Puede resultar aventurado el aserto, pero Gabriel de la Concepción Valdés, Plácido, probablemente fue envidiado por su facilidad versificadora, su habilidad para adentrarse —siquiera superficialmente—, en el «mundo social» habanero y su aceptación por una mujer blanca que fue su esposa en una época en que el mestizaje era ya un fenómeno frecuente en la realidad cubana, pero solo se entendía en un sentido: entre hombre blanco y mujer negra, inadmisible en sentido contrario; de ahí que Plácido estuviera siempre en la mira de los suspicaces racistas. Tales «razones» le ganaron la malquerencia de la sociedad «oficial», mucho más que una presunta y dudosa participación en conspiraciones que amenazaran el status quo colonialista o pretendieran fomentar una rebelión de pardos y negros, como entonces se afirmó.
A su condición de niño expósito —hijo ilegítimo de una bailarina española y de un peluquero mestizo, depositado además en la Casa de Maternidad— y su mulatez marcada, una y otra condicionantes suficientes para que sus potencialidades de desarrollo personal estuvieran muy limitadas, contrapuso Plácido su aptitud para improvisar versos, hablar «bonito» y caer bien, tan peligrosamente bien como para ganarse la admiración de colegas escritores y de compatriotas menos prejuiciados.
Aunque en la producción literaria de Plácido se acusa cierta desigualdad, aunque compuso versos por encargo y pergeñó loas desmedidas a cambio de unas pocas onzas de oro, Plácido poseía talento sobresaliente entre algunos con más conocimiento tal vez, pero con menos inspiración.
Ejerció en La Habana y en Matanzas el oficio de peinetero, que alternaba con el trabajo en la imprenta de Boloña, donde se aficionó a la lectura y cultivó la escritura de poesía. Un marcado erotismo queda expresado en el soneto «A una ingrata», revelador de una de las cuerdas temáticas que resaltan en Plácido:
Basta de amor, si un tiempo te quería ya se acabó mi juvenil locura, porque es, Celia, tu cándida hermosura como la nieve, deslumbrante y fría. No encuentro en ti la extrema simpatía que mi alma ardiente contemplar procura, ni entre las sombras de la noche oscura, ni a la espléndida faz del claro día. Amor no quiero como tú me amas, sorda a los ayes, insensible al ruego; quiero de mirtos adornar con ramas un corazón que me idolatre ciego, quiero besar a una deidad de llamas, quiero abrazar a una mujer de fuego.
Recuerda el profesor y crítico Salvador Bueno que Plácido había amado a una joven mulata llamada Fela, a quien seguramente dedicó algunas de sus composiciones amorosas; esta muchacha murió durante la epidemia de cólera que azotó La Habana en 1833. Pocos años después, en 1836, se unió sentimentalmente con Celia —así conocida a través de sus poemas—, enlace que tampoco lo hizo feliz, y finalmente se casó con María Gil Morales. Es nuevamente el doctor Bueno quien apunta que «las poesías amorosas de Plácido componen una de las facetas mejores de su producción».
Colaborador de la prensa, la gran popularidad de Plácido entre el público lector y la sociedad ciertamente daba que hablar, mas ni así gozó de la confianza de las autoridades. Una y otra vez lo aprehendieron, retuvieron y liberaron por falta de pruebas que justificaran una condena por conspiración. Así, hasta que el 30 de enero de 1844 se le detuvo, esta vez con un cargo de extrema peligrosidad para su vida: el de estar supuestamente implicado en la llamada conspiración o proceso de La Escalera, así denominado porque los desgraciados detenidos eran atados a una escalera y azotados para que hablaran.
A finales de 1843 se produjeron en la provincia de Matanzas alzamientos de esclavos, hubo incendios de cañaverales y asaltos a ingenios. La brutal represión arrojó 14 esclavos ejecutados y otros 100 azotados hasta el desfallecimiento.
En enero de 1844, el capitán general Leopoldo O’ Donnell recibió informes acerca de pretendidas nuevas conspiraciones abolicionistas y creyó necesario dar un escarmiento. Para ello fraguó un proceso con declaraciones falsas e implicados entre los negros y mulatos de cierto relieve en la sociedad matancera.
No se le probó a Plácido culpabilidad alguna, aunque aun así, el 28 de junio de 1844 se le fusiló junto a otros 10 pardos de «reconocida solvencia moral, gente de orden y trabajo», como afirma Renée Méndez Capote, «la cubanita que nació con el siglo». De manera absurda, Plácido fue privado de la vida en Matanzas, la ciudad desde donde se extendió al país su fama de versificador.
Nada feliz fue la vida de Plácido; tampoco en amores, aun cuando hubo más de uno. No podía ser fácil para él, mulato, poeta y popular, ser aceptado dentro de un régimen colonial racista y opresor, que nada tenía que ver con la naturaleza pacífica y sociable del bardo. Curiosamente, sin haber sido un independentista moría por Cuba. Curiosamente también, quienes lo ejecutaban lo estaban convirtiendo en un mártir cuya memoria se recuerda y recordará por mucho.
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