El 30 de mayo de 1967 irrumpió en la bullente escena literaria latinoamericana —precedida de un interés inusitado para la obra de un autor que hasta poco antes era escasamente conocido fuera de su país y de ciertos círculos literarios— la novela más elogiada por críticos y lectores, y que resultaría ser la más conocida e influyente de cuantas se hayan escrito en esta zona del mundo.
Aquella edición de Sudamericana tiene su propia leyenda (la del errático envío que su autor hizo a la editorial de la segunda parte antes que la primera, la de la cubierta de Vicente Rojo que no llegó a tiempo…) pero lo que seguiría a partir de entonces fue un fenómeno que estremeció nuestras letras y que aún no cesa. Si hay un libro que ha funcionado —incluso en la selva de malentendidos que lo han acompañado— como paradigma de todo un continente y de una época, ha sido este. Que periódicamente los jóvenes escritores necesiten «matarlo» es una prueba más de su sobrevivencia.
Con motivo de los 56 años de vida de esa novela, compartimos como homenaje desde Cubaliteraria, las respuestas de escritores de todo el continente latinoamericano a la pregunta formulada por la revista Casa para su número 287, dedicado al medio siglo de la obra: ¿Por qué recomendarías a un lector de hoy Cien años de soledad?
José Alcántara Almánzar
Entre múltiples razones, solo enumeraré algunas: Porque el lector nunca saldrá defraudado después de leerla, debido a que podrá recorrer con deleite sus páginas, en una especie de extraordinaria aventura donde el humor traspasa de principio a fin las numerosas historias que se entrelazan sin cesar. Porque en ese periplo se divertirá, reirá, se conmoverá hasta las lágrimas ante una interminable sucesión de revelaciones y sorpresas. Porque es un «clásico» —en el sentido que da a este término Italo Calvino en Por qué leer los clásicos—; un clásico contemporáneo que conserva su frescura y su vigor, su magia envolvente, que no ha perdido un ápice de actualidad. Porque está escrita con una perfección inusitada, pero no es hermética ni abstrusa, como muchas obras maestras de la literatura universal del siglo XX, sino accesible a todo público lector. Porque lo sumergirá en la incalculable riqueza del mundo real maravilloso, magistralmente concebido y plasmado, de incestos y endogamia familiar, de patriarcalismo y añejas tradiciones culturales, de prejuicios sociales y arraigadas creencias religiosas. Porque Macondo y la familia Buendía son arquetipos inmejorables de la sociedad latinoamericana, que encuentran sus correlatos en cada uno de los países de nuestro hemisferio, como lo prueba la presencia del enclave bananero en toda la región (en el caso dominicano, la Grenada Company). Porque de todas las novelas publicadas en este último medio siglo, Cien años de soledad es la única que alcanza un nivel absoluto de universalidad, integrando lo real y lo mágico, lo mítico y lo hiperbólico, lo social y lo cultural. Porque esta novela, con sus cualidades y especiales características, más que ninguna otra de la época, escrita por cualquiera de los miembros del llamado boom latinoamericano —ese ilustre grupo que lanzó la América Latina al mundo y nos puso en el mapa literario continental y europeo, dando inicio a una espléndida corriente literaria que abrió las puertas a muchos escritores que vinieron después—, hizo posible un mayor conocimiento y respeto por nuestra literatura y nuestros escritores. Porque al leerla comprenderá muchos de los problemas, misterios, enigmas, contradicciones de las sociedades subdesarrolladas latinoamericanas, algunos aún vigentes.
Porque, en fin, su autor, el portentoso Gabriel García Márquez, lo marcará para siempre, como lo hizo con nuestra generación a través de una obra inagotable y fascinante.
Rey Andújar
En enero de este año visité la isla de Cuba como parte del jurado del Premio Casa de las Américas. Durante las actividades del evento, participé en una mesa junto a los novelistas latinoamericanos y caribeños Milton Fornaro, Ahmel Echevarría y Juan Cárdenas.
El tema: cómo narrar Latinoamérica a medio siglo de la publicación de Cien años de soledad. Durante el conversatorio salieron a relucir cosas brillantes y el intercambio con la audiencia fue excelente. Pero lo memorable sucedió momentos después, ya que al salir del auditorio fuimos sorprendidos por un mar bravo que había desafiado el malecón para meterse más de cinco cuadras Habana adentro. En la agenda de ese día se había programado una lectura de poesía con otros de los escritores invitados; la misma fue cancelada por obvias razones. Esa noche, en la terraza del hotel Presidente, improvisamos la lectura, extasiados ante lo salvaje del azar caribeño, viendo flotar a nuestro lado la basura y la belleza de La Habana.
Sin pecar de exagerados podemos coincidir en que hoy día atravesamos por una crisis de contexto en el lenguaje. Las distintas narrativas que dictan nuestra cotidianidad son manipuladas en favor de intereses económicos y políticos. Este ambiente de confusión es propicio para el cinismo y la desinformación. El contexto nos permite relacionarnos con estas narrativas, discernir y argumentar entre ellas en una dialéctica que nos permite aprehender y en el mejor de los casos modificar o soñar con otras narrativas. El contexto promociona la inventiva y la creatividad, atiende a la imaginación y, por ende, multiplica el lenguaje. En cambio, comunicar con ciento cuarenta o poco más caracteres ilimita el contexto, lo expande peligrosamente.
En tiempos en donde el tuit es la norma, leer Cien años de soledad es fundamental para comprender nuestra poesía y nuestras deficiencias como región. La novela es una especie de mapa rústico hecho del conflicto entre cuentro vs. historia y la confluencia del mito, el presente y la leyenda. Esto se logra mediante la creación de estructuras cronológicas que permiten la condensación de ciertos momentos latinoamericanos paralelos a causas y azares de una familia en el terreno de una realidad imaginada.
Quiero forzar aquí que el resultado de la ecuación historia/cuento-mito/leyenda puede ser la magia. Esta magia contiene dos elementos principales: uno práctico y otro metafórico.
El práctico abarca el andamiaje narrativo que se alimenta de tiempo: flashbacks, recuentos, circularidades, redundancias, regresiones, nivelaciones, comparaciones y reparaciones.
En el ámbito metafórico podríamos hablar de la novela como un evangelio de la posibilidad de lo imposible: el universo bananero contado desde sus habitantes en formas no perfectas, pero sí sugestivas. Magia como tal no existe, pero la percepción de la realidad como magia es posible. La magia puede ser inducida, magia enamorada y rebelde que enferma a quien leyere. Cien años de soledad es el espacio en donde la maravilla y la desgracia del Caribe comulgan para explicar la América Latina mediante la crónica familiar y la contemplación. Por más que los azares del presente nos seduzcan con la idea de ser modernos, el peligro real de este deseo radica en el cinismo. La novela impulsa y propone discusiones como espejos en donde reflejarnos, argumentar y escribir a partir de nuestros conflictos. ¿Cómo leernos entonces? Ahora más que nunca con el ojo aguzado, crítico, combativo y combatiente; desde el lenguaje, como una de las formas de lo posible.
Chicago, marzo 2017
Piedad Bonnett
Yo recomiendo a cualquier lector, joven o viejo, la lectura de Cien años de soledad, por muchas razones: en primer lugar, porque es un libro que nos otorga ese placer maravilloso de la buena literatura, que consiste en abstraernos provisoriamente de nuestra realidad y sumergirnos en un mundo totalizante, con leyes propias y personajes y situaciones inolvidables que nos hacen sonreír, reír a carcajadas, pensar, estremecernos, conmovernos. Y porque es una maravillosa metáfora de las realidades históricas de nuestros países latinoamericanos, con su aparente condena a la soledad, al aislamiento, al fracaso de los sueños colectivos, pero también es una oda tácita a la vitalidad del Caribe, a la resistencia de sus mujeres, a su noción de amistad y de familia, al desbordamiento de su alegría y también al sentido trágico y mágico de sus gentes.
Cien años de soledad habla de un mundo que fue —y que no tiene una segunda oportunidad sobre la tierra— pero también de uno presente, en el que volvemos, una y otra vez, a reconocernos.
Roberto Burgos Cantor
Hay obras literarias que por su naturaleza y cierto decaimiento de otros discursos (sociales, políticos, religiosos), terminan por revelar aspectos de una sociedad. Esas obras se utilizan como interpretación de dicha comunidad. En determinadas novelas la revelación es noble y escapa a condicionamientos. Así la libertad y la locura en Don Quijote. O aquella frase de un cuento de Borges: ser colombiano es un acto de fe. Esta es cita preferida de políticos y funcionarios que posan de ilustrados. Sin embargo, se puede predicar de cualquier nacionalidad. Revela poco: la fe en lo que se impone o se acepta; fatalidad o azar. Cien años de soledad revela honduras del ser americano (espejo o desentrañamiento muestra nuestro ser, se refiere a nosotros). La indagación que representan los Arcadios y los Aurelianos es ejemplar.
Los Arcadios simbolizan la parranda eterna, los proyectos irrealizables. La desmesura del habla como sustituto de la voluntad, el empeño, lo posible. Los Aurelianos, solitarios y silenciosos, ensimismados en la traducción de pergaminos, la orfebrería de los pececitos de oro. La terca voluntad de gobernar. Hoy, la necesidad de leer la novela constituye, además de las revelaciones que encierran las ficciones, un acto de recuperación. Esta novela ha sido expropiada por intereses perversos que denominan a los actos infames, a la injusticia, al robo, como asuntos propios del realismo mágico, de Macondo. Una prensa irresponsable lo repite. Tal explicación de la anomalía social y moral deja a la conducta reprochable sin sanción moral, ética. Se acepta el delito como producto de una cultura que nos condena. Por eso hay que leerla: para devolverle su belleza subversiva, volver a ver la inutilidad de las guerras, la tontería de las diferencias religiosas, la fiesta del amor como antídoto contra la soledad.
Fernando Butazzoni
No es una novela, sino una pócima milagrosa para cualquier mal del alma. Es un elíxir para las cuitas de amor y es la mejor manera de entender la gloria y la locura de la América Latina en todo su esplendor. Quien no la haya leído debe hacerlo con urgencia, pues de esa manera sabrá de dónde venimos y qué condena debemos esquivar. Y después del viaje mágico de su lectura, ya nadie verá con indiferencia a las mariposas amarillas que aparecen de pronto sobre el verde césped de un jardín, y otro será el sabor del chocolate caliente, y otra la frialdad del hielo. Además, le recomiendo a todo el mundo que relea Cien años de soledad, aunque más no sea que para emocionarse de nuevo al comprobar que la hermosura de Remedios la bella sigue siendo tan desesperante hoy como hace cincuenta años. Y así será por los siglos de los siglos.
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