Se movió entre el testimonio y el chisme, entre el recuento de sus propias vivencias y el rumor, e inauguró un género que no le sobrevivió y que, a diferencia de la tradición que se nutre de archivos y bibliotecas: reanimaba con gracia y soltura sucesos y personajes que le tocaron conocer al autor revisitado.
Federico Villoch llamó «postales» a sus estampas periodísticas. Un género narrativo —escribía Juan J. Remos—, que hermanaba la verdad y la fantasía y que no puede confundirse con la leyenda ni con la tradición pues son «miniaturas en prosa que hacen renacer episodios del pasado directamente percibidos por su expositor, y en los que nunca falta el soplo del rumor popular». Las calificó enseguida como «estampas descoloridas» porque —dice Remos—: «Si la acción del tiempo no ha atenuado sus tintes, no gozan del prestigio de una jerarquía que radica indefectiblemente en su vejez».
Precisamente bajo el título de «Viejas postales descoloridas» acometió Villoch su último largo y rico quehacer periodístico que comenzó poco después de 1935 y que se prolongaría casi hasta su muerte. Y ese es el título de uno de los dos libros que publicó en vida, y que apareció en 1946 con el auspicio del Ministerio de Defensa Nacional. Viejas postales descoloridas; la guerra de independencia, que Villoch conceptuó con alegría como el primer tomo de sus postales. Pero no hubo ningún otro y los textos quedaron dispersos en la revista Carteles y en Diario de la Marina.
Las «Viejas postales descoloridas» fueron fruto de un incidente desafortunado que lo hizo volver al periodismo cuando era ya el más famoso de los autores de nuestro teatro vernáculo y tan fecundo que le apodaban el «Lope de Vega cubano». Ningún otro autor teatral del patio ganó tanto como él.
El 28 de febrero de 1935 se desplomaba el vestíbulo del teatro Alhambra, del que Villoch era empresario y accionista. Entonces —escribía Eduardo Robreño—, se derrumbaba también el alma de Villoch. A la mañana siguiente, al reclamo de la Policía, se vio a actores y técnicos recoger sus pertenencias entre los escombros. Con ellos estaba Villoch, que guardó con singular cariño los bultos que contenían sus obras, «pedazos y jirones de su vida —dice Robreño—, que celosamente llevaría a su casa».
Proseguía el autor de Como lo pienso lo digo:
Pero hombre de acción literaria infatigable, comenzó una nueva tarea. Volvió al periodismo. Esta vez ya no era el repórter ágil de La Iberia o La Unión Constitucional, tratando de captar la noticia sobre la renuncia de Martínez Campos o la reacción del gobierno español ante la explosión del Maine. Ahora era el costumbrista de fina prosa y hondos conocimientos del alma criolla, que iba a verter en artículos, a los que tituló «Viejas postales…», los firmes trazos de una gran obra pictórica.
Una popularidad enorme
Si como dice Reynaldo González ser habanero es vivir en La Habana, Villoch lo fue hasta las últimas consecuencias, pese a haber nacido en Ceiba Mocha, Matanzas. Tenía dos años de edad cuando quedó huérfano de madre y su progenitor, preocupado por la educación del muchacho, lo mandó a residir a La Habana.
Tendría unos diez años cuando escuchó, en el Liceo de Guanabacoa, una disertación de José Martí y la palabra y la presencia del orador lo impresionarían para siempre. Luego, cuando cursaba el bachillerato, le tocó conocer a Antonio Maceo que había salido del Hotel Inglaterra, donde se alojaba, y caminaba por Obispo hacia la Plaza de Armas. Fue amigo de Julián del Casal, con quien se identificó en lo literario y a quien, a su muerte, sustituyó como cronista en La Caricatura.
Su primer gran éxito fue «La mulata María», estrenada en el teatro Irijoa —actual Martí—, en 1896. Pieza que, por sus recaudaciones en taquilla, pareció eternizarse en el escenario del llamado coliseo de las cien puertas y que pasó pronto al repertorio de otros grupos teatrales. Para el teatro Alhambra, que abrió sus puertas el 10 de noviembre de 1900, escribió —se dice—, unas cuatrocientas obras. De ellas, solo unas pocas llegaron a la actualidad, entre ellas, «Napoleón» (1908), «La casita criolla» (1912), «La danza de los millones» (1916) y «La isla de las cotorras» (1923). En 1936 estrenó en el Martí la que sería su última incursión en el teatro, «Guamá». Una elite de suficiencia calificó de simple y vacía la producción teatral de Federico Villoch. Pocos le perdonaron la enorme popularidad de que llegó a gozar, y los cuantiosos ingresos que le dispensó. Se calcula que a lo largo de su existencia, Alhambra dejó ganancias superiores a los 600 000 pesos. Una buena parte de ellos fue a parar al bolsillo de Villoch.
A pesar de ello, más que como autor teatral, se valoró siempre como periodista. Lo dice de manera explícita en la nota que, poco antes de su muerte, escribió para el Álbum del Cincuentenario de la Asociación de Reporters (1902-1952):
Mucho podemos hablar del teatro cubano, pero también podemos referirnos a nuestra producción periodística que desde los dieciocho años venimos practicando con el mayor cariño. Antes que autor teatral fuimos, somos y seremos periodistas, y bien lo demuestra nuestra copiosa labor en los semanarios El Fígaro y La Habana Elegante, de Pichardo y Hernández Miyares, respectivamente, y nuestro diario aporte a los grandes rotativos La Iberia, La Lucha, El Comercio, La Unión Constitucional, y luego el Diario de la Marina y Carteles, sin olvidar aquel popular semanario, La Caricatura, en el que, durante veinte años, escribimos la crónica semanal.
En 1892 dio a conocer un libro de viajes, Por esos mundos. Villoch escribió poesía en sus mocedades; fue el cantor de la bohemia literaria, pero no pasó de ser un discreto versificador, y con sus «Cuentos a Juana», que dio a conocer en La Habana Elegante, se manifestó como un sugerente prosista. La mayor parte de sus «Viejas postales descoloridas» sigue dispersa en publicaciones periódicas. Al igual que Félix Soloni y Ramón Agapito Catalá con su «Del lejano ayer», no ha tenido suerte con las recopilaciones que aseguraría una espléndida visión de La Habana, esa Habana de a pie, donde falleció en 1954.
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