
Hace ya varios años, en una larga entrevista, un escritor pretendió, de manera campechana, que los habitantes de la ya extinta provincia La Habana pasáramos a llamarnos –o ser– «provinciahabaneros». Así, sin más ni más, de la noche a la mañana, «provinciahabaneros».
Para justificar su arrebato de lo que un ensayista latinoamericano llamó «miopía lugareña», el entusiasta escritor –ahora con residencia en España, antes con residencia en Alamar, La Habana–, empleaba con su entrevistador una página completa de una edición de la Tertulia Cultural del bisemanario El habanero. Desde entonces ronda en mi cabeza la provocadora «tesis» del escritor neopacino-alamareño…Cierra la primera anécdota.
Abre la segunda: en un cartel o valla que podía verse al llegar a cualquiera de los diecinueve municipios de la provincia La Habana, aparecía esta frase al pie de la imagen física de un corajudo oficial de nuestras guerras de independencia: «Coronel Juan Delgado. Patriota insigne provincial».
Desgraciadamente, no comparto ni la estéril pretensión de la primera ni la estrecha dimensión de la segunda.
Vivo en un municipio llamado Caimito, hoy perteneciente a la provincia de Artemisa, en la casa marcada por el número 3807 –desde ahora la suya, querido lector–. El lugar me parece exquisito. Al respecto, le respondí en una entrevista al escritor, amigo y coterráneo Francisco García González:
(QUOTE) Soy un autor habanero, y a mucha honra, y no tengo por qué decir que Caimito es la cuna de la civilización occidental o el lugar más poético de Cuba (…) Para vivir decentemente necesito un rincón en una esquina del mundo, y esa esquina está en Caimito. Pero mi visión de escritor no puede acabar en la entrada del pueblecito de Anafe.
¡Oh, esa esquina! Por allí pasa el aire que atraviesa la montaña situada al fondo. Y viene mucho aire de frente, atraviesa impetuoso la sala y se abraza en el comedor con el aire que viene del fondo. Hay aire por todas partes: en la sala, la cocina, los cuartos… Es la fiesta del aire. El calor encendido de julio y agosto es apenas una broma mientras se está cobijado en la casa.
Y hay mucha luz, y agua potable, y un patio ideal para hacer tertulias y descargas, para hablar sobre la música de Chucho Valdés o la última novela de Mario Vargas Llosa o de la más reciente cuentística cubana, o del último poeta habanero descubierto por una revista de arte y literatura.
Un patio para conversar de las cosas torcidas y derechas de este mundo, ¡que son tantas y tantas!, un patio exquisito para tomarse un té o una botella de ron, con amigos y amigas de provincias, que no provincianos, al abrigo de las colgantes uvas que sembraron las prodigiosas manos de Ada.
Un refugio en una esquina del mundo, que no está en Beverly Hills ni en los Campos Elíseos. Ni siquiera en la populosa calle 23 del Vedado. El 3807 marca la casa donde están ciertas novelas de Flaubert, Balzac, Víctor Hugo, Dostoievski, Carlos Fuentes, Carpentier, García Marquez, Julio Cortázar… en medio de un librero que le hace saltar los ojos a cuanto visitante se asoma al primer cuarto de la vivienda.
Mi casa está en una esquina de un pueblo cualquiera; pero los libros, el arte, la cultura sobre todo me han hecho desandar el Universo y saber que, más allá de mis mares, está la obra inmensa de muchos hombres y mujeres que aman, sufren, crean y se emocionan en lenguas que ni siquiera conozco, y más acá, en mi Patria, existen la virtud, la brillantez, el ingenio, en no pocos de sus hijos.
Soy escritor de narrativa y teatro, de poesía y décima. Y no me aficiona ser provinciano. No me entusiasma mirar con luces de corto alcance. Al igual que un amigo novelista, quisiera escribir para millones de lectores, que me lean y conozcan. Y no es asunto de fama o dinero, sino de compartir una estrella, una fase lunar, un eclipse, una inquietud, una esperanza, una certeza, una duda…con esos millones de seres que apenas conocemos o no conocemos en nada; pero también habitan este mundo nuestro parado de cabeza.
Para cumplir ciertas formalidades con la modestia, no es útil ni saludable que uno mismo se cite. Perdónenme, pues, por haber citado en exceso –y aquí recuerdo a don Miguel de Unamuno– «al hombre que más a mano tengo».
Al autor de Color local le conté mi orgullo por vivir «en provincia» o «en el campo», como erróneamente llaman los habitantes de la capital del país –al fin y al cabo, otra provincia de Cuba– a quienes residen fuera de la ciudad de La Habana.
En cambio me negaba y negaré a ser provinciano, a mirar la vida, mi entorno, con ojos de ciego o con luces cortas, pensando, como el aldeano vanidoso del que hablaba Martí, que el mundo entero es mi aldea, primer gran defecto de todo provinciano.
Miro el librero. Toco los libros. Toco un montón de nombres universales que vivieron donde les vino en gana, en sonoras capitales o en humildes provincias o pueblos desconocidos y lejanos, y sin embargo escribieron o pintaron o compusieron música como dioses para no ser provincianos ni tullidos.
Pienso en el novelista Robert Graves, residente en un pueblecito perdido de España, a quien la Academia Sueca le sigue debiendo un Nobel por todos sus imponentes retratos de la Roma milenaria, fascinante y decadente, pienso en Horacio Quiroga y en su selva plagada de misterios y peligros delirantes, pienso en el novelista Paul Bowles, a quien Argelia lo llevó a escribir un Cielo protector que todavía me sobrecoge y deslumbra, pienso en el ya imprescindible José Saramago, residente en Lanzarote hasta su fin, hombre que dijo no saber dónde estaba Dios; pero demostró saber dónde estaba el corazón de la mejor literatura.
Y en nuestra Matanzas escribió largamente esa adorable perturbadora llamada Carilda Oliver, y hasta los valles y las lomas de Pinar cargó en sus hombros dos Premios Casa la narradora Nersys Felipe, y hasta las lomas de Tapaste llevó su casa el gran pintor Manuel Mendive, y con su música vinieron para «La Habana profunda» los muy reconocidos hermanos Vitier…
«El Vedado será siempre el Vedado, el resto es solo áreas verdes», asegura cierta gente que apesta a provinciano y circunscriben toda la suerte y el talento al hecho de vivir en este sitio o en otro, como si siempre una dirección postal se encargara de dar lustre y garbo a quien posiblemente no los tenga… ni viviendo en El Vedado, o se encargaran esa suerte y ese talento de estar vedados (¡precisamente vedado!) a pinareños, matanceros, cienfuegueros… ¡Ni qué decir de los ya míticos orientales!, reducidos a policías subnormales y chupadores incansables de alcohol barato.
Es como decía el finado Guillermo Vidal, el muy premiado escritor de Las Tunas: «A algunos de estos presumidos ya quisiera yo verlos comportarse en Londres o París». Quizás entonces –atendiendo a sus torpes actitudes y al hecho de residir oficialmente en la provincia Ciudad de La Habana– se conviertan, a los ojos del escritor de Alamar-Nueva Paz, en algo así como un «provinciacapitalinos» o «provinciacitadinos», que para el caso…
Y de este provincianismo enfermizo no se salvan a veces algunas grandes figuras, quienes pueden disertar magistralmente sobre Shakespeare o Cervantes, Goya o Picasso, Borges o Bioy Casares, Welles o Bergman…, pero todo lo que no sea de su preferencia termina por parecerles fatuo y decadente.
Ahora, cuando casi concluyo, recuerdo nuevamente al coronel Juan Delgado, odio mayor de los vencidos españoles, quienes, ni aún después de la guerra y la humillante derrota, renunciaron a darle muerte. Y lo mataron. Historia bien conocida es el rescate, en medio de una lluvia de balas, del cuerpo sin vida del Lugarteniente General Antonio Maceo el 7 de diciembre de 1896 en San Pedro.
«El que se sienta cubano, que me siga», gritó el coronel mambí al iniciar el rescate. Un grito de transparente identidad en medio de la muerte. Fue historia bien conocida, y es historia grande. A Juan Delgado y sus hombres se debe esa joya de la vergüenza cubana.
Al respecto, recordaba el historiador Eusebio Leal en entrevista concedida a Rosa Miriam Elizalde y publicada en Juventud Rebelde el 11 de junio de 1995, bajo el título de Esta es la montura de la reivindicación:
(QUOTE) Hay tiros, gente corriendo por aquí y por allá, cientos de gente. En ese instante irrumpe Juan Delgado, cubano tenido por irresponsable y que estaba hasta sancionado, y él es quien espanta a las auras de allí y se lleva los cuerpos (…) Es este hombre quien recibe la terrible misión de trasladar ocultos los cadáveres.
(QUOTE) En el Cacahual, donde vivía un pariente suyo, Pedro Pérez, fue cavada la tumba. El secreto mejor guardado de Cuba permitió que este acto que celebramos hace unas horas tuviera lugar, y yo diría, que hizo posible las relaciones que con España tenemos hoy.
Al referirse al «acto que celebramos hace unas horas», Leal evocaba el digno gesto de una delegación de altos oficiales españoles, quienes tuvieron a bien entregar a Cuba «una montura perteneciente al general Antonio Maceo». Una montura con valor histórico discutible; pero de notable valor espiritual para dos pueblos que, más allá de rencores, encontronazos y discrepancias de todo tipo, habían fundido savia y raíces sobre las brasas de un fuego mutuo.
De haber caído el cuerpo sin vida de Antonio Maceo en manos enemigas, seguramente la orgía hubiera sido en grande, casi bárbara, por España haber liquidado al hombre que representaba «el cincuenta por ciento de sus problemas en Cuba». A Rosa Miriam Elizalde le aseguraba el Historiador de La Habana:
(QUOTE) Porque si en vez de haberse ocultado el cadáver, ese cuerpo cae en manos españolas, aquí no habría ni clero. El 8 de diciembre, un día después de la muerte de Maceo, se celebraba la Inmaculada Concepción. Era día de fiesta y las iglesias lanzaron sus campanas al vuelo. El clero aprovechó para manifestar su integrismo contra los demonios de la insurrección y de la guerra. Si el cadáver hubiera caído en manos españolas, lo habrían quemado aquí en la Plaza de Armas, en medio de un escarmiento que no habría dejado espacio en este país a reconciliación de ningún tipo.
Juan Delgado nos evitó esa tragedia sin fin. No es, por tanto, un patriota insigne provincial, sino un patriota insigne de la provincia y, mejor sea dicho: un patriota insigne de Cuba entera.
Que su patria chica fue Bejucal, perfecto. Que amó entrañablemente ese pedacito de tierra al que los mexicanos llaman sabiamente La Matria, pues están en ese pedacito nuestra casa primera y nuestra infancia, nadie lo dude. Pero que su grandeza no era provinciana, tampoco lo dude nadie. Y es lo mejor y más sabio del caso. ¿No les parece así a ustedes, queridos lectores universales?
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