
Un abuelo, casa y patio.
Un padre fuera de casa.
Una mamá en otro mundo
y un montón de adivinanzas.
Sí, cuatro líneas podrían servir como redonda sinopsis de El niño de las preguntas (Premio Calendario 2024 y publicado por la Casa Editora Abril en 2025). Una mezcla de ingenio octosilábico y de ternura rimada se advierte durante la caída por el tobogán de estas páginas. Surfear por ellas durante unos días o habitarlas por unas horas representa, por lo menos, un vértigo emocional.
Nada volverá a ser lo mismo: un niño, el que somos o el que fuimos, se instalará en nuestros subconscientes y, como cómplices de una misma travesura, participaremos en una incesante ronda de preguntas que no siempre se pueden contestar. De eso se trata el juego de la vida, parece susurrarnos, pícara, la voz en off del autor.
Cuando uno lee a Lioneski, o a Leo Buquet, puede pensar que el niño de las preguntas, un personaje llamado Fernando, es el propio Samuel, hijo del poeta, a quien se dedica el libro, pero tal guiño autobiográfico sería una pista demasiado fácil. El niño de las preguntas es cualquiera que se acerque a estos poemas a cualquier edad, porque la edad es un accidente pasajero.
Hay infantes de 37, 45 u 80 años a los que todavía les resultan prematuras las arrugas y las canas, corazones en perpetua adolescencia que se niegan a usar gafas de aumento para siempre. Algunos, aun cuando salgan heridos, intentan conservar la inocencia y otros la pierden, no saben cómo ni cuándo, a la vera del camino. Yo, lector, confieso que me encuentro en el primer grupo, el de los incautos, el de los que prefieren saltar sin red y balancearse en una cuerda floja sin mirar abajo. A lo mejor por ello, y por su indudable calidad, he disfrutado cada línea del poemario.
Por momentos uno se imagina rondas, coros, textos musicalizados, y tararea casi en secreto, casi en silencio, los versos, pero igual los escucha: son cantables. El poemario funciona como álbum musical por esta razón; como álbum ilustrado gracias al pincel de Niurki Pérez que, con trazos minimalistas, sugerentes, hechos para colorear, recrea el universo del volumen; y como un conjunto narrativo, puesto que se trata de una historia con diversos planos, tres personajes básicos que coprotagonizan cada página, y los propios poemas a veces son puros diálogos, siempre verosímiles, a veces como estampas costumbristas, a veces muy simbólicos:
—¿Las flores?
—Son abanicos de olores.
—¿El cielo?
—Se tiñó de azul el pelo.
—¿El sol?
—El papá del girasol.
—¿Y qué tal la mariposa?
—La dentista de la rosa.
—¿Y cómo tú sabes tanto?
—Del mundo de los abuelos,
ese es el mayor encanto.
Las dosis de humor, altas por momentos, la delicada ironía sobre todo en las conversaciones entre nieto y abuelo (mientras el padre es un gran silencio), dinamizan una lectura ya de por sí muy rítmica por el empleo de cuartetas, coplas, romances, redondillas…
La magia, la imaginación desbordada, el colorido, las caras de la inocencia frente al ajeno mundo de la adultez, se imbrican, con fluidez, en las sucesivas preguntas, desde las más juguetonas y peregrinas, hasta las más profundas e insondables. El padre y el abuelo, en muchos casos, enmudecen o se defienden con un «porque sí»: Porque las mismas preguntas / tu abuelo me las dio a mí. La infancia, juego muy serio, se presenta como un mundo plagado de acertijos existenciales que simulan ser interrogantes inofensivas y de vez en cuando se responden, como en «Receta de familia»:
—Mi niño, hacer una madre
lleva un beso de cristal.
Nada de trucos de magia,
es algo más especial.
Tiene todo de este mundo
y «muchisísimo» más.
Una mamá se compone
de un roce llamado mar,
una mirada de estrellas,
una risa universal,
una voz tras el silencio,
y un cuento para soñar.
Podrían citarse otros tantos poemas representativos en los que se proponen construcciones de cohetes, se deslizan trampas para ganar, estrofas que jamás dan lecciones de didactismo o sí, la ofrecen de la mejor forma posible, subyacentes, entretejidas con arte, soluciones a tareas matemáticas en las que el padre es capaz de armar un viaje con tal de dar con la respuesta, propuestas de permutar el nombre de zoológico por el de Animamundo, y conoceremos a un Doctor Arregla Risas.
Sin duda, el poeta bebe de influencias clásicas, pero me atrevería a decir que también contemporáneas; intuyo que homenajea ciertos títulos de la saga poética de Chamaquili.
Duele tanto crecer que el cuaderno resulta un antídoto perfecto para que ese viaje, inevitable por el tiempo, resulte menos espinoso. Historias para despertar el sueño, una de las secciones del libro, sugiere llevar una vez más la imaginación al poder, y El juego de la familia, última parte, revela zonas más íntimas de las relaciones en casa, donde se hacen notar, con mayor énfasis, las poderosas ausencias de la abuela y la mamá mediante un tono un tanto lúdico y sugestionador de las cuartillas últimas, con poemas, por ejemplo, como «Los extraños de la foto» y «Cuenta familiar».
Julia Calzadilla, Nelson Simón y Evelin Queipo evaluaron El niño de las preguntas y le otorgaron el codiciado Premio Calendario correspondiente al año pasado, que Lioneski presentó en la 33 Feria Internacional del Libro de La Habana, justo el día antes de su cumpleaños 36. «Mejor regalo no pude haber tenido» —confesó entonces—, sabiendo que dentro de poco ya sería despedido de su muy querida Asociación Hermanos Saíz.
Detrás de la última página del volumen persiste un aguacero de emociones fuertes y una certeza: nada es más serio en el mundo que las preguntas de un infante curioso.
Por cierto, regreso a la duda anterior: ¿Fernando será Samuel? ¿Cuán grandes son los porqués de las «preguntas tamaño niño»? Da igual, a veces son tan conmovedoras que ni siquiera necesitan respuestas.
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