Cuando el muy hijo de puta del chofer metió el primer frenazo (a fin de no comerse a la mujer del coche con todo y bebé) nos desperdigamos como piezas de bolera. Al soltar bruscamente y sin más remedio el pasamanos, la anciana del bastón le clavó el codo en las mismísimas costillas al estudiante que iba a su lado, la mochila del muchacho dio en la cara de una mujer, las papas de la bolsa de la mujer rodaron por el piso de la guagua mientras freíamos huevos a coro y en medio de aquel desastre colectivo yo caía sentada en las piernas de un pasajero que, en ese primer frenazo, fueron solo eso, piernas de un extraño. Al segundo frenazo, muy por el contrario, ya fueron unos brazos fuertes que me aguantaron por las caderas y sentí (aunque luego de esto yo no estaría tan segura) una pelvis que se me insinuó contra las nalgas. Ya para entonces por darme la vuelta yo había visto sus grandísimos ojos pardos, su barba incipiente, su hermosa dentadura. Ese tercer frenazo no me quedó para nada natural y reconocí, también por el asombro de los demás pasajeros, que el porrazo de su novia venía a estar más que justificado.
Del libro Erótica, Cuadernos del Bongó Barcino, 2019.
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