A veces de los mártires solo nos quedamos con la muerte. Su biografía entonces se convierte en una relatoría de sucesos, desde el nacimiento hasta el último café con leche, que lo condujeron a un trágico final. Por esta tendencia —sin menospreciar la grandeza de los últimos sacrificios— a veces obviamos cuánto dicha figura hizo y cuánto nos legó mientras transitaban los caminos y oteaban los horizontes.
A Gabriel de la Concepción Valdés lo conocemos primero en los libros de historia que en los de literatura. Queda como la gran víctima de la Conspiración de la Escalera, como el chivo expiatorio de un régimen esclavista que no entendía que hombre por hombre es igual a hombre.
No obstante, casi 200 después, las disímiles investigaciones no han podido probar su participación en este movimiento. Sin embargo, Plácido es Plácido, sin importar el pelotón de fusilamiento o cuánto plomo se llevara en el pecho hacia la tumba. La poesía lo salva.
En las tertulias de Domingo del Monte, donde dicen algunos que se inventó la literatura cubana, lo despreciaban. Incluso, el casto Milanés, dicen los de las lenguas (plumas) largas, le dedicó versos en los que desaprobaba que alquilara su musa para vivir.
Ellos, José Jacinto y el resto de los literatos, no entendían que entregara al periódico La Aurora, poemas y poemas, porque una elegía podía transmutarse en un pedazo de bacalao que llevarse al estómago. De ello nos habla Ambrosio Fornet en su artículo «El otro Plácido, sus editores y sus críticos».
El también conocido como Gabriel nació pobre y negro, y ello en la Cuba colonial era nacer de espalda a la señora fortuna. Durante su existencia, además de poeta —que por ese oficio nunca han pagado mucho— fue tipógrafo, aprendiz de retratista, carpintero y por último peinetero.
Con las mismas manos que escribió su libro El Veguero, torneaba el lomo de tortuga para que las señoronas las usaran en lo que, sentadas en sus casonas, leyeran sus versos en la prensa. Quizás este próximo andar a la sobrevida y en busca de la sobremesa hizo que su poesía se centrara en lo mundano, en las pequeñas alegrías de los humildes: como las fiestas populares, los saraos, el erotismo callejero.
«Expresa, o más bien trasluce, la cotidianidad de una vida que fundada en la injusticia, busca un acomodo provisional a través de la fineza y el encanto de las costumbres criollas», describe su obra Cintio Vitier en el texto Lo cubano en la poesía.
Sus contemporáneos y predecesores, henchidos e hinchados por los influjos provenientes de la Vieja Europa, buscaban descubrir la última belleza a través de una poesía neoclásica, llena de dríades, faunos y otras criaturas mitológicas que de ninguna manera pueden sobrevivir en la manigua; sin embargo, él logra su propia voz, cubana por antonomasia.
Como escribiera Vitier:
Plácido expresa la cubanía de la intrascendencia, de la lisa cotidianidad amarga o dulce, del vaivén en el fondo tan misterioso de todo lo aparente y efímero. Suave y rápido en el salón, vagamente soñador en sus paseos por las márgenes del Yumurí, lo vemos siempre ofreciendo su ostensible girasol silvestre y su escondida malva azul, a una placentera deidad: mujer o brisa.
Este poeta habanatancero (más de acá que de allá, por suerte) nos regaló otro rasgo de la identidad isleña. Si Heredia, el que dice que detrás del pan se halla lo más querido, nos regaló la Patria en verso, Plácido nos improvisó una Isla, con sus rincones y recovecos. Por ello, «sin importar el pelotón de fusilamiento o cuánto plomo se llevara en el pecho hacia la tumba, la poesía lo salva».
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Tomado de Girón
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