Nadie esperaba a Primo Levi (1919-1987) en su casa de Turín la jornada otoñal del 19 de octubre de 1945. Su familia, al ver el rostro barbudo y demacrado del recién llegado, su cuerpo enjuto, tardó mucho en reconocer al joven químico, al que llevaban más de dos años sin ver y del que no tenían ninguna noticia. En septiembre de 1943, en el marco de la feroz represión y persecución contra los judíos desde las promulgadas leyes raciales del 1938 de Benito Mussolini y con la recién instaurada República de Saló, se había echado al monte para unirse a un grupo de poco experimentados partisanos, con una pistola que no sabía ni disparar. Antes del final de ese año ya había sido capturado por una milicia fascista, y tras declarar su condición de judío, enviado al campo de Fossoli di Carpi, donde permaneció retenido hasta su deportación a Auschwitz, en febrero de 1944. Año y medio después, de forma increíble tras la infinita cantidad de penurias padecidas, estaba de vuelta en su ciudad. No es de extrañar que ningún familiar esperase a Levi esa jornada: casi nadie vuelve con vida del infierno.
Jorge Semprún, también superviviente de la maquinaria de matar nazi y prisionero del campo de concentración de Buchenwald, escribió en su excepcional obra La escritura o la vida que salir con vida de la barbarie no era ningún mérito, sino cuestión de mucha suerte, pues dependía de cómo habían caído los dados. Un pensamiento que siempre compartió Levi. En primer lugar, el italiano reconoció haber llegado tarde a Auschwitz, en 1944, cuando el Tercer Reich decidió prolongar la vida, fruto de la escasez de la mano de obra, de los que iban a morir. Además, su formación como químico le permitió, durante unos meses, trabajar en un laboratorio del Lager, evitando así las inhumanas labores con las que se esclavizaba a la gran masa de prisioneros, que suponían un esfuerzo tan ingente que, en pocos meses, se traducía en muerte por cansancio o cualquier enfermedad derivada de semejante extenuación. También contaba con la ventaja de comprender el idioma alemán, decisivo para entender rápidamente las órdenes de la SS. Y, pese a ello, cualquier accidente, cualquier despiste en los rutinarios días durante los que se prolongó su estancia en el averno, hubiese sido fatal y habría supuesto la muerte. Pero no, Levi fue uno de los pocos «salvados» ya que de los seiscientos cincuenta que, junto con él fueron enviados al campo de exterminio nazi ubicado en Polonia, solo volvieron tres.
En sus últimos días como Häftling (prisionero) 174517, cuando ya se conocía la derrota alemana y se esperaba con ansia una anhelada liberación, así como en los nueves meses posteriores de errancia por media Europa hasta su llegada definitiva a Turín, en Levi creció la idea de que su misión futura consistiría en contar lo que había vivido, dar testimonio al mundo del horror que él y tantos otros habían padecido. Cultivar, de este modo, una memoria para alcanzar la verdad, vencer el pasado y, sobre todo, advertir para que algo tan terrible nunca vuelva a repetirse. Así, su palabra se convirtió en un antídoto contra el olvido, y su obra —especialmente La trilogía de Auschwitz, formada por Si esto es un hombre (1947), La tregua (1963) y Los hundidos y los salvados (1986) — en uno de los principales monumentos de la Shoah y una de las grandes fuentes para reconstruir la verdad de lo acaecido en los campos de exterminio, ya que se trata de la memoria de un superviviente que no habla desde el rencor y el odio, sino desde la razón y el afán de hacer justicia. Por esto, la obra del turinés es uno de los legados imprescindibles para tratar de iluminar un siglo que tuvo cotas de maldad tan inusitadas como el Holocausto. Cien años después del nacimiento de Primo Levi —el pasado 31 de julio— resulta necesario volver a sus libros, pues como recuerda en la conclusión de la última pieza de su trilogía: «Ha sucedido y, por consiguiente, puede volver a suceder».
El filósofo Reyes Mate asegura que testimoniar era la gran razón para sobrevivir de Levi durante sus días de confinamiento. De hecho, de no haber sido por el terrible acontecimiento, el propio turinés admitió que es muy probable que no se hubiese convertido en escritor. Ya instalado en su casa, no tardó mucho tiempo en redactar lo que había padecido, y lo hizo con escrupulosa honestidad, únicamente centrándose en lo que había vivido y pidiendo a los lectores que no dudasen de la sinceridad de su palabra. No es esta advertencia, que realiza en la introducción a su primer escrito, algo baladí: Levi reconoció que una de sus pesadillas durante las noches pasadas en el campo era llegar a casa y que, al contar lo vivido, nadie le creyese. Su propósito era, como explicita Myriam Anissimov en su biografía Primo Levi o la tragedia de un optimista, difundir lo ocurrido con la esperanza de proporcionar a los jueces las pruebas que sancionarían a los culpables. Su voz debía de ser el altavoz de todos aquellos que no habían sobrevivido, a los que él reconocía como los auténticos testigos. Auschwitz le quemaba, necesitaba contar y ser escuchado.
Empezó a trabajar como técnico químico, en enero de 1946, en una fábrica que producía pinturas a partir de resinas y, en los momentos que nada tenía que hacer, se sentaba en su mesa y empezaba a redactar. Pero también lo hacía en el tren, en casa o en cualquier lugar donde tuviera la mínima ocasión para hacer memoria y escritura del atormentado recuerdo. De este modo empezó a tomar forma su primer trabajo, Si esto es un hombre, que fue enviado a la editorial Einaudi en 1947, pero el manuscrito fue rechazado por la excelente escritora, también judía y antifascista, Natalia Ginzburg, por lo que este acabó siendo publicado, con una tirada nimia y un éxito escaso, en una pequeña editorial. Por tanto, y aunque publicado, el libro vivió diez años de olvido. No fue hasta 1958, tras haber firmado un contrato previo tres años atrás, cuando Einaudi rectificó y publicó en su colección Si esto es un hombre, lo que supuso un auténtico éxito. Aun así, Levi no abandonó su empleo como químico hasta 1977, y compaginó este con su escritura prácticamente tres décadas.
Resulta curioso comprobar, analizado por el tamiz que permite el inevitable paso del tiempo, que no todos los supervivientes decidieron escribir sus memorias de lo sucedido de forma inmediata. Sí lo hizo Primo Levi, o también Robert Antelme en su imprescindible La especie humana (1947). Otros necesitaron distanciarse del horror y cultivar un cierto olvido necesario para sobrevivir tras el regreso. Es el caso del citado Semprún, que reconoció haber apostado por un periodo de «amnesia voluntaria» para alejarse de la muerte. Por eso, el que fuera ministro de Cultura con Felipe González, afirmó en su anteriormente citada obra capital que, entre la escritura o la vida, a la vuelta de Buchenwald decidió elegir lo segundo. Su primera obra memorística sobre su experiencia en el campo no llegó hasta pasados dieciocho años de la liberación, El largo viaje (1963), con la que cosechó el Premio Formentor y que escribió en una ruinosa máquina de escribir durante su etapa como clandestino comunista en Madrid, durante el franquismo, en su escondite de la calle Concepción Bahamonde.
Levi no necesitó ninguna amnesia. Al revés, le urgía contar lo ocurrido, pues Auschwitz le consumía. Son numerosas las razones que convierten Si esto es un hombre en una de las obras decisivas del siglo XX. La importancia de contar con el testimonio para alcanzar la verdad es, de forma inequívoca, la primera de todas ellas. El turinés se negó a permanecer en silencio para erigirse en cancerbero de una memoria necesaria y en vocero de aquellos que fueron asesinados en los campos. Pero no se trataba de narrarlo de cualquier manera, no todas eran válidas para él. Su estilo como escritor se distanció del tono más dramático de Jean Améry o el lírico de Elie Wiesel. La barbarie no necesitaba ser enfatizada ni ficcionalizada y, por esto, apostó por un tono relajado, sombrío y tranquilo, y su estética fue la de la claridad y la precisión. Su palabra nunca fue presa del victimismo blando ni de la banalización de lo ocurrido. Se indignó con la trivialización que, desde la literatura, el cine o el pensamiento, se hacía del Holocausto. Así, Levi renegó de una película que tuvo mucho éxito como fue Portero de noche (1974), en la que su directora, Liliana Cavani, frivolizaba con la historia y coqueteaba con la condición autodestructiva de la víctima con el sadomasoquismo como telón de fondo. De haber seguido con vida en la década de los noventa, Levi tampoco habría sido muy generoso en la valoración que haría de La lista de Schindler (1993), en la que Steven Spielberg obtuvo las lágrimas del espectador con una representación en muchos momentos sensiblera del horror, con ese abrigo rojo de la niña que se impone sobre el blanco y negro de toda la película, o cediendo a una acomodado nazi un más que dudoso rol de salvador. Y más crítico aún hubiese sido con La vida es bella (1997), por esa sentimentalización desmedida que hizo Roberto Benigni de la tragedia, por medio del enmascaramiento imposible de la realidad que el padre trata de hacer creer al hijo, ya que, como supo Levi, la vida en el campo nunca fue ni pudo llegar a ser bella. Y es muy probable que tampoco hubiese aprobado la adaptación que Francesco Rosi realizó en 1998 de su libro La tregua, cuyas imágenes se alejan de la esencia del imprescindible texto de Levi. Aunque no ha de ser sencillo traducir a la gran pantalla una obra como La tregua, elecciones como el, por momentos, afectivo uso de la música, la introducción forzada de la temática amorosa o ese final algo edulcorado de la llegada de Levi —bien interpretado, eso sí, por John Turturro— convierten la película en un trabajo no muy cercano al tono y estilo del autor turinés.
La manera en que se debe contar y representar el Holocausto ha sido objeto de polémica, prácticamente, desde la liberación de los campos en el 1945. Theodor Adorno, en su muy conocido y a veces malinterpretado dictamen, recalcaba la imposibilidad de escribir poesía después de Auschwitz. Los testimonios de los testigos empezaban a crecer, y en el cine Alain Resnais creó Noche y niebla (1955), un excepcional documental en el que el director de películas no menos imprescindibles como El año pasado en Marienbad (1961) o La guerra ha terminado (1966) repasó, con sutil delicadeza y gran respeto, las políticas de exterminio en los campos del nazismo. Pero habría que esperar hasta 1985 para que viera la luz el gran monumento fílmico sobre el horror: Shoah, el documental de nueve horas y media de Claude Lanzmann. Al igual que Levi, el cineasta abominaba de cualquier intento que banalizase el Holocausto, pero el francés iba mucho más allá que el superviviente de Auschwitz: dada la inefabilidad de la barbarie y de la magnitud de la masacre, la única manera humana de contarlo era mediante la palabra del testigo. Criticó a todos aquellos que usaron la ficción para tratar de narrar el genocidio judío y a quienes utilizaron imágenes de archivo para contar el horror: la única vía de conseguir alcanzar la verdad era mediante el testimonio de las víctimas. Por este motivo, en Shoah los protagonistas son, ante todo, los supervivientes que cuentan sus experiencias, como Abraham Bomba, el peluquero encargado de afeitar las cabezas de los que, acto seguido, iban a ser asesinados en la cámara de gas. Esta apuesta irreductible de Lanzmann por el testimonio es lo que más le acerca a Primo Levi ya que, como se ha dicho, el italiano se consagró a contar la experiencia en el infierno de forma incansable, dando voz a los que no habían sobrevivido y, además, reflexionando sobre su propia vivencia.
Lo evidente es que testimoniar es el gran propósito del italiano en sus obras sobre el Holocausto. Pero Levi no se queda en el mero relato de los acontecimientos. Si esto es un hombre introduce algunos puntos que se convertirán en reflexiones mucho más meditadas en Los hundidos y los salvados, la tercera parte de la trilogía, publicada un año antes de su triste desenlace. De hecho, Anissimov cuenta que la intención original de Levi era llamar a su primera obra «Los engullidos y los salvados». Y es que este título desvela uno de los grandes temas de la obra del químico. Para él, en el campo existían dos tipos de hombres: los «hundidos» y los «salvados». Estos últimos son los que se van a librar de la muerte y que, en su inmensa mayoría, gozaron de un privilegio, los prominenz, entre los que cita al director del campo, al Kapo, a los guardas nocturnos o hasta los cocineros. Explica que, entre los no privilegiados, fueron poquísimos los que se salvaron, y si lo consiguieron fue por una concatenación bastante improbable de sucesos fortuitos, mientras que con rotundidad escribe que «los privilegiados por excelencia, los que habían accedido al privilegio por haberse sometido a las autoridades del campo, no han testimoniado en absoluto por motivos obvios, o bien han dejado testimonios llenos de lagunas, distorsionados o totalmente falsos». Los «hundidos», por su parte, eran ya personajes sin historia, lo que en la jerga del campo se conocía como muselmanner (musulmanes). Estos constituían la inmensa mayoría, la masa anónima constantemente renovada de hombres prácticamente sin identidad, sujetos demacrados, de rostro esquelético y sin expresión, de espalda inclinada y de ojos y rostro tan vaciados que resultaba imposible atisbar huella alguna de pensamiento. Los musulmanes, estos prisioneros tan irreversiblemente exhaustos y extenuados, eran verdaderos cadáveres vivientes. Por ellos testimonia Levi, a los «hundidos» les concede su última palabra.
De esta interesante reflexión deviene otro término que se podría analizar y aplicar a cualquiera de las grandes problemáticas de la actualidad: la «zona gris». Levi reseñó en Los hundidos y los salvados que la maraña de contactos humanos en los campos era muy compleja, y que no se podía reducir, de forma simplista, los bloques a víctimas y verdugos. En la «zona gris», por tanto, estarían todas aquellas personas que, mediante sus acciones, se sitúen en el espacio ambiguo que existe entre los verdugos indudables y las víctimas que son del todo inocentes. En la extraordinaria pieza teatral Himmelweg, el dramaturgo Juan Mayorga —otro de los grandes pensadores del Holocausto— se inserta de lleno en esta reflexión. Este pone en escena al personaje real Maurice Rossel, un inspector de la Cruz Roja que, con el permiso de las autoridades alemanas, entró en el gueto modelo judío de Terezín para realizar una inspección. Tras esta escribió que, pese a las incomodidades típicas de los tiempos de guerra, no encontraba mayor anormalidad. Este personaje, que se dejó engañar fácilmente por la representación teatral llevada a cabo por los gerifaltes nazis a mando del campo, es un irrefutable habitante de la «zona gris», como expresa Mayorga en su libro Elipses: «Intenté explorar la responsabilidad de un hombre cuya misión es ayudar a las víctimas y se acaba convirtiendo en cómplice de los verdugos». La grandeza, originalidad y contemporaneidad de un concepto como la «zona gris» es que se puede aplicar fácilmente a cualquier problema actual, invitando a la reflexión al propio ciudadano. Véase, por citar tan solo un ejemplo, el drama de los refugiados. ¿Está haciendo Europa todo lo que puede para salvar todas las vidas posibles en el Mediterráneo o, por el contrario, ciertas decisiones sitúan a los organismos continentales en el borroso espacio grisáceo? Aplicable a tantas reflexiones, el concepto de «zona gris» es, sin duda, uno de los grandes legados intelectuales de Primo Levi que, como destaca el propio Mayorga, también se puede extrapolar fuera de los campos.
Otro de los grupos tristemente elegidos por el turinés para insertarse en el amplio cajón de la «zona gris» era el de los Sonderkommando. Este escuadrón o «Escuadra Especial» era el que formaban los prisioneros cuya misión era trabajar en el crematorio. Entre sus principales funciones estaban las de dirigir, como ganado, a los que iban a morir a las cámaras de gas, quitarles sus objetos de valor, separar y clasificar el contenido de sus maletas y las ropas, sacar los cadáveres de los ya gaseados, llevar los cuerpos a los crematorios, sacar las cenizas y hacerlas desaparecer. Era una misión tan siniestra que, con el objetivo de que ninguno de ellos pudiese contar lo que hacía, cada poco tiempo eran asesinados y sustituidos por otro grupo de prisioneros. De las doce «Escuadras Especiales» que hubo en Auschwitz, una de ellas se rebeló contra los SS, haciendo estallar uno de los crematorios, pero su aventura duró poco y todos ellos fueron asesinados. Esta rebelión es la que el director húngaro László Nemes refleja en el sensacional filme El hijo de Saúl (2015), cuyo protagonista, Saúl Ausländer, es un miembro del Sonderkommando, y que le valió al cineasta el Óscar a mejor película de habla no inglesa. Para Levi, haber concebido estas escuadras es el delito más demoníaco que perpetró el nacionalsocialismo, ya que además de saberse muertos, sus partícipes debían sentirse como asesinos de sus iguales: ya no es solo la destrucción del cuerpo, sino también la del alma.
De esto también se desprende la culpa como una de las grandes meditaciones de Levi. Aunque nunca se detecta el odio en sus reflexiones y en las declaraciones que concedió, pues lo consideró un sentimiento animal y torpe, aseguró que jamás perdonará a los culpables de la barbarie. No solo a los perpetradores directos, sino a todos aquellos que, de una forma u otra, se mueven en la «zona gris». Es el caso de la sociedad alemana de los años treinta y cuarenta, pues el turinés expresó que quien no sabía era porque no quería saber, y no por ignorancia. Pero sobre todo esto apenas reflexiona en Si esto es un hombre. Sí lo hace, aunque no en la misma medida que en Los hundidos y los salvados, en La tregua, su segunda pieza de la trilogía de la barbarie, en la que se relata la llegada del Ejército Rojo para liberar Auschwitz, el 27 de enero de 1945, y el posterior cautiverio de nuestro escritor por campos de refugiados y trenes por el viejo continente, deambulando por ciudades como Katowice, StaryjeDorogui, Iasi, Bratislava o Munich, entre tantas otras, hasta su llegada al norte de Italia en octubre de ese mismo año. Estos nueve meses Levi los describe como su particular vagabundeo por los márgenes de la civilización, en un tiempo suspendido en que la guerra aún está muy candente y la libertad no se acaba de asumir como algo tangible. El libro fue publicado en abril de 1963, y a diferencia de lo que ocurrió con la primera tirada nimia de Si esto es un hombre, sí conquistó rápidamente el favor y el interés de los lectores. Y es que, como destaca Antonio Muñoz Molina, nadie ha contado el infierno con tanta claridad y profundidad como Primo Levi.
Pero este no solo escribió sobre su experiencia en Auschwitz. Además de la trilogía que lo encumbra como uno de los más necesarios autores para comprender el pasado siglo, el químico se lanzó a la redacción por otros caminos que, al menos, son dignos de reseñar. Mismamente, en su muy recomendable El sistema periódico (1975), Levi mezcla episodios propios con enseñanzas adquiridas de su formación química, uniendo los veintiún capítulos a diferentes elementos de la tabla periódica, y demostrando gran originalidad. Y también cultivó el género de la ciencia ficción, como demuestran sus relatos de «Defecto de forma» (1971), entre otros. Incluso, Península acaba de editar Yo, quien os habla, en el que se recogen las tres entrevistas que le hizo Giovanni Tesio, en enero de 1987, con el objetivo de realizar una biografía autorizada.
Esta conversación con el periodista italiano fue uno de las últimas declaraciones que el turinés realizó. El 11 de abril de ese mismo año se quitó la vida cayendo por el hueco del ascensor. El más que presumible suicidio —aunque exista alguna que otra versión discrepante— no era esperado por nadie. Al igual que los supervivientes Paul Celan, en 1970, y Jean Améry, ocho años después, Levi se quitaba la vida, llevando consigo las marcas de una venenosa enfermedad que había erosionado su cuerpo y, especialmente, roído su alma más de cuatro décadas atrás: Auschwitz. Transcurridos cien años de su nacimiento, el mundo del pensamiento y la cultura rinde homenaje a uno de los autores más importantes de la pasada centuria, que ha ayudado a vencer al traumático pasado con la ferocidad de su inquebrantable testimonio. En este marco, en octubre se celebra en la Universidad Complutense un congreso internacional en su honor, al que acudirán varios de los destacados expertos en su trabajo. Pero el mayor tributo que se puede hacer a Primo Levi es volver siempre a su obra. Esta será la mejor forma de tener sus enseñanzas siempre presentes y, como expone en Los hundidos y los salvados, no permitir que se olvide que en Europa nunca han sido extinguidas tantas vidas humanas en tan poco tiempo ni con una combinación tan lúcida de ingenio tecnológico, fanatismo y crueldad como en los campos de la muerte nazis. La memoria y el testimonio como mejores aliados para evitar que semejante barbarie pueda volver a repetirse. Así lo entendió Levi. ¿Lo hemos comprendido nosotros?
***
Tomado del blog Jot Down
Visitas: 40
Deja un comentario