y no pierde ocasión para hablar consigo misma, en voz alta, de sus tristes presentimientos. Dice: «Electra me tiene desesperada, no puedo disfrutar mi crimen tranquilamente. Me mira, y con esos bovinos ojos que tiene, me dice: “No te cargo de remordimientos, pero morirás como el muerto que produjiste”. He ahí el motivo de esta pieza de plata». Es decir, Clitemnestra se siente acorralada, lo cual no impedirá que rompa la tensión dramática, añadiendo: «Sin embargo, no me cae mal, y me hace el cuello más flexible».
En la tragedia griega los personajes creen en los dioses. Sin ellos no hay tragedia. Así como no podían vivir sin respirar, los griegos no podían pasarse sin los dioses. Todo depende de la divinidad. En cambio, esta Electra (¿cubana?) prescinde de ellos. En esa aria di bravura (lo digo burlonamente) que es el monólogo del acto II, Electra dice: «¿Dónde, estáis, vosotros, los no-dioses? ¿Dónde, estáis, repito, redondas negaciones de toda divinidad, de toda mitología, de toda reverencia muerta para siempre? Electra os conmina, no-dioses, que nunca naceréis para no haceros tampoco nunca divinos». He aquí la diferencia: Electra no depende de los dioses; por el contrario, depende sólo de sí misma. Ahora yo pregunto, en esos años ominosos que hemos atravesado desde la fundación de la República, ¿qué otra cosa hemos podido hacer sino depender más que de nosotros mismos? ¿Y por qué dependíamos de nosotros? Pues por sucesivas eliminaciones de los hombres públicos que pudieron dar un sentido a nuestra vida. Si el griego podía basarlo todo en la divinidad se debe al hecho de que no fue traicionado por sus prohombres. En cambio, ¿podíamos nosotros tener dioses cuando empezábamos por no tener hombres probos? No soy filósofo, pero con todo no rehúyo la meditación, y las que yo hacía eran, en verdad, bien amargas. En la época en que escribí Electra, meditaba a diario en esto: en medio de tanta confusión, ¿con quién contar? Y la respuesta era la reducción al absurdo: conmigo mismo, y digo reducción al absurdo pues el ser humano que solo cuenta consigo está atado de pies y manos. No cabe duda de que si al nuevo escritor surgido de esta Revolución se le ocurriera revivir una vez más la tragedia de Sófocles, lo haría muy diferentemente a como yo lo hice. Como que partiría de una afirmación, en tanto que yo partí, tuve que partir, de una negación. Uno no es otra cosa que el testigo de su época, y la mía, representaba la frustración del ser en toda la línea. Y sin embargo… Electra no es derrotista. Cuando el Pedagogo sale a escena, sostiene el siguiente diálogo con Electra:
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Pedagogo: ¿Declamas?
Electra: Declamo.
Pedagogo: Sigues la tradición, y eso no me gusta.
Electra declama al modo de nuestros políticos, que se pasaban la vida diciendo discursos de vacía retórica, método infalible para adormecer al pueblo. Pues el Pedagogo prosigue: «¿No te he dicho que hay que hacer la revolución?». Electra: «Ya clamaré». Si Electra fuera derrotista, tanto Agamenón como Clitemnestra proseguirían tiranizando a sus hijos. Ahora bien: Electra no es una revolucionaria como Dios manda. ¿Y por qué? Tras haber eliminado a sus padres y conseguido que Orestes abandone el hogar, es decir, que tenga propia determinación, Electra se queda —dice ella: «por el resto de mis días»— en ese hogar. Hay un círculo vicioso. Ella dice: «He ahí mi puerta, la puerta de no partir». ¿Y cuáles serán sus motivos para quedarse? La falta de alegría, la falta de convicciones, la falta de fe. Ya en el monólogo, ella nos dice que todo en la vida es solo hechos.
En resumen. ¿Qué pienso de Electra Garrigó? Tenía veintinueve años cuando la escribí, es la tercera de mis piezas de teatro (las dos anteriores las considero infortunados intentos), no me planteo si puede igualarse a Sófocles o a Shakespeare, ni tampoco me planteo si, puesta al lado de esas cumbres, Electra es enana. El escritor que haga tales consideraciones está frustrado de antemano. En cambio, pienso que puede ser vista por cualquier espectador en cualquier teatro del mundo sin que la gente se sienta mordida por el aburrimiento.
Y vayamos ahora a la etiqueta filosófica que se debe poner a Electra. ¿Es existencialista? ¿Es teatro del absurdo como se acostumbra a decir ahora para estar a la moda? En un ciclo de conferencias ofrecido por el señor Escarpenter en la Sociedad Nuestro Tiempo, he visto que una de las lecciones se titula: «Teatro del absurdo: Virgilio Piñera». Pero no solo lo dice este crítico; hace rato que se viene diciendo en La Habana que pertenezco a dicha escuela. Acaso tengan razón; se supone que los críticos son personas penetrantes, que están informadas y que uno no se libra de los encasillamientos. Pero, francamente hablando, no soy del todo existencialista ni del todo absurdo. Lo digo porque escribí Electra antes que Las moscas de Sartre apareciera en libro, y escribí Falsa alarma antes que Ionesco publicara y representara su Soprano calva. Más bien pienso que todo eso estaba en el ambiente, y que aunque yo viviera en una isla desconectada del continente cultural, con todo, era un hijo de mi época al que los problemas de dicha época no podían pasar desapercibidos. Además, y a reserva de que Cuba cambie con el soplo vivificador de la Revolución, yo vivía en una Cuba existencialista por defecto y absurda por exceso. Por ahí corre un chiste que dice: «Ionesco se acercaba a las costas cubanas, y solo de verlas, dijo: “Aquí, no tengo nada que hacer, esta gente es más absurda que mi teatro…”» Entonces, si así es, yo soy absurdo y existencialista, pero a la cubana… Porque más que todo, mi teatro es cubano, y ya esto se verá algún día.
Además, Electra tiene la virtud de gustar, tanto al público de élite como al gran público, y no creo que haya mejor prueba de fuego que pasar por gustos tan opuestos. Si a esto añadimos que mi pieza, en el momento de su estreno hace once años, fue nuestra batalla de Hernani (lo han dicho algunos críticos, yo no creo tanto), su repuesta en 1958 constituyó la atracción del Mes del Teatro Cubano, no puedo menos que sentirme satisfecho, es decir, satisfecho en lo posible.
Por otra parte, no puedo decir, aunque quisiera llenarme la boca: «mi teatro». Lo escribo desde 1938 (de esa época data mi primera obra: Clamor en el Penal), es decir, han pasado veinte años, y mi catálogo es como sigue: Electra Garrigó, Jesús, Falsa alarma, La boda, El flaco y el gordo, Aire frío, El filántropo; es decir, solo siete obras en veinte años. La proporción entre veinte años y siete obras es irrisoria.
Entonces, ¿he sido moroso? Aquí será necesario decir que la morosidad se origina no en mi cabeza sino en las tablas. Veamos: escribo Electra en 1941. Llega a las tablas siete años más tarde. Si es cierto que un autor teatral aumenta sus comedias por la demanda del público, entonces, como yo no tenía ninguno, como en Cuba, por esa época no había movimiento teatral, se comprenderá que no estuviese muy animado que digamos, muy estimulado a proseguir escribiéndolo. Igual cosa me ocurrió con Jesús. El estreno de Electra (1948) me animó a escribir Jesús. Pues su estreno tuvo lugar solo tres años más tarde. Y claro, como, hándicap obligado, que hace veinte años las obras se ponían una sola vez. Ahora se llega a las cien, a las doscientas representaciones, pero en mi época no pasábamos de la noche del estreno. Y prosigo: entre 1950 y 1957 no tuve chance alguno. En esos otros siete años solo alcancé a estrenar en el Lyceum, y para el reducido círculo de mis amistades, la pieza en un acto Falsa alarma. Es decir, que soy un autor que efectúa sus estrenos por lustros o hasta décadas. Nadie se sorprenderá, pues, cuando me llamo «un casi autor teatral». A mi edad, cualquier autor europeo o norteamericano tiene en su haber veinte obras. Esto en cuanto a la pura cantidad. ¿Qué decir entonces, no de la calidad, como podrían presuponer ustedes ante la inevitable comparación entre una y la otra? Y digo la calidad, porque el problema de calidades más o menos aclararía bien poco lo que mi teatro tiene de casi teatro. Más bien me refiero a esa consideración que se haría el lector culto frente a mis obras: ¿estoy frente a un autor teatral que es un autor teatral del todo? Aquí puedo contestar que como yo no ando por un lado, y por el otro marcha nuestro inexistente teatro, como yo, en tanto que cubano, no marcho solo, y no marcha sola la nación cubana, se comprenderá perfectamente que mi inmadurez teatral se corresponde, se ensambla, con la inmadurez del teatro cubano y con la inmadurez de la nación cubana hasta el presente. Otra cosa es si las pocas piezas que he escrito son aburridas o distraídas, buenas o malas, tediosas o excitantes, teatrales o antiteatrales. Pero esta es respuesta a dar por el público y la crítica. No invadamos terreno tan sagrado. Sería una usurpación de poder.
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Tomado de Virgilio Piñera: Teatro Completo, Ediciones R, La Habana, 1960, PP. 7-30.
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