Alexandr Serguéievich Pushkin (1799-1837) es el primer escritor ruso de importancia mundial que participó no solo en el proceso literario ruso, sino en el mundial (y más ampliamente, en el cultural. Dostoievski insistía en que toda la gran literatura rusa siguiente «salió directo de Pushkin».[1] La importancia mundial de Pushkin está ligada a la conciencia de la importancia mundial de la tradición literaria que él creó. Pushkin trazó el camino para la literatura de Gógol, Turguéniev, Tolstói, Dostoievski y Chéjov, una literatura que se convirtió por derecho no solo en un hecho de la cultura rusa, sino en un momento muy importante del desarrollo espiritual de la humanidad. Y la obra de estos escritores, pensada en su unidad, inevitablemente exigía que se le prestara atención a Pushkin y que se ahondara en las profundidades de su obra. Aunque algunos escritores (por ejemplo, Mérimée, Mickiewicz) ya habían dicho antes que Pushkin era un genio y un escritor de importancia mundial, el reconocimiento de su papel fuera de las fronteras de Rusia llegó retrospectivamente, a través del prisma del destino ulterior de Rusia y de la literatura rusa. La obra de Pushkin fue ese punto de inflexión en el que la cultura rusa se convirtió en una voz a la que tenía que escuchar todo el mundo educado. La cultura europea lo comprendió recién al escuchar a Tolstói, a Dostoievski y a Chéjov, pero el giro mismo sucedió con Pushkin y, en un grado significativo, gracias a su genio. El talento de Pushkin no solo era enorme, era específico, precisamente el que se necesitaba para producir ese giro. Además de la universalidad específica del pensamiento artístico de Pushkin y de su capacidad para penetrar intuitivamente en el espíritu de diferentes culturas y épocas, aquí, sin lugar a dudas, desempeñó un papel importante su amplio conocimiento de la literatura mundial. Ligado orgánicamente a la tradición de la cultura patria, Pushkin era al mismo tiempo un gran conocedor de la francesa y se orientaba en ella no peor que cualquier escritor francés de su época, tenía amplios conocimientos en el ámbito de la literatura italiana e inglesa, le interesaban las literaturas alemana y española. El objeto constante de su atención a lo largo de toda su vida fue la cultura antigua. El «orientalismo» de Pushkin no era un tributo superficial a la moda romántica, sino que estaba basado en un conjunto de fuentes primarias al que tenía acceso. Atraían su atención los folclores de los diferentes pueblos. Es esencial señalar, además, que todos estos intereses formaban en la conciencia del poeta una concepción unificada de la cultura mundial.
Sin embargo, todo este trabajo polifacético del genio no habría sido efectivo de no haber sido precedido por otro trabajo del pensamiento y del arte, esa grandiosa construcción —comenzada por V. K. Trediakovski, M. V. Lomonósov y A. P. Sumarókov y que llegó hasta A. N. Radíschev, N. M. Karamzín, V. A. Zhukovski— de una nueva literatura rusa como parte y herencia de la literatura universal.
El desarrollo creativo de Pushkin fue impetuoso. No menos importante es que fue consciente: el poeta percibía con claridad las fronteras de su obra. Dichos momentos, como regla, están marcados por revisiones conclusivas de lo escrito y por la creación de antologías totalizadoras. Hombre de un pensamiento profundamente histórico, Pushkin extendió esta mirada a su propia obra. Y al mismo tiempo, ésta se caracteriza por su unidad. Es como la realización de un camino orgánico. La obra de Pushkin es multigenérica. Y aunque en la conciencia del lector, y en la propia, Pushkin era ante todo poeta, también la prosa y la dramaturgia se incorporaron orgánicamente a su mundo artístico desde los primeros ensayos hasta las últimas páginas. Y hay que agregar a esto la crítica literaria, el periodismo, la escritura epistolar, la prosa histórica, recordar la diversidad de su poesía, que mezclaba todos los géneros de la lírica, los poemas narrativos, la novela en verso y los cuentos. En fin, ya se ha señalado que la misma biografía de Pushkin fue en cierto sentido una creación artística, la obstinada realización de un plan creativo.
En las diferentes etapas, diferentes géneros ocuparon una posición dominante que expresaba la orientación rectora del pensamiento artístico según los años. Pero importa notar que, junto a esta corriente genérica dominante que el poeta ofrecía al lector, había, como regla, un laboratorio con una dominante oculta. Los géneros se desarrollaban en una estrecha interacción. Así, la lírica a veces era el laboratorio de un poema; las cartas amistosas, la escuela de la prosa. En determinado momento, la lírica preparaba la prosa, en otros, la prosa se convertía en el laboratorio de la lírica, el drama elaboraba la mirada sobre la historia. En cierto sentido, toda la obra de Pushkin es una producción multigenérica unitaria cuyo tema es su destino artístico y humano.
Bajo esta relación entre los géneros, con sus ecos permanentes y penetraciones mutuas que forman como si fuera una única orquesta multivocal, cambió por principio el enfoque jerárquico de los géneros. El valor de este o aquel género se determinaba por su expresividad artística en el marco de una intención determinada y no por su lugar en una jerarquía abstracta. La transposición de las normas de un género a otro fue un importante medio revolucionario del estilo de Pushkin, la fuente de su dinámica. De allí la sensación de novedad que asombraba a sus contemporáneos y la singularidad del estilo pushkiniano. Gracias a esto, Pushkin pudo rechazar la tajante división de los medios de la lengua en «bajos» y «altos». Esta fue una condición esencial para resolver una tarea, que consideraba importantísima, de la cultura nacional: la síntesis de los estilos lingüísticos y la creación de un nuevo lenguaje literario nacional.
Al realizar una síntesis original de los elementos básicos de la lengua literaria rusa, Pushkin borró para siempre las fronteras entre los tres estilos clásicos del siglo XVIII. Al derrumbar este esquema, Pushkin creó y sancionó la diversidad de los estilos nacionales […] Como consecuencia, se reveló la posibilidad de una variación individual y artística infinita de los estilos literarios (V. V. Vinográdov).
***
El primer período de la obra de Pushkin (1813- verano de 1817) coincide con la lucha descarnada entre los partidarios de Karamzín y los de Shishkov. El Pushkin del Liceo formó parte activa de los seguidores de Karamzín. Los epigramas contra los «conferencistas»[2], los numerosos y polémicos ataques en la poesía de esos años, su entrada a «Arzamás»[3] (con el sobrenombre de «Grillo») son testimonio de la posición combativa de Pushkin en el marco de esta orientación literaria. Señal de ello es la perceptible orientación, en una serie de poesías de este período, hacia la tradición poética de Zhukovski y de K. N. Bátiushkov. Sin embargo, al mismo tiempo, toda una serie de indicios de la posición literaria del joven Pushkin no solo son incompatibles con la poética de los karamzinistas, sino que la contradicen profundamente. Incluso sin mencionar el interés por la prosa filosófica al estilo del siglo XVIII (proyecto de la novela Fatam, o la Razón humana), la obra de Pushkin de estos años muestra un vivo interés por los géneros épicos y en especial por el poema narrativo satírico, que quedaba completamente afuera de la poética de los karamzinistas. El monje (1813), Bova (1814), La sombra de Barkov y La sombra de Fonvizin (1815), Ruslán y Ludmila (también comenzada en el Liceo) son un testimonio convincente de una orientación artística ligada a la tradición satírica del siglo XVIII que contradice la orientación lírico-subjetiva de los karamzinistas. En su lírica se puede notar la influencia de G. P. Derzhavin («Recuerdos de Tsárskoe Seló»), de D. Davídov («Estudiantes de fiesta», «Los jinetes», etc.), de M. V. Milónov y de otros poetas «ciudadanos» de la década de 1810 («A Licinio»). El círculo de las influencias europeo-occidentales también es muy contradictorio: de Voltaire a Ossian. La variedad estilística se corresponde con la amplitud temática de la obra de un poeta que recién se inicia.
La falta de unidad en la obra del Pushkin liceísta a veces se interpreta como resultado de la inmadurez artística de un poeta que todavía no ha encontrado su camino En cierto sentido es así. Sin embargo, hay que notar que el período de aprendizaje propiamente dicho fue muy breve; tras asimilar diferentes tradiciones y entonaciones artísticas, el poeta pronto alcanzó en cada una de ellas la perfección de los maestros maduros. Si en las elegías y en los romances (por ejemplo, «Deseo» o «El cantor») Pushkin es un oponente maduro de un maestro ya reconocido en la época, como Zhukovski, en la misiva amistosa («La ciudadela») se iguala a Bátiushkov. Aún más interesantes son sus intentos de síntesis artística de diferentes tradiciones, que permiten al joven poeta asumir el papel de innovador. Así, en «Recuerdos de Tsárskoe Seló» (1814), la obra indiscutiblemente central del período del Liceo, Pushkin, al sintetizar la experiencia artística de las elegías históricas de Bátiushkov con la oda de Derzhavin, pudo lograr un efecto conceptual y artístico inesperado otorgándole a la poesía cívico-patriótica una sonoridad de exaltación lírica con entonación personal.
El segundo período de la obra transcurre entre el otoño de 1817 y la primavera de 1820. Al terminar el Liceo, Pushkin se asentó en San Petersburgo. Este período está marcado por el acercamiento a los decembristas. El poeta se encuentra asiduamente con F. Glinka, N. Turguéniev y P. Chaadáiev y recibe una fuerte influencia de sus ideas. Pushkin entra en sociedades estrechamente ligadas al movimiento decembrista: la «Lámpara verde»[4] y la Sociedad libre de los amantes de la literatura rusa.[5] Su lírica política expresa las ideas de la Unión para la Prosperidad.[6] Precisamente en la esfera de la lírica poética de estos años es especialmente notable el carácter innovador de Pushkin y sus búsquedas de nuevas soluciones artísticas. Tras intentar resolver con la oda «Libertad» la tarea de crear una lírica política actual sobre la base de la tradición del siglo XVIII, Pushkin ya no vuelve a este intento, y el llamado de Küchelbecker en 1824 a dar renacimiento a la oda solo despierta en Pushkin una actitud irónica. Son interesantes los intentos de usar los géneros «bajos», que tradicionalmente se consideraban marginales, y crear sobre su base una poesía civil que una el pathos elevado con las entonaciones íntimas. Estos intentos se hacen con el madrigal («A N. Ia. Pliuskova», «El inexperto amante de regiones ajenas…») y con las misivas amistosas (el ciclo de la «Lámpara»).
En este sentido, reviste especial interés la misiva «A Chaadáiev» (1818). Los primeros versos del poema debían evocar en el lector las imágenes y la estilística de la elegía melancólica. Este género, cultivado activamente por los poetas jóvenes de los años ’20 y por el mismo Pushkin, no simpatizaba en el círculo de los decembristas. Sobre el fondo de la tradición elegíaca, los versos: «Del amor, la esperanza, la calma fama / No mucho tiempo nos aduló el engaño», se percibían como una queja contra la «prematura vejez del alma», un desencanto de las «diversiones juveniles». Basta recordar la elegía de Pushkin: «He sobrevivido a mis deseos, / Desenamorado me he de mis anhelos; /Solo me quedan sufrimientos, / Frutos de un corazón vacío» (II, 165), para que se haga evidente la semejanza estilística y tonal de los versos. Sin embargo, el comienzo de la estrofa siguiente gira abruptamente el curso del pensamiento. No por casualidad empieza con el enérgico adversativo «pero». Al alma desencantada se opone un alma llena de fuerza y virilidad. Al mismo tiempo, el cliché fraseológico «arde el deseo» sugiere, como parece, que se habla de la fuerza no agotada del sentimiento amoroso (cf. por ejemplo el verso de Pushkin: «En la sangre arde el fuego del deseo»). Recién a partir del sexto verso se revela que el objeto del discurso es el ansia de libertad y de lucha. La tercera estrofa funde las imágenes de la lírica política y amorosa en una unidad tensa y emocional. Y solo después de esto llegan las dos estrofas conclusivas, en las cuales el acceso pasional cede a un anhelo elevado, y la fraseología tensamente amorosa se trueca por la imagen de la camaradería en la lucha.
Esta innovación poseía un trasfondo profundo. La ética de la Unión para la Prosperidad tenía un tinte ascético. Su ideal era el héroe que voluntariamente renunciaba a la felicidad personal por la felicidad de la patria. Desde esta posición se condenaba también la lírica amorosa, que debilitaba y alejaba del severo heroísmo: «No tengo el amor en mente: / ¡Ay, sufre mi patria…!»[7]. V. F. Raievski, ya recluso en el fuerte de Tiraspolski, exhortó a Pushkin: «¡Deja el amor para otros cantores! / ¿Cantar el amor cuando se vierte la sangre?»[8] En la misma dirección ejercía su influencia sobre Pushkin N. Turguéniev. Bajo su influjo, Pushkin comenzó la oda «Libertad», una provocativa expulsión de la diosa del amor y un llamado a «romper la enternecida lira» (cf. el comienzo análogo de «Indignación» de Viázemski). Sin embargo, la posición de Pushkin era más compleja en su conjunto. En el poema «El inexperto amante de las regiones ajenas…», Pushkin yuxtapuso como dos ideales compatibles al ciudadano «con un alma noble, / elevada y ardientemente libre» y a la mujer «no de una belleza fría, / Sino ardiente, viva, cautivante» (II, 43). El paralelo entre «alma ardientemente libre» y «belleza ardiente» subraya aún más agudamente el hecho de que a los ojos del poeta el amor no contradice la libertad, sino que aparece como si fuera su sinónimo. La libertad incluye la felicidad y el florecimiento, no la autolimitación de la personalidad. Por eso para Pushkin la lírica política y la amorosa no se contradecían, sino que se fundían en un acceso de amor a la libertad.
La falta de unidad en la obra del Pushkin liceísta a veces se interpreta como resultado de la inmadurez artística de un poeta que todavía no ha encontrado su camino En cierto sentido es así. Sin embargo, hay que notar que el período de aprendizaje propiamente dicho fue muy breve; tras asimilar diferentes tradiciones y entonaciones artísticas, el poeta pronto alcanzó en cada una de ellas la perfección de los maestros maduros. Si en las elegías y en los romances (por ejemplo, «Deseo» o «El cantor») Pushkin es un oponente maduro de un maestro ya reconocido en la época, como Zhukovski, en la misiva amistosa («La ciudadela») se iguala a Bátiushkov. Aún más interesantes son sus intentos de síntesis artística de diferentes tradiciones, que permiten al joven poeta asumir el papel de innovador. Así, en «Recuerdos de Tsárskoe Seló» (1814), la obra indiscutiblemente central del período del Liceo, Pushkin, al sintetizar la experiencia artística de las elegías históricas de Bátiushkov con la oda de Derzhavin, pudo lograr un efecto conceptual y artístico inesperado otorgándole a la poesía cívico-patriótica una sonoridad de exaltación lírica con entonación personal.
El segundo período de la obra transcurre entre el otoño de 1817 y la primavera de 1820. Al terminar el Liceo, Pushkin se asentó en San Petersburgo. Este período está marcado por el acercamiento a los decembristas. El poeta se encuentra asiduamente con F. Glinka, N. Turguéniev y P. Chaadáiev y recibe una fuerte influencia de sus ideas. Pushkin entra en sociedades estrechamente ligadas al movimiento decembrista: la «Lámpara verde»[4] y la Sociedad libre de los amantes de la literatura rusa.[5] Su lírica política expresa las ideas de la Unión para la Prosperidad.[6] Precisamente en la esfera de la lírica poética de estos años es especialmente notable el carácter innovador de Pushkin y sus búsquedas de nuevas soluciones artísticas. Tras intentar resolver con la oda «Libertad» la tarea de crear una lírica política actual sobre la base de la tradición del siglo XVIII, Pushkin ya no vuelve a este intento, y el llamado de Küchelbecker en 1824 a dar renacimiento a la oda solo despierta en Pushkin una actitud irónica. Son interesantes los intentos de usar los géneros «bajos», que tradicionalmente se consideraban marginales, y crear sobre su base una poesía civil que una el pathos elevado con las entonaciones íntimas. Estos intentos se hacen con el madrigal («A N. Ia. Pliuskova», «El inexperto amante de regiones ajenas…») y con las misivas amistosas (el ciclo de la «Lámpara»).
En este sentido, reviste especial interés la misiva «A Chaadáiev» (1818). Los primeros versos del poema debían evocar en el lector las imágenes y la estilística de la elegía melancólica. Este género, cultivado activamente por los poetas jóvenes de los años ’20 y por el mismo Pushkin, no simpatizaba en el círculo de los decembristas. Sobre el fondo de la tradición elegíaca, los versos: «Del amor, la esperanza, la calma fama / No mucho tiempo nos aduló el engaño», se percibían como una queja contra la «prematura vejez del alma», un desencanto de las «diversiones juveniles». Basta recordar la elegía de Pushkin: «He sobrevivido a mis deseos, / Desenamorado me he de mis anhelos; /Solo me quedan sufrimientos, / Frutos de un corazón vacío» (II, 165), para que se haga evidente la semejanza estilística y tonal de los versos. Sin embargo, el comienzo de la estrofa siguiente gira abruptamente el curso del pensamiento. No por casualidad empieza con el enérgico adversativo «pero». Al alma desencantada se opone un alma llena de fuerza y virilidad. Al mismo tiempo, el cliché fraseológico «arde el deseo» sugiere, como parece, que se habla de la fuerza no agotada del sentimiento amoroso (cf. por ejemplo el verso de Pushkin: «En la sangre arde el fuego del deseo»). Recién a partir del sexto verso se revela que el objeto del discurso es el ansia de libertad y de lucha. La tercera estrofa funde las imágenes de la lírica política y amorosa en una unidad tensa y emocional. Y solo después de esto llegan las dos estrofas conclusivas, en las cuales el acceso pasional cede a un anhelo elevado, y la fraseología tensamente amorosa se trueca por la imagen de la camaradería en la lucha.
Esta innovación poseía un trasfondo profundo. La ética de la Unión para la Prosperidad tenía un tinte ascético. Su ideal era el héroe que voluntariamente renunciaba a la felicidad personal por la felicidad de la patria. Desde esta posición se condenaba también la lírica amorosa, que debilitaba y alejaba del severo heroísmo: «No tengo el amor en mente: / ¡Ay, sufre mi patria…!»[7]. V. F. Raievski, ya recluso en el fuerte de Tiraspolski, exhortó a Pushkin: «¡Deja el amor para otros cantores! / ¿Cantar el amor cuando se vierte la sangre?»[8] En la misma dirección ejercía su influencia sobre Pushkin N. Turguéniev. Bajo su influjo, Pushkin comenzó la oda «Libertad», una provocativa expulsión de la diosa del amor y un llamado a «romper la enternecida lira» (cf. el comienzo análogo de «Indignación» de Viázemski). Sin embargo, la posición de Pushkin era más compleja en su conjunto. En el poema «El inexperto amante de las regiones ajenas…», Pushkin yuxtapuso como dos ideales compatibles al ciudadano «con un alma noble, / elevada y ardientemente libre» y a la mujer «no de una belleza fría, / Sino ardiente, viva, cautivante» (II, 43). El paralelo entre «alma ardientemente libre» y «belleza ardiente» subraya aún más agudamente el hecho de que a los ojos del poeta el amor no contradice la libertad, sino que aparece como si fuera su sinónimo. La libertad incluye la felicidad y el florecimiento, no la autolimitación de la personalidad. Por eso para Pushkin la lírica política y la amorosa no se contradecían, sino que se fundían en un acceso de amor a la libertad.
La principal obra de este período fue Ruslán y Ludmila. Trabajó sobre ella durante todo el período de San Petersburgo y la concluyó recién en la primavera de 1820. La edición autónoma salió ese mismo año de 1820, cuando el autor ya estaba en el sur (luego, en la segunda edición de 1828, se introdujeron cambios esenciales, en particular se incluyó por primera vez la introducción «En la ensenada un roble verde…»). El poema tuvo gran éxito entre los lectores, pero la crítica lo juzgó en general con mesura. A pesar de la reseña elogiosa de Zhukovski, los karamzinistas más viejos no aprobaron el poema: Karamzín lo llamó condescendientemente «poemita», y Dmítriev lo juzgó indecoroso. Inspirado por I. I. Dmítriev, A. F. Voiéikov dio a la imprenta dicha opinión, que sometía el poema a una crítica parcial y quisquillosa. A pesar de los polémicos ataques a Zhukovski al comienzo de la cuarta canción del poema (notados por I. N. Tiniánov), Ruslán y Ludmila no muestra indicios de que Pushkin se acercara a P. A. Katenin y a los «arcaístas». Katenin también tenía una opinión negativa de Ruslán y Ludmila (cf. la reseña de D. P. Zíkov, pseudónimo de Katenin, en El hijo de la patria, señalada por B. V. Tomashevski). Los representantes de la reacción literaria (A. G. Glagólev en «El heraldo de Europa») lo valoraron críticamente. Pero también el decembrista N. I. Kutúzov, miembro de la Unión para la Prosperidad, expresó la opinión de sus camaradas políticos al criticar el poema por su falta de «sentimientos elevados». Además, repitió la acusación de que el poema era inmoral, coincidiendo literalmente con los críticos partidarios de convicciones políticas completamente diferentes. Dmítriev se refirió al poema con las siguientes palabras: «No veo aquí ni ideas ni sentimiento: solo veo sensualidad» (IV, 284), y Kutúzov: «Lamentamos que la pluma de Pushkin, joven discípulo de las musas, esté animada no por los sentimientos, sino por la sensualidad».[9]
Entre los que aprobaron el poema e incluso expresaron su admiración estaban Zhukovski, Krilov, Küchelbecker, Viázemski y A. Turguéniev, pero ninguno de ellos participó de la polémica. A. Pogorelski defendió a Pushkin, pero todavía no tenía autoridad literaria.
En su conjunto, la crítica se mostró incapaz de comprender lo innovador del poema. Al no poder identificarlo con ninguno de los géneros usuales (sobre esta base «El heraldo de Europa» tachó al poema de «romántico»), la crítica no podía entender el principio artístico fundamental del poema: la yuxtaposición contrastiva de pasajes incompatibles por su género y estilo. En el poema reina una ironía dirigida contra el mismo principio genérico. En ello, y no en algunas descripciones libres, se basaba la acusación de «inmoralidad»: los críticos no podían determinar el punto de vista del autor, veían que la ironía reemplazaba la moral. Los perturbaba no tanto el tono juguetón de algunas escenas cuanto su vecindad con las entonaciones heroicas y de lirismo elevado. Sin embargo, precisamente en esto –todavía inmaduros, bajo la forma de partes directamente incompatibles– ya aparecían los principios narrativos que llegaron a la madurez en Evgueni Oneguin. No es casual que, en una de las primeras estrofas de la novela en verso, Pushkin aludiera, saltando por sobre sus «poemas del sur» a los «amigos de Ludmila y Ruslán» (el poema se llamaba precisamente así, no Ruslán y Ludmila, en una de las primeras publicaciones en el periódico «El hijo de la patria»).
El tercer período de la obra está ligado a la estadía de Pushkin en el sur durante su exilio (1820-1824). La obra de estos años fue escrita bajo el signo del romanticismo. En el período «sureño», Pushkin escribió los poemas narrativos El prisionero del Cáucaso (1820-1821), La gabriliada (1821), Los hermanos bandoleros (1821-1822), La fuente de Bajchisarái (1821-1823), comenzó Los gitanos (concluido en 1824 en Mijáilovskoie) y proyectó y en parte comenzó Vadim (1822), el poema sobre los heteristas, Akteón, Bova, Mstislav (todos esbozos de 1821-1822). El prisionero del Cáucaso lo hizo famoso. La fuente de Bajchisarái, publicado con un prefacio programático de P. A. Viázemski, consolidó la posición de Pushkin entre los líderes del romanticismo ruso. En 1824, en «El hijo de la patria» (N° 13), M. Karniolin-Pinski en una reseña sobre La fuente de Bajchisarái, habló de «byronismo»: «Byron sirvió de modelo para nuestro Poeta; pero Pushkin lo imitó como suelen hacerlo los grandes Artistas: su Poesía es en sí ejemplar» (p. 272). Con posterioridad, tocaron esta cuestión I. Kireievski y Bielinski. «El nuevo género literario del ‘poema romántico’ creado por Pushkin según el modelo de los ‘poemas orientales’ de Byron representa la realidad refractada en la percepción subjetivamente lírica del héroe, con el cual el poeta se identifica emocionalmente»[10]. Al mismo tiempo, ya en El prisionero del Cáucaso es notoria una diferencia entre el romanticismo de Pushkin y el de Byron: «La caracterización byroniana de la individualidad lucha en el poema con incursiones en el plano objetivo»[11].
La estructura del poema romántico se creaba por medio de una transposición de los principios de la elegía al género épico. No por casualidad Pushkin, en una carta a Gorchakov, definió el género del Prisionero como «poesía romántica». En esa misma carta, al caracterizar al héroe del poema, Pushkin subrayó que era por principio idéntico a su héroe de las elegías de los años ’20: «Quise representar en él esa indiferencia hacia la vida y sus placeres y esa prematura vejez del alma que se convirtieron en rasgos distintivos de la juventud del siglo XIX» (XIII, 52).
Sin embargo, hay en sus «poemas sureños» otro elemento activo: el descriptivo («la descripción de las costumbres de los circasianos es la parte más tolerable de todo el poema»; del borrador de una carta a Gnédich del 29 de abril de 1822). No por casualidad, los poemas del sur fueron concomitantes con los proyectos descriptivos de los poemas narrativos El Cáucaso y Táuride. Pero el elemento descriptivo está pensado no en el espíritu de Los jardines de Delille en la traducción de Voiéikov. Debía ser la descripción de una vida popular, de una etnia exótica y al mismo tiempo de personajes llenos de fuerza salvaje y de energía. Con esta tendencia se relacionan tanto los Hermanos bandoleros como El manto negro y la Canción sobre el profético Oleg. La contraposición rousseauniana entre el hombre civilizado y el hombre de «salvaje libertad» recibió, en este contexto, un nuevo sentido. Si Viázemski veía la fuente del pathos rebelde en la personalidad romántica, para Katenin y Griboiédov el «héroe de la época», exhausto y desencantado, solo podía ser un esclavo o una víctima. El portador de la protesta era un «bandolero» enérgico y de espíritu fuerte o un «predador». La compleja síntesis de estos dos ideales poéticos determinó la posición polisémica de Pushkin y la originalidad de su romanticismo, en el cual, a través de un byronismo no demasiado profundo, se vislumbraba un lazo de sangre con la tradición del pensamiento democrático de la segunda mitad del siglo XVIII.
En el desarrollo ulterior de Pushkin influyó su vínculo estrecho con el grupo de decembristas de Chisináu, su contacto con los actores más radicales de la sociedad secreta. Precisamente en Chisináu el temple de su lírica política alcanza la máxima tensión («El puñal», «A V. L. Davídov», etc.). El constitucionalismo de Petersburgo es reemplazado por los llamados a combatir la tiranía. La actitud hacia la poesía elegíaca y hacia el héroe desencantado era más bien negativa entre los círculos decembristas. M. I. Muraviov-Apóstol le escribió a I. D. Iakushkin:
Byron hizo mucho mal al poner de moda un desencanto artificial […] Se imaginan que con el tedio muestran su profundidad; que así sea en Inglaterra, pero entre nosotros, donde hay tanto por hacer, incluso si vivís en un pueblito, donde siempre se puede aliviar en algo la suerte de un pobre aldeano, mejor que hagan la experiencia de acometer estas acciones y recién entonces que reflexionen sobre el tedio.
Bajo estas condiciones, en la conciencia de Pushkin se dibujó la posibilidad de una actitud irónica hacia el héroe desencantado o de una valoración de este personaje a través de los ojos del pueblo. A la perspectiva irónica se liga el proyecto de una comedia sobre el jugador y el primer proyecto (satírico) del primer capítulo de Evgueni Oneguin; la valoración del personaje principal «desde un costado» tomó forma en Los gitanos. En los últimos meses en Chisináu y sobre todo en Odesa, Pushkin reflexionó intensamente sobre la experiencia del movimiento revolucionario europeo, sobre las perspectivas de las sociedades secretas en Rusia y sobre el problema del bonapartismo. Releyó a Rousseau, a Radíshev, leyó (aparentemente en la biblioteca de Vorontsov) materiales sobre la Revolución francesa. El resultado inmediato de ello fue la crisis anímica de 1823 (también sufrida en ese momento por los cuadros más activos del movimiento decembrista). Las reflexiones trágicas de este período se expresan en la elegía El demonio, el poema «Desértico sembrador de libertad…» y en el poema narrativo Los gitanos. En estas obras ocupan el centro, por un lado, la tragedia de la revuelta romántica desligada del pueblo, y por el otro, la ceguera y sumisión de los «pacíficos pueblos». A pesar de lo trágico de sus vivencias de 1823, la crisis fue fructífera, ya que dirigió los pensamientos del poeta al problema de lo popular/nacional.
El principal resultado de las búsquedas artísticas de 1822-1823 fue comenzar a trabajar sobre la novela en verso Evgueni Oneguin. El trabajo sobre esta obra se extendió por más de siete años (se publicó en capítulos entre 1825 y 1832). Evgueni Oneguin se volvió una de las obras centrales de Pushkin y al mismo tiempo una de las novelas más importantes de Rusia en el siglo XIX.
La particularidad e importancia de Evgueni Oneguin residía en que se había hallado no solo un tema nuevo, un nuevo género y un nuevo héroe, sino una nueva actitud hacia la palabra artística. Cambió el concepto mismo de texto artístico. La novela en versos es un género que el autor distingue tanto de la novela tradicional en prosa («una diferencia diabólica») como del poema narrativo romántico. A la fragmentariedad del poema romántico, con sus «cambios rápidos» se contrapuso una manera de contar que creaba la ilusión de un relato libre («palabrerío hasta lo imposible»). Esta manera se ligaba en la conciencia de Pushkin con la prosa («la prosa exige palabrerío»). Sin embargo, el efecto de simpleza y de soltura sin argucias de la narración autoral se creaba por medio de una estructura poética de gran complejidad. Los cruces de entonación, el juego con los puntos de vista, el sistema de asociaciones, reminiscencias y citas, el elemento de la ironía autoral: todo ello creaba una construcción conceptual extremadamente rica. La simpleza era aparente y exigía del lector una gran cultura poética.
Evgueni Oneguin se apoyaba por completo en la tradición cultural europea –desde la prosa psicológica francesa de los siglos XVII-XVIII hasta los poemas románticos– y en la experiencia de los «juegos con la literatura» desde Sterne hasta el Don Juan de Byron. Sin embargo, para dar este primer paso en la literatura mundial había que llevar a cabo una revolución en la rusa. Y no es casualidad que Evgueni Oneguin, sin duda, sea la obra literaria rusa más difícil de traducir y la que más pierde al hacerlo.
Al mismo tiempo, la novela fue el resultado de todo el camino anterior recorrido por Pushkin: El prisionero del Cáucaso y las elegías románticas prepararon el tipo de héroe; Ruslán y Ludmila, la contrastividad y la ironía del estilo; las misivas amistosas, la intimidad del tono autoral; Táuride, la estrofa específica, sin la cual la narración del Oneguin es impensable.
Y aun así, tanto en el contexto mundial como desde la perspectiva del propio camino creativo de Pushkin, Evgueni Oneguin fue no solo la continuación, sino la superación de la experiencia previa.
La palabra poética de la novela es al mismo tiempo ordinaria e inesperada. Ordinaria, porque el autor rechazó las características estilísticas tradicionales: el vocabulario «alto» y «bajo» está igualado como material que el narrador utiliza como si fuera por el capricho de una arbitrariedad artística, creando en principio una estética radicalmente nueva. Al arrogarse la libertad de elegir cualquier palabra, el autor permite que el lector disfrute de la variación discursiva, valore la elevación de la palabra elevada y la ordinariez de la ordinaria. El estrechamiento de las esferas del automatismo estilístico amplía el área de saturación semántica.
Al mismo tiempo, la yuxtaposición contrastiva de las palabras, versos, estrofas y capítulos, la destrucción de todo el sistema de expectativas e inercias de un lector educado por la experiencia artística previa otorga a la palabra y al texto de la obra el tono de algo nunca antes hecho. La abundancia inaudita hasta entonces de citas, reminiscencias y alusiones moviliza al extremo la memoria cultural del lector. Pero a todo esto se superpone la ironía autoral. Ella expone la convencionalidad de cualquier decisión literaria y está llamada a arrancar la novela de la esfera de la «literariedad» para incluirla en el contexto de la «vida real». Todos los aspectos y formas de la literariedad están expuestos, mostrados abiertamente al lector y yuxtapuestos irónicamente; el autor demuestra burlonamente la convencionalidad de cualquier medio de expresión. Pero tras la fraseología desenmascarada no se revela el relativismo de la ironía romántica, sino la verdad de la vida simple y del sentido exacto.
La falta en Evgueni Oneguin de índices genéricos tradicionales –comienzo (la exposición irónica está dada al final del capítulo siete), fin, los índices tradicionales del argumento novelesco y de los héroes habituales– hizo que la crítica contemporánea del autor no viera en la novela su contenido innovador. El principio de las contradicciones no eliminadas ni resueltas era la base de construcción del texto era. Ya al final del primer capítulo, el poeta, como temiendo que el lector no notara las características contradictorias, declaró paradójicamente: «Releí todo con severidad; / Hay muchas contradicciones, / Pero no quiero corregirlas» (la cursiva es mía). El autor hizo de la contradicción, como principio constructivo de los “abigarrados capítulos», la base de su idea artística de la novela. El principio de la combinación de las contradicciones configura un nuevo método: una literatura contrapuesta a la «literariedad» y capaz de albergar la realidad contradictoria de la vida.
En el nivel de los personajes, esto produjo la incorporación de personajes fundamentales en pares contrastados, por lo que las antítesis Oneguin-Lenski, Oneguin-Tatiana, Oneguin-Zarietski, Oneguin-autor y otras ofrecen diferentes imágenes, a veces difícilmente compatibles, del protagonista. Es más, el Oneguin de los diferentes capítulos (y a veces en un mismo capítulo, por ejemplo, el primero antes y después de la estrofa XLV) se nos presenta bajo luces diferentes y acompañado de valoraciones autorales contradictorias. Incluso la misma valoración autoral se da como si fuera todo un coro de voces que se corrigen unas a otras y que a veces se niegan mutuamente. La estructura dúctil de la estrofa oneguiana permite tal diversidad tonal que, a fin de cuentas, la posición autoral se revela no en una sentencia cualquiera, sino como todo un sistema de cruce de tensiones semánticas. Así, por ejemplo, el juicio sobre el héroe («imitación, insignificante fantasma», «interpretación de los caprichos ajenos») dado categóricamente en el séptimo capítulo por el narrador, cuya voz se funde con la de Tatiana, «que empieza a comprender» el enigma de Oneguin, es repetido casi literalmente en el octavo, ahora en nombre de la «insignificancia egoísta», «de la gente sensata», para ser refutado por todo el tono autoral de la narración. Pero al dar una nueva valoración del héroe, Pushkin no elimina (ni cancela) la vieja. Prefiere conservar y hacer colisionar ambas (como, por ejemplo, en la caracterización de Tatiana: «alma rusa», «sabía poco ruso […] / Y se expresaba con dificultad / en la lengua de su patria»).
La construcción del texto sobre el cruce de múltiples puntos de vista estaba en la base de la «poesía de la realidad» de Pushkin, lo que era una etapa radicalmente nueva en comparación con la amalgama romántica de los puntos de vista del autor y del narrador en un único «yo» lírico.
Detrás de esta construcción del texto yacía la concepción de que la literatura no podía acoger por principio la vida, de que las posibilidades e infinita variación de la realidad eran inagotables. Por eso el autor, al exhibir en su novela tipos decisivos de la vida rusa —«el ruso europeo»; el hombre de pensamiento y cultura y al mismo tiempo un dandy que languidecía en el vacío de la vida; la mujer rusa, que unía los sentimientos y los principios éticos populares con una educación europea, así como lo prosaico de una existencia mundana con la espiritualidad de todo el orden vital— no le dio al argumento un desarrollo unívoco.
Pushkin interrumpió la novela «sin terminar» el argumento. No quería reducir la inagotabilidad de la vida a la perfección del texto literario. Dar una sentencia contradecía su poética. Pero con Evgueni Oneguin no solo creó una novela, sino la fórmula de la novela rusa. Esta fórmula estuvo en la base de toda la tradición posterior del realismo ruso. Las posibilidades en ella ocultas fueron estudiadas y desarrolladas tanto por Turguéniev como por Goncharov, Tolstói y Dostoievski.
Evgueni Oneguin dio el tipo de la «novela rusa», en la que las relaciones entre el héroe y la heroína se vuelven al mismo tiempo modelo de las colisiones históricas y nacionales de la sociedad rusa del siglo XIX. Además, la heroína es como si encarnara valores eternos o, al menos, duraderos: fundamentos morales, tradiciones nacionales y religiosas, el sacrificio heroico y una capacidad eterna para el amor y la fidelidad, y en el héroe se reflejan los rasgos históricos del momento concreto por el que atraviesa la sociedad rusa. Y todo esto no convierte la novela en la historia del conflicto de dos figuras convencionalmente abstractas. Este conflicto transcurre en una narración cotidiana llena de los rasgos de la viva realidad. En la figura de Tatiana, la «profundidad» (moral, nacional) brilla a través de la capa superficial de la personalidad (señorita de provincia, dama mundana). La complejidad del personaje de Oneguin reside en que en los capítulos centrales y conclusivos se nos presenta como un héroe de la época posdecembrista («perdió todas las apuestas de la vida») y al mismo tiempo como un personaje histórico que está aún lejos de agotar sus posibilidades: todavía puede transformarse en Rudin, en Biéltov, en Raskólnikov, en Stavroguin, en Chíchikov, en Oblómov[12]. Es característico que con la aparición de cada uno de estos tipos cambiara para el lector el personaje de Evgueni Oneguin. Ninguna otra novela rusa mostró tanta capacidad para cambiar en las lecturas de las nuevas generaciones, es decir, seguir siendo contemporánea.
El problema de lo popular incluía para Pushkin, a mediados de 1820, dos aspectos. Uno concernía a cómo reflejar en la literatura la psiquis popular y las concepciones éticas populares; el otro, al papel del pueblo en la historia. El primero influenció la concepción de Evgueni Oneguin; el segundo se expresó en Borís Godunov (1825, publicado en 1831).
El anhelo de objetividad, que crecía en la obra de Pushkin, también pudo realizarse doblemente: en el juego «con la palabra ajena», como en Evgueni Oneguin, y en el tránsito a la forma dramática. Ambos caminos habían madurado ya en Ruslán y Ludmila y en los «poemas sureños». Pushkin subrayó la unidad fundamental de estos dos caminos en «Conversación entre el vendedor de libros y el poeta», diálogo poético con el que prologó la edición separada del primer capítulo de Evgueni Oneguin.
Pushkin pensó Borís Godunov en calidad de tragedia histórico-política. Como drama histórico, Borís Godunov se contraponía a la tradición romántica con sus héroes voceros de las ideas autorales y alusiones a su tiempo; como tragedia política abordó los problemas contemporáneos: el papel del pueblo en la historia y la naturaleza de la tiranía. El «shakespearianismo» de Borís Godunov, sobre el que el mismo Pushkin hablaba con frecuencia, recordaba el «shakespearianismo» de Stendhal: incluía en sí una contraposición al teatro del clasicismo y –objetivamente– al drama romántico. Si en Evgueni Oneguin la composición armónica se lograba a través de una «colección de abigarrados capítulos», aquí se enmascaraba tras la colección de abigarradas escenas. Esta animada variedad de personajes en conflicto y coloridos episodios históricos no tenía el carácter ornamental propio del «historicismo» de los románticos. Pushkin rompió con la poética de «tesis», según la cual el autor ponía como fundamento una idea probada y acabada que solo había que decorar con «episodios». Con Borís Godunov y Los gitanos empieza una nueva poética: es como si el autor hiciera un experimento cuyo resultado no está resuelto de antemano. El sentido de la obra está en la profundidad del planteo del problema, no en la univocidad de la respuesta. Más tarde, en su exilio siberiano, Mijaíl Lunin escribió un aforismo: «Algunas composiciones transmiten pensamientos, otras nos hacen pensar»[13]. Consciente o inconscientemente, había sintetizado la experiencia de Pushkin. La literatura previa «comunicaba los pensamientos». Desde Pushkin, «hacer pensar» se hizo, por así decirlo, un atributo inherente al arte.
En Borís Godunov se entretejen dos tragedias: la tragedia del poder y la tragedia del pueblo. Con los once tomos de la Historia de Karamzín ante los ojos, Pushkin podría haber elegido también otro tema, si su objetivo hubiera sido una condena declarativa del despotismo, como se lo exigía Riléiev en una carta del 5-7 de enero de 1825. Los contemporáneos se sorprendieron por la valentía inaudita con la que Karamzín describía el despotismo de Iván el Terrible, y precisamente allí, suponía Riléiev, Pushkin debía buscar su tema. Pushkin eligió a Borís Godunov, un gobernante que buscó ganarse el amor del pueblo y no era ajeno a la sabiduría estatal. Un zar así permitía, precisamente, poner en evidencia no los excesos de una personalidad patológica, sino la regularidad de la tragedia de un poder ajeno al pueblo. Borís abriga planes progresistas y quiere el bien para el pueblo. Pero, para la realización de sus intenciones, necesita poder. Y el poder se da solo al precio del crimen; los peldaños del trono están siempre ensangrentados. Borís espera que la utilización del poder para el bien redima este paso, pero el inequívoco sentimiento ético del pueblo lo obliga a renunciar al «zar Herodes». Abandonado por la gente, Borís, en contra de todas sus buenas intenciones, se convierte inevitablemente en un tirano. La corona de su experiencia política es una lección cínica: «No, no siente el pueblo la bondad: / Haz el bien… que no te dará las gracias; / Saquea y mata: no te irá peor». La degradación del poder abandonado por el pueblo, ajeno a él, no es una casualidad, sino una ley («el soberano en sus ratos de ocio / interroga él mismo a los delatores»). Buenas intenciones – crimen – pérdida de la confianza del pueblo – tiranía – muerte. Ese es el curso regular y trágico del poder alejado del pueblo.
Pero también el curso del pueblo es trágico. En su representación del pueblo, Pushkin es ajeno tanto al optimismo iluminista como a las quejas románticas del populacho. Mira con «la mirada de Shakespeare». El pueblo está en escena a lo largo de toda la tragedia. Más aún, es precisamente el pueblo quien desempeña un papel decisivo en los conflictos históricos.
Sin embargo, también la posición del pueblo es contradictoria: por más que tiene un sentido moral inequívoco (expresado en la tragedia por el Loquito[14] y el copista Pimen), es políticamente ingenuo e impotente y le cede fácilmente la iniciativa a los boyardos («sabrán los boyardos / Allá ellos…»). El pueblo recibe la elección de Borís con una mezcla de confianza e indiferencia para luego apartarse reconociendo en él al «zar Herodes». Pero solo puede contraponer al poder el ideal de un huérfano perseguido. Precisamente la debilidad del Impostor resulta ser su fuerza, ya que atrae la simpatía del pueblo. La indignación ante un poder criminal renace en una revuelta en nombre del Impostor (este tema conducirá posteriormente a Pushkin a Pugachov). El poeta hace entrar audazmente en acción al pueblo insurgente y le da voz: el Muzhik en la tarima. Triunfa el levantamiento popular. Pero Pushkin concluye ahí su tragedia. El Impostor entró al kremlin, pero para subir al trono debe todavía cometer un asesinato. Los papeles se intercambiaron: el hijo de Borís, Fiódor, que en la escena anterior era el «cachorro de Borís» y como zar despertaba el odio del pueblo, ahora es un «joven perseguido» cuya sangre debe ser vertida casi con ritual fatalidad por el Impostor que asciende los peldaños del trono. El sacrificio ha sido ofrecido y el pueblo nota con espanto que ha llevado al trono no a un huérfano ofendido, sino al asesino de un huérfano, a un nuevo zar Herodes. La didascalia final, «El pueblo calla», simboliza no solo el juicio moral sobre el nuevo zar, sino también la condena futura de otro representante del poder criminal y la impotencia del pueblo para escapar de este círculo.
Borís Godunov culmina las arduas reflexiones de Pushkin que lo ocuparon desde Odesa en 1823 y se referían a la perspectiva de una lucha política en Rusia, la revolución sin pueblo de los decembristas y el destino trágico de los «pueblos pacíficos». La propia historia dio vuelta la página: sobrevino el levantamiento decembrista.
La reacción de Pushkin frente a los eventos de la Plaza del Senado y a lo que siguió fue doble. Por un lado, lo sobrecogió un sentimiento de solidaridad con los «hermanos, amigos, camaradas». Pasaron a un segundo plano las dudas y las divergencias tácticas que habían torturado al poeta desde 1823, la crítica a Riléiev como poeta o a Küchelbecker como propagandista de la oda. El sentimiento de un ideal común le dictó la «Misiva a Siberia» y «Arión» y condicionó la persistencia del tema decembrista en su obra posterior. Por otro lado, no menos insistente fue su exigencia de extraer una lección histórica de la derrota decembrista. En febrero de 1826, Pushkin le escribió a Délvig: «No seamos ni supersticiosos ni tendenciosos como los trágicos franceses; miremos a la tragedia con la mirada de Shakespeare» (XIII, 259). «La mirada de Shakespeare» es una mirada histórica y objetiva. Pushkin quiere valorar los eventos no desde la posición del subjetivismo romántico, sino a la luz de las regularidades objetivas de la historia. El interés por las leyes de la historia, el historicismo, se convierte en uno de los rasgos dominantes del realismo pushkiniano. Al mismo tiempo, influye en la evolución de la visión política del poeta. El afán de estudiar el pasado de Rusia para vislumbrar sus caminos futuros y la esperanza ilusoria de encontrar en Nicolás I un nuevo Pedro el Grande le dictan las «Estrofas» (1826) y determinan el lugar del tema de Pedro en la obra sucesiva del poeta. El creciente desencanto con Nicolás I se expresa, finalmente, en el diario de 1834 con esta nota: «Tiene mucho de alférez y poco de Pedro el Grande» (XII, 330; en francés en el original).
El fruto de la primera etapa historicista de Pushkin fue Poltava (1829). El argumento le permitió enfrentar un conflicto amoroso dramático y uno de los sucesos decisivos de la historia de Rusia. No solo argumentativa, sino estilísticamente el poema está construido por el entretejido y contraste con la corriente de la oda lírico-romántica orientada a la poética del siglo XVIII. Para Pushkin, esto era algo de fundamental importancia porque simbolizaba el choque de la personalidad egoísta con la regularidad histórica. Los contemporáneos no entendieron el proyecto y le reprocharon al poema falta de unidad.
El conflicto entre el egoísmo romántico, encarnado en la figura de Mazepa (asociativamente ligado a los héroes homónimos de Byron y de Riléiev), y las leyes históricas, «la joven Rusia» personificada por el personaje de Piotr, está indiscutiblemente resuelto a favor del segundo. Más aún, desde una perspectiva histórica, no es la fuerza de las pasiones ni la grandeza de la personalidad, sino la fusión con las leyes históricas lo que preserva el nombre del hombre en la memoria popular:
«Pasaron cien años… ¿y que quedó De esos fuertes y orgullosos hombres, Tan llenos de voluntad y pasión?»; «Olvidado está Mazepa desde hace mucho»; «Pero la hija del criminal…. la traición Sobre ella calla»; «En la ciudadanía del norteño Estado, En su guerrero destino, Solo tú has erigido, héroe de Poltava, A ti mismo un enorme monumento».
El triunfo del elemento épico con matiz de oda sobre el lírico otorga a la Historia y a su encarnación –la figura de Piotr– un carácter heroico y poético. La estructura general del poema incluye, sin embargo, otros dos elementos que introducen en esta figura correctivos artísticos. El poema está provisto de un comentario documental –junto a la voz de la poesía histórica suena la voz de la prosa histórica. Y la dedicatoria, que habla con fuerza trágica de un amor secreto y transforma este mito romántico que ya se había vuelto banal en una confesión apasionada del autor, suena a justificación del romanticismo, a afirmación del derecho del corazón humano a amar y a sufrir sin tener en cuenta las leyes históricas. Los contemporáneos no comprendieron por qué Pushkin había unido un argumento épico de la historia de la Guerra del Norte con la historia romántico-amorosa de la hija de Kochubéi. Para Pushkin, era una cuestión central: la narración lírica introducía una nota de tragedia en un relato sobre el triunfo de las leyes históricas. En Poltava ya estaba potencialmente incluido el camino que luego llevaría a El jinete de bronce.
Aunque en Poltava se proclamara triunfalmente el derecho soberano de la Historia, en las profundidades de la conciencia creativa de Pushkin ya maduraban las enmiendas humanistas de esta idea. Ya en 1826, en los borradores del sexto capítulo de Evgueni Oneguin, había asomado la fórmula: «Héroe, sé antes hombre». Y en 1830 ya adoptó una formulación aforística y conclusiva: «¡Déjale al héroe el corazón! ¿Qué / Sería sin él? Un tirano…» («El héroe»). En lo sucesivo, el conflicto entre la historia «sin corazón» y la historia como progreso del humanitarismo coincidirá con el conflicto «hombre-historia» (y más ampliamente: «hombre-naturaleza»), lo que otorgará a la cuestión misma una profundidad con muchos planos.
A finales de 1820, cobra marcada nitidez el paso de Pushkin a una nueva etapa realista. Uno de los indicios fundamentales de esto es el creciente interés por la prosa. La prosa y la poesía exigen una palabra artística radicalmente diferente. La palabra poética es una palabra con una orientación particular; es imposible utilizarla fuera del arte. La innovación del Karamzín prosista consistía en que empezó a utilizar la palabra poética en la prosa, «elevando» así valorativamente la prosa a la poesía. Después de él, el concepto de «prosa artística» se identificó con la prosa poética que aprovechaba la significación no prosaica de la palabra. El interés de Pushkin por la prosa tenía que ver con la rehabilitación de la palabra prosaica como elemento artístico. Al comienzo, esta rehabilitación transcurrió en la esfera de la prosa. Luego, la palabra prosaica «simple», «desnuda» se identificó con el concepto mismo de discurso artístico y se transportó a la poesía. Este fue el paso que siguió a la palabra sobresaturada de sentido de Evgueni Oneguin. En un plano estético más amplio, Belinski escribió a propósito de esto: «Por ‘poesía’ entendemos aquí no solo la métrica y los versos afilados por la rima: hay poesía también en la prosa, así como hay prosa en la poesía. Por ejemplo, Ruslán y Ludmila, El prisionero del Cáucaso y La fuente de Bajchisarái son verdadera poesía; Oneguin, Los gitanos, Poltava y Borís Godunov ya son un pasaje a la prosa; y poemas como Mozart y Salieri, El caballero avaro, La rusalka, Gálub y El convidado de piedra ya se leen como una prosa pura donde ya no hay poesía en absoluto, por más que dichos poemas estén escritos en verso».[15]
Pushkin estuvo en Bóldino desde comienzos de setiembre hasta fines de noviembre de 1830. Además de los dos últimos capítulos de Evgueni Oneguin, escribió allí Los cuentos de Belkin, las «pequeñas tragedias» (El caballero avaro, Mozart y Salieri, El convidado de piedra, Fiesta en tiempos de la peste), La casita de Kolomna, Historia de la aldea de Goriújino, Cuento del pope y su criado Baldá y El cuento de la osa, una serie de poemas, artículos críticos, cartas…Este período entró en la historia de la literatura rusa con el nombre «otoño de Bóldino». Aquí se revelaron por completo los nuevos principios del realismo pushkiniano.
A pesar de toda la diversidad de temas y géneros, las obras del período de Bóldino se distinguen por su unidad: por las búsquedas de una nueva construcción del carácter del hombre, de una nueva palabra prosaica. La conclusión de Evgueni Oneguin simboliza el fin de la etapa creativa anterior; Los cuentos del difunto Iván Petrovich Belkin, el comienzo de una nueva. La experiencia con el Oneguin no fue en vano: de él quedaron el juego con la «palabra ajena», el narrador polifacético, la profunda ironía del estilo. Sin embargo, transpuestos a la prosa, disueltos en la simpleza y exactitud del estilo narrativo, estas cualidades le dieron al discurso artístico una fisonomía completamente nueva. Ya en 1822, Pushkin había escrito: «Pregunta: ¿cuál es la mejor prosa de nuestra literatura? Respuesta: la de Karamzín» (XI, 19). El nuevo período de la prosa rusa tenía que «ajustar cuentas» con el anterior: Pushkin reunió en Los cuentos de Belkin, por así decirlo, la quintaescencia de la prosa del período karamzinista y, volviendo a contar con los medios de un nuevo estilo, separó la verdad psicológica de la convención literaria. Brindó el modelo de cómo la literatura puede con seriedad y exactitud hablar de la vida e irónicamente, literariamente, narrar sobre la literatura.
La expresión más completa del realismo del período de Bóldino son las llamadas «pequeñas tragedias». En este sentido, ponen el punto final a todo el desarrollo artístico del poeta desde el momento de su ruptura con el romanticismo. La búsqueda de la concreción histórica, nacional y cultural de los personajes, la representación de los lazos entre el carácter del hombre con el entorno y la época le permitieron lograr la autenticidad psicológica de los personajes. Esto ya lo señaló Dostoievski en su discurso sobre Pushkin al decir que «al representar a los pueblos extranjeros, los poetas europeos los han, con la mayor frecuencia, reencarnado en sus propias nacionalidades y los han comprendido a su manera. Incluso en Shakespeare los italianos, por ejemplo, son casi por completo ingleses. Pushkin es el único de todos los poetas mundiales que tiene el poder de reencarnarse por completo en una nacionalidad ajena».[16] Dostoievski vio en esto la aparición de una «sensibilidad universal»; los contemporáneos, y tras ellos una serie de investigadores, hablaron del «proteismo» del talento de Pushkin. G. A. Gukovski vio en ello un rasgo del realismo pushkiniano, basado, según su opinión, en la determinación de los personajes por el medio que los rodeaba. Partiendo de esta concepción, el investigador descubrió en las «pequeñas tragedias» conflictos históricos entre personajes y personas de diferentes épocas (los caballeros feudales y el siglo del dinero en El caballero avaro, el clasicismo y el romanticismo en Mozart y Salieri, el Renacimiento y la Edad Media en El convidado de piedra y el Renacimiento y el puritanismo en Fiesta en tiempos de la peste. Aunque semejante interpretación es lo más profundo de todo lo dicho hasta el momento sobre estas piezas y es justa en muchos aspectos, involuntariamente nos hace considerar que Pushkin adjudicó al medio toda la responsabilidad por el mal creado, liberando así al individuo, como no libre en sus actos, de la responsabilidad moral: «El Barón y Salieri […] no están ni condenados ni encomiados, pero Pushkin juzga al dar forma a sus sistemas históricos».[17] Ahora bien, el espíritu humanista del historicismo de Pushkin descansaba sobre otras bases. Un «siglo horrible» reemplaza a otro, pero el hombre puede o estancarse en su época —es decir, disolverse por completo en el medio, perdiendo la libertad de juicio y acción y la responsabilidad moral de sus actos— o elevarse por encima de la «Edad de Hierro» y proclamar, a pesar de ella, la libertad y ser libre. La libertad es la ley de la vida; su disolución en cualquier impersonalidad y falta de libertad es petrificación y muerte. La colisión de cualquier forma de osificación de la vida (desde la piedra del monumento del Comandante hasta el dogmatismo de Salieri) lleva a la muerte, pero el desafío desgarrado y desesperado que la vida le hace a la peste, a los monumentos fúnebres, a la envidia mortal, es siempre poético. La dependencia del medio exterior es solo el nivel más bajo necesario de la personalidad humana; la lucha contra el medio por la libertad espiritual y el rechazo a aceptar su inhumanidad como norma es el destino de la personalidad elevada. Por eso, por ejemplo, las limitaciones del personaje pushkiniano de Mozart por los marcos históricos del romanticismo se perciben como una tensión. Pero si el núcleo del ciclo (Mozart y Salieri y El convidado de piedra) muestra la colisión entre una vida desbordante y una vida que se ha petrificado y hecho muerte, el marco está construido de otra manera. En El caballero avaro, el Barón y Alber son personas de una época determinada; el Barón no está exento de cierta grandeza infernal; Alber, de virtudes caballerescas; pero ambos se funden cada uno con su época y ambos son crueles como su medio («horrible siglo, horribles medios»). En Fiesta en tiempos de la peste tanto el Presidente como el Sacerdote están en una posición trágica: ambos son enemigos y víctimas de la peste y ambos están por encima de un seguimiento automático de las circunstancias. El Presidente lucha contra la peste sumergiéndose en una libertad desenfrenada; el Sacerdote, apelando a la responsabilidad moral. Pero la libertad y la responsabilidad son dos aspectos inseparables de lo mismo y Fiesta en tiempos de la peste es la única pieza del ciclo en la que la lucha de los héroes antagónicos acaba no con la muerte de uno de ellos, sino con una reconciliación moral.
Así, la dependencia del medio es solo un aspecto de la existencia de los héroes pushkinianos. El otro es el afán de «elevarse por sobre la vida ignominiosa» (Pasternak). Propio de los mejores héroes de Pushkin, este rasgo es inherente al mismo poeta. Ello se manifestó especialmente en la década de 1830, cuando la vida y la obra de Pushkin entraron en una nueva y última etapa, cuando la lucha trágica por la independencia se hizo tan importante en la vida del poeta y cuando su cada vez más profunda comprensión de la libertad se convirtió en la dirección principal de sus reflexiones.
La situación social de la década de 1830 se caracterizó por una tensión creciente. La victoria de la reacción europea, que comenzó con la derrota de la Revolución española de 1820 y terminó con salvas de cañón en la Plaza del Senado, duró poco. En 1830, Europa entró en una nueva fase revolucionaria bajo cuyos golpes el orden establecido por el congreso de Viena se hizo añicos. Al mismo tiempo, cundió por Rusia una ola de disturbios populares que recordaban lo frágil y tembloroso que era el suelo del sistema de servidumbre. En estas condiciones, las reflexiones históricas de Pushkin adquirieron un carácter especialmente tenso. Buscando vislumbrar en el pasado las fuerzas históricas que jugarían un papel decisivo en el futuro, Pushkin vio tres figuras ocultas cuya conducta enigmática podría determinar el destino futuro de Rusia: el poder autocrático, cuyas posibilidades máximas parecían haberse encarnado en Pedro; la nobleza ilustrada, sobre la que había que decidir, al reflexionar sobre ella, si había agotado sus posibilidades históricas en la Plaza del Senado o si era todavía capaz de llenar una página en la historia de Rusia, y el pueblo, cuya imagen adquiría cada vez más los rasgos de Pugachov. Así se enlazó el nudo de los temas fundamentales de su obra de los años ’30.
Pushkin pensaba el poder autocrático en sus más altas posibilidades como una fuerza reformadora y europeizante, pero despótica. Su disposición a romper sin piedad las formas de vida establecidas le daba a los ojos de Pushkin rasgos que la emparentaban con lo revolucionario. Cuando le dijo al gran príncipe Mijaíl Pávlovich: «Todos los Románov son revolucionarios e igualadores» (XII, 335 y 488), Pushkin expresaba una convicción profunda. Era esta una fuerza simultáneamente creativa y destructora según hacia dónde estuviera dirigida. Encarnaba una voluntad racional, pero también constituía una violencia sin control. Las reflexiones sobre el papel constructivo de esta fuerza en la historia por venir de Rusia se ligaban a las esperanzas de lograr «elevar» a los portadores reales de la autocracia al patrón ideal de Pedro el Grande. Es decir, al patrón con el que se medían las virtudes y falencias del poder.
Sin embargo, este «patrón» mostraba vicios morales imposibles de erradicar incluso en los mejores modelos de la estatalidad despótica. Si algunos decretos de Pedro «eran el fruto de una mente amplia», otros eran «con frecuencia crueles, antojadizos y como escritos con un látigo» (X, 256). De este modo, si determinados vicios del poder gobernante echaban raíces en la incapacidad de elevarse a su ideal, otros eran inherentes a ese ideal como tal. Lo principal era que, privado del apoyo popular, el poder autocrático estaba suspendido en el vacío y obligado a reforzarse con funcionarios extranjeros, con un aparato de delatores y con una cancillería secreta. Las raíces del crimen están en su propia naturaleza y por eso éste es extraño al sentido ético del pueblo. Aunque en el reinado de Borís Godunov «el gobierno está delante del pueblo», Godunov es para este el «zar Herodes»; «el pueblo consideraba a Pedro el anticristo». De allí la combinación de voluntad e impotencia, de poder ilimitado con, a veces, resultados insignificantes.
La nobleza en su conjunto, y en particular su mejor parte, la nobleza educada, era percibida por Pushkin ante todo como una fuerza que se oponía a la autocracia. La oposición centenaria al poder había forjado en ella un sentido de dignidad humana, mientras que el empobrecimiento continuo la acercaba al pueblo. De este modo, en Rusia surgió una clase de personas cercana a Europa por su educación, a la aldea rusa por sus tradiciones y al «tercer estamento» por su situación material, y que había heredado de sus antepasados una oposición centenaria al poder y un sentimiento de la propia dignidad. Este medio crea en general una actitud rebelde; en particular, el decembrismo. La nobleza de linaje se opone, en opinión de Pushkin, a la aristocracia rusa organizada según el antojo del despotismo a partir de advenedizos sin raigambre, la cual, junto con la burocracia, era el apoyo del gobierno. En una nota de los borradores, Pushkin escribió: «La liberación de Europa vendrá de Rusia, porque solo nosotros carecemos de los prejuicios de la aristocracia» (XII, 207 y 485). Y en una nota del diario de 1834:
¿Qué significa nuestra antigua nobleza ilustrada, con nombres destruidos por una continua fragmentación y que odia la aristocracia? […] Tampoco hay en Europa esta terrible fuerza de sublevación. ¿Quiénes estaban en la plaza el 14 de diciembre? Solo los nobles. ¿Cuántos habrá en una nueva insurrección? No lo sé, pero muchos al parecer (XII, 335).
Ya en una de las escenas finales de Borís Godunov, Pushkin había mostrado una revuelta popular. Las agitaciones populares de 1830 instalaron el tema de la insurrección en la agenda del día. Aparece por primera vez en «Historia de la aldea de Goriujin» y ya no abandona las páginas de su obra.
En su conjunto, surge un cuadro paradójico: «Pedro el Grande es Robespierre y Napoleón en una misma persona (la revolución encarnada)» ; la nobleza, la «terrible fuerza de sublevación»; el pueblo, un amotinado. Y, sin embargo, estas fuerzas o son hostiles entre sí o van por caminos diferentes hacia diferentes objetivos. Precisamente la correlación de las fuerzas sociales que actuaban en Rusia se vuelve objeto de estudio de Pushkin como artista y, en un grado creciente, como historiador.
A comienzos de los años ’30, Pushkin se inclinaba a considerar que la antigua nobleza, que ya había perdido sus privilegios estamentales y sus propiedades, era una aliada natural del pueblo. Así nació la idea de Dubrovski. El golpe palaciego de 1762, a partir del cual Pushkin cuenta la caída definitiva de la antigua nobleza,
Perdieron el honor entonces los Orlov,
Y mi abuelo fue encerrado… (III, 262)…
es el momento de la ruina y dimisión del padre de Dubrovski (como luego lo será del padre de Griniov), mientras que «Troiekúrov, pariente de la princesa Dashkova, logra ascender». Los caminos se dividen: Troiekúrov se apoya en el poder de los funcionarios y se convierte en un autócrata en miniatura; el hijo de Dubrovski, en el líder de la insurrección campesina. Sin embargo, la realidad de tal argumento despertaba dudas en Pushkin: el 6 de febrero de 1833 completó el capítulo XIX de Dubrovski (con el cual se detuvo el trabajo), y el 7 de febrero solicitó permiso para acceder a los archivos documentales sobre el caso de Pugachov. Era necesario verificar sus ideas con el material histórico real.
El 31 de enero de 1833, Pushkin empezó La hija del capitán (publicada en 1836). La idea original seguía el cauce del argumento de Dubrovski: en el centro debía estar el destino del noble Shvánvich, enemigo de los Orlov, que se cruzaba al bando de Pugachov. Sin embargo, el material documental destruyó este esquema. El 2 de noviembre de 1833, Pushkin terminó Historia de Pugachov. En las Observaciones sobre la rebelión, destinadas a Nicolás I, Pushkin ofreció un análisis sociológico excepcionalmente agudo de la insurrección: «Todo el pueblo común estaba con Pugachov. […] Solo la nobleza estaba abiertamente del lado del gobierno». Pugachov y los suyos quisieron primero poner a la nobleza de su lado, pero sus beneficios eran demasiado opuestos» (IX, 375). Cuando el 19 de octubre de 1836 Pushkin puso el punto final al manuscrito de La hija del capitán, ya no pensaba en una insurrección campesina bajo el liderazgo de la nobleza. Shvánvich se había transformado en el traidor Shvabrin, y el personaje central, Griniov, era fiel a su deber y juramento, pero, al mismo tiempo, un hombre humano en un «siglo cruel», el extraño amigo del líder de la revuelta campesina.
Tras estudiar el movimiento de Pugachov en documentos auténticos y recopilar rumores populares en las estepas del Volga y en los Urales, Pushkin llegó a nuevas conclusiones. Ante todo, se convenció de que Pugachov era un impostor para el campo de los nobles y del gobierno, pero que el pueblo creía en la legitimidad de su autoridad. Pushkin registró los discursos de los seguidores de Pugachov a los soldados: «¿Van a seguir, tontos, sirviendo a una mujer por mucho tiempo? Ya es hora de pensarlo y servir al soberano» (IX, 767). Pushkin le pidió a D. Pianov, un campesino a cuya boda Pugachov había «ido a pasear», que le contara sobre Pugachov. «Para vos será Pugachov, me respondió enojado el viejo, para mí era el gran soberano Piotr Fiódorovich» (IX, 373).
La «oposición de beneficios», la irreconciliabilidad de los intereses más profundos de la nobleza y de los campesinos, hace que el conflicto entre ellos sea fatalmente irresoluble, pues cada lado defiende sus derechos fundamentales, que desde su punto de vista son los más justos. Solo la capacidad de elevarse por sobre ellos puede resolver la contradicción entre la bondad de los diferentes participantes de los eventos y la crueldad del conflicto social. El bondadoso capitán Mirónov ordena torturar, para obligarlo a hablar, a un prisionero bashkirio al que le habían cortado la lengua (este mismo bashkirio colgará más tarde al capitán Mirónov), y los cosacos le dicen a Griniov, mientras le ponen la soga al cuello, «no temas, no temas», «quizás queriendo en verdad… dar ánimos». Pero la lógica cruel de la lucha pude ceder ante la amplitud espiritual, el humanitarismo y la poesía, en tanto las regularidades históricas se manifiestan a través de la gente y es propio de las personas tener una inconsistencia salvadora. Cuando Beloboródov acusa a Griniov de espionaje a favor de los «comandantes de Oremburgo» y propone someterlo a la tortura, Griniov no puede no reconocer que su lógica «le parece… bastante convincente». Pero Pugachov se guía no solo por la lógica del intelecto, sino también por la «lógica del corazón»: «Castigar cuando hay que castigar, perdonar cuando hay que perdonar: esa es mi costumbre». Esta es la misma capacidad de manifestar una inconsecuencia salvadora gracias a la cual Piotr «liberando de la culpa / al culpable, se divierte», y el Duque perdona a Ángelo, abogado severo y criminal («… y el Duque lo perdonó»). Como resultado, esto conduce a la línea culminante: «Y exhortó a la piedad por los caídos».
El método artístico al que con más frecuencia recurre Pushkin en los años ’30 —el relato a partir de otra persona, una manera de narrar y una forma de pensar que no son iguales a la autoral, si bien se disuelven en el elemento del discurso autoral— le permitió al autor evitar el didacticismo. Chéjov le escribió a Suvorin: «Usted mezcla dos conceptos: la solución del problema y el correcto planteamiento del problema. Solo lo segundo es imprescindible para el artista. En Anna Karénina y en Oneguin no se ha resuelto ningún problema, pero […] todos los problemas están planteados en ellos correctamente». Este es el auténtico enfoque de Pushkin.
Una evolución paralela al movimiento que fue de Dubrovski a La hija del capitán llevó a Pushkin del proyecto de poema sobre Ezerski, un descendiente peterburgués de antiguo linaje, a El jinete de bronce (1833; publicado póstumamente en 1837).
Las búsquedas ideológico-conceptuales y artísticas de Pushkin en los años ’30 confluyeron en un sistema de imágenes recurrentes y estables en esencia y, al mismo tiempo, móviles y variadas. No hablamos de simples alegorías, sino de imágenes flexibles y polisémicas de carácter simbólico cuyo sentido varía con las combinaciones y los cambios de acento. Chéjov escribió que «solo quien nunca escribió ni tuvo trato con imágenes puede afirmar que no hay preguntas, sino solo y únicamente continuas respuestas» en el campo del arte. El realismo pushkiniano de 1830 combina, por un lado, el planteo de las más profundas preguntas, y por el otro, muestra la posibilidad de respuestas polisémicas. Su obra no se cierra con una respuesta, sino con la búsqueda de respuestas, cuya variedad refleja la inagotable variedad de la vida. El sistema de imágenes creado por Pushkin en este período era como un instrumento flexible de búsqueda artística en tanto era sugestivo y daba la posibilidad de plantear preguntas en el plano más abstracto, al tiempo que se expresaba en un lenguaje de imágenes que permitía una amplia variación de interpretaciones lógicas.
En todas las obras de Pushkin de estos años encontramos, primero, diversas imágenes de elementos tempestuosos: tormentas de nieve («Los demonios», «La tormenta», La hija del capitán), incendios (Dubrovski), inundaciones (El jinete de bronce), una epidemia de peste («Fiesta en tiempos de la peste»), la erupción de un volcán («Bostezó el Vesubio…», un poema de 1834); segundo, el grupo de imágenes ligadas a las estatuas, columnas, monumentos, «ídolos»; tercero, las imágenes del hombre, de la gente, de los seres vivos, víctimas o luchadores: «el pueblo, perseguido por el miedo», o el hombre que protesta orgullosamente.
El primer componente de la estructura de imágenes podrá ser todo lo que en algún momento estuviera asociado en la conciencia del poeta con una catástrofe natural. El segundo lleva el rasgo distintivo de lo «creado por el hombre» [рукотворный], de lo que pertenece al mundo de la civilización en la antítesis «consciente-inconsciente». El tercero se opone al primero como lo personal a lo impersonal y al segundo como lo humano a lo sobre- o inhumano. Los rasgos restantes pueden redistribuirse de diferentes maneras en función de la interpretación concreta histórica o argumental de todo el sistema.
La interpretación de cada uno de los grupos de imágenes depende de la fórmula de su relación con los otros dos. Al primero se adjudican los rasgos del movimiento espontáneo, del amplio alcance, de la indomabilidad, de la fuerza y, al mismo tiempo, de la destrucción, la irracionalidad y la incontrolabilidad; al segundo, los de la voluntad, la razón, la racionalidad, la creación y, al mismo tiempo, la inflexibilidad cruel, lo «pétreo». La imagen del «ídolo», del monumento, invariablemente evoca la noción de una fuerza orientada, civilizatoria («cultural», no elemental), creativa, que lleva el rostro del hombre, pero muerta por dentro. La similitud de las estatuas con el hombre solo acentúa su diferencia con el ser humano vivo y palpitante. En su antítesis con el tercer grupo, los dos primeros revelan su grandeza (cada uno a su manera) y su inhumanidad. Entrañan para el hombre una amenaza mortal. La muerte sin sentido por los elementos tempestuosos o la muerte condicionada por un proyecto inhumano de voluntad sobrehumana: la diferencia no es grande para las víctimas. Pero el hombre puede actuar en este conflicto no solo como víctima, sino como héroe, hasta alcanzar la grandeza de esas fuerzas que se le oponen.
La posibilidad del autor de asumir el punto de vista de cualquiera de estas fuerzas cambiando correspondientemente su interpretación semántica concreta se demuestra por el hecho de que ninguna de ellas está exenta para Pushkin de poesía. Pushkin comprende la poesía de los elementos tempestuosos: «Hay éxtasis en la batalla, Y en el filo del lúgubre abismo, Y en el enfurecido océano, Entre las terribles olas y la tempestuosa tiniebla, Y en el árabe huracán, Y en el hálito de la Peste» (VII, 180). ¡Incluso la peste aparece como la guardiana de la terrible poesía! El espíritu de la Razón y de la Voluntad inhumana son avivados por una poesía especial pero indiscutible no solo por su fuerza creativa (el comienzo de El jinete de bronce), sino también por su inflexibilidad aniquiladora («¡Terrible es él en la niebla circundante! / ¡Qué pensamientos en la frente! / ¡Qué fuerza en él escondida!»). Incluso la potencia física y la extensión espacial tienen su poesía. La poesía del tercer grupo de imágenes brinda una amplia gama de matices desde el ideal de la vida privada del individuo particular hasta la orgullosa independencia y grandeza de la personalidad. De esta poesía está embargado el llamado ciclo de Kamennoostrovski –el ciclo final de la lírica de Pushkin, no por casualidad coronado por «Monumento»–: es el triunfo de la personalidad creativa que se ha elevado con «cabeza insumisa» por encima del monumento de piedra y metal.
Las imágenes de los elementos pueden asociarse tanto con las fuerzas cósmico-naturales como con las explosiones de ira popular y con las fuerzas irracionales de la vida y de la historia («La dama de picas», «Cuento del gallito de oro»). La estatua es piedra; el bronce, antes que nada, un «ídolo»; el dios terrenal, la encarnación del poder, pero éste se funde con la imagen de la Ciudad y puede concentrar en sí la idea de la civilización, del progreso e incluso del Genio histórico. La gente que huye se asocia con el concepto de víctima e indefensión. Pero aquí también se incluye, sin embargo, todo lo que está marcado por «el hombre incólume» («самостояньем человека») y la «lección primera: respetarse a sí mismo».
La puesta a prueba de la humanidad resulta en última instancia decisiva para la valoración de los participantes del conflicto. Aquí se descubre la diferencia entre la inhumanidad absoluta de los elementos naturales o del más allá y la humanidad potencial de los elementos de la revuelta popular (Arjip, Pugachov). Los principios históricos y estatales del segundo grupo también pueden realizarse tanto en una racionalidad abstracta e inhumana como en la humanidad de la inconsistencia humana («La fiesta de Pedro el Grande»). Finalmente, las imágenes del tercer grupo no siempre realizan la semántica de la humillación y la condena. Ellas pueden, contraponiéndose a la Voluntad abstracta, elevarse hasta la rebelión (Evgueni) o, ignorando la destructividad irracional de los elementos, oponerle heroicamente su voluntad por medio bien de la energía creativa del Hombre (Walsingham), bien de la resistencia moral intransigente (el sacerdote).
El cuadro se complejiza por la presencia de imágenes que entran en campos semánticos de alguna manera fundamentales. Tales son las imágenes de la Casa y del Cementerio. La Casa es la esfera de la vida, del espacio natural de la Personalidad. Pero puede duplicarse en las imágenes de la «casita derruida» y del palacio. La isba empapelada de dorado de Pugachov une estas dos formas paradójicamente. «El cementerio ancestral» es un «vivificante santuario» ligado naturalmente con la Casa y un lugar donde se acumulan monstruosamente las penosas estatuas, «de un barato cincel los ridículos pasatiempos». Pugachov en La hija del capitán y Pedro en «La fiesta de Pedro el Grande» demuestran inesperadamente estar imbuidos de una humanidad salvífica entre grupos de imágenes que les son extraños.
Los argumentos creados dentro de este campo semántico violan la correlación estable de las imágenes: los elementos se liberan del cautiverio, las estatuas se ponen en movimiento, el humillado entra en batalla, lo inmóvil empieza a moverse, lo que está en movimiento se petrifica. Sin embargo, si el movimiento es parte de la esencia de los elementos y del hombre y se percibe como devolviéndoles un estado natural, el movimiento antinatural de la piedra y del metal (pasivo: «los ídolos caen»; o activo en El convidado de piedra, El jinete de bronce o «El cuento del gallito de oro») produce una impresión siniestra. Esto se relaciona con que, detrás de todas las colisiones y conflictos argumentales de estas imágenes, para el Pushkin de los años ’30 hay una contraposición aún más profunda entre la Vida y la Muerte. Todo lo dinámico, cambiante y capaz de «pensar y sufrir» pertenece a la Vida; todo lo inmóvil y estancado, a la muerte. Tanto la vida humana como la cósmica son un nacimiento continuo, animación, espiritualización o petrificación, estancamiento, movimiento mecánico muerto, una repetición loca del mismo ciclo.
El mundo creativo de Pushkin es uno en su asombrosa diversidad. A pesar de toda la riqueza de temas y géneros (en este último aspecto la obra de Pushkin es enciclopédica: abarca todos los géneros de la literatura que le era contemporánea), su médula central siempre fue la lírica. Y si en los últimos períodos la cantidad relativa de versos que le dedica disminuye, al mismo tiempo se eleva notablemente su importancia ideológica y filosófica. Así, algunos poemas del «ciclo de Kamenoostrovski» se consideran con derecho cima y legado poéticos de su obra.
El pasaje de Pushkin al realismo se reflejó en su lírica tanto como en los otros géneros. El romanticismo había creado una forma canónica de lírica narrativa común a toda la poesía europea. La contradicción entre las constantes de esta forma y las caprichosas variantes de sus interpretaciones en relación con la personalidad, el destino y el temperamento de tal o cual poeta creó numerosas posibilidades contrastivas para el arte. La nueva etapa de la lírica pushkiniana comienza con la ampliación de las imágenes culturales y nacionales del narrador: el interés por la poesía y el folclore de diferentes pueblos y épocas lleva a una ampliación prácticamente ilimitada de los puntos de vista de la lírica, lo que ya sus contemporáneos definieron como el «proteismo» de Pushkin. Esta construcción de la imagen lírica, unida a las búsquedas ideológicas en el campo del historicismo y de lo popular, recibió también en la lírica un sentido específico. La lírica trabaja los mismos problemas que el resto de la obra del poeta, pero los trabaja en formas especiales. Su poesía lírica, por un lado, es sumamente concreta, biográfica, ligada al azar de las condiciones cambiantes de la vida, pero, por el otro, es sumamente abstracta, filosófica y, a través de lo abigarrado de los acontecimientos que inspiran los diferentes poemas, examina la profundidad misma de la vida.
En la base de toda la lírica madura de Pushkin está el conflicto entre la vida y la muerte, el misterio del sentido de la existencia. Esta mirada, lanzada a la profundidad, no pierde la agudeza de las vivencias cotidianas ni disminuye su alcance, sino que les otorga un sentido («busco en ti sentido» se vuelve algo así como el epígrafe de la relación pushkiniana con la vida).
En la conciencia de Pushkin, la vida tiene por atributos diversidad, plenitud, movimiento y alegría; la muerte, monotonía, inconclusión, inmovilidad y aburrimiento. La vida quiere expandirse llenando espacios siempre nuevos; la muerte, arrebatar y llevar hacia sí, cerrar, esconder: «…la muerte […] / Se llevó su botín» («¡Qué noche! La escarcha se resquebraja…»). En «Misiva a Délvig» sacan una calavera de una cripta y el poeta aconseja convertirla en «una copa de diversión» o hacerla partícipe de las reflexiones poéticas sobre el misterio de la vida: «De la vida, predicadora muerta, / Llena de vino, o vacía, / Para un sabio su charla / Vale una cabeza viva» (III, 72). En este contexto, la variedad étnica, histórica y cultural de los narradores líricos, la imprevisibilidad de la persona en cuyo nombre habla el poeta, se convierte en la irrupción de la plenitud y diversidad de la vida. Vida y poesía son como los dos nombres de una misma esencia.
La vida en la lírica de Pushkin es siempre comunión; la muerte, separación. Comunión con el sentimiento de otra persona, con la amistad, con el amor, con la inclusión en la muchedumbre, con la poesía y el paisaje, la naturaleza, la historia, la cultura. La muerte es un salir a la soledad, hacia abajo, «a las frías moradas subterráneas» («Cuando bajo a mi secreto subsuelo»). Las imágenes expresivas de la comunión en la lírica de Pushkin son el círculo (de amigos), la fiesta («¡alcemos las copas!») o la cadena que une a las generaciones, «las patrias sepulturas» y la «joven vida». El amor y la felicidad reciben en este contexto el sentido profundo de una participación en la vida suprapersonal. Esto da a los poemas «de ocasión», a los madrigales de los álbumes y a otros poemas que podrían parecer «irrelevantes» un profundo sentido.
La lucha entre la vida y la muerte se refleja en las imágenes de movimiento, estancamiento, en el conflicto entre lo que fluye y lo inmóvil. Al mismo tiempo, surgen imágenes contrapuestas: la del movimiento muerto («el trote del pálido corcel») y la permanencia de la vida («no, no moriré todo yo»). Estas imágenes pueden variarse en sentidos complejamente entrecruzados. Así, la tumba («las patrias sepulturas», «la entrada sepulcral»), incluida en el continuo del ciclo vital e histórico, se percibe como una imagen de la vida; la idea artística es móvil y vital; las «palabras, palabras, palabras» («De Pindemonte») de la burocracia estatal están muertas. Atraen a Pushkin los conflictos trágicos de la irrupción de la muerte en el espacio vital y los intentos heroicos de arrebatarle a la muerte su víctima por la fuerza del amor, de la creación, de la pasión («El conjuro», «Qué feliz soy cuando puedo abandonar…»). Todo esto despierta el interés por la esfera liminal en la que amor y muerte se entrecruzan. La anterior identificación de Pushkin entre el amor y la libertad lleva a incluir la libertad-esclavitud y todo el campo semántico subordinado a esta imagen en el espacio de sentido de la vida-muerte.
El tema de la vida y la muerte evoca el tema de la inmortalidad, que es exterior, pero está indisolublemente ligado a él. La vida se opone a la inmortalidad como lo incluido en el tiempo a lo atemporal; la muerte, como el no ser al ser. La muerte es la ausencia de existencia; la inmortalidad, la existencia eterna. La inmortalidad, que incluye en sí un conflicto interno, tiene los signos contradictorios del brillo, de la genialidad de la existencia personal, del florecimiento de la personalidad –y de la «lección primera» ligada a ello: «respetarse a sí mismo»—, así como los de la disolución de la existencia personal en la «indiferente naturaleza», en la inmortalidad de la vida histórica y popular, en el arte y en la memoria de las generaciones.
Cuánto está ligada la lírica a los otros géneros se ve en el ejemplo de «El monumento». La abundancia de lazos con las impresiones vitales inmediatas y la tradición literaria profundamente asimilada organiza el esquema que ya hemos examinado: pueblo – ídolos – personalidad. Aquí el monumento al poeta no labrado por la mano se eleva más alto que la columna de Alejandro («los ídolos caen» «de la tambaleante columna») y el pueblo y la personalidad actúan como aliados («no crecerá la maleza en el camino del pueblo», «mucho tiempo seré […] querido por el pueblo»); una situación que coincide con el proyecto de la Escena de los tiempos caballerescos. Pero al mismo tiempo, en un nivel aún más profundo, se examina el conflicto entre la inmortalidad con la cual se premia el trabajo del genio que entra en la memoria popular y la muerte encarnada en el «ídolo» de piedra.
Aquí se expresó el pathos básico de la poesía de Pushkin: la orientación a la vida.
El nombre de Pushkin pronto se hizo famoso para el público europeo: en 1823 se publicaron dos antologías de poesía rusa. La de K. von der Borch (Riga y Tartu) en idioma alemán y la de Dupre de Saint-Maure en París en francés (en dos variantes tipográficas). Ambas antologías valoraron elogiosamente el talento del joven poeta y presentaron al lector pasajes de Ruslán y Ludmila. Sin embargo, las traducciones hechas durante su vida fueron pocas y no se destacaron por su alta calidad. Al alemán, además de von der Borch, tradujo a Pushkin A. von Wolffert para la «Revista San Petersburgo» alemana (1824-1826), donde se publicaron El prisionero del Cáucaso, un pasaje de Ruslán y Ludmila y La fuente de Bajchisarái. En 1831, K. von Knorring tradujo Borís Godunov. Hay que considerar que las traducciones al alemán más exitosas hechas mientras vivió son los ensayos de Karolina Iánish-Pávlova.
Al francés, además de Dupre de Saint-More, tradujeron a Pushkin poetas de escaso talento, en general con lazos burocráticos con Rusia, por ejemplo, J. Chopin y Laveaux. Sus traducciones aparecieron en Rusia, pero pasaron inadvertidas en Francia. No se puede decir lo mismo de la prosa de Pushkin traducida por P. Mérimée. Sin ser exacta, introdujo a Pushkin al mundo de la «alta» literatura. Aunque, como señaló M. P. Alekséiev, la primera mención del nombre de Pushkin en inglés data de 1821, la cantidad de traducciones al inglés durante su vida fueron pocas y tuvieron poca importancia. El reconocimiento mundial de Pushkin llegó más tarde, cuando los lectores extranjeros se familiarizaron con la gran literatura a la que había dado nacimiento: la literatura de Turguéniev, Tolstói, Dostoievski, Chéjov…
En su momento, a raíz de la publicación de Anna Karénina, Dostoievski respondió a Goncharov, en sus páginas del Diario de un escritor, cuando éste le dijo que con esa obra la literatura rusa podía mostrarle a Europa su faz distintiva, que «podríamos, por supuesto, mostrarle directamente a Europa la fuente, es decir, al mismo Pushkin, como la prueba más brillante, sólida e indiscutible de la independencia del genio ruso».[18]
En ello reside la clave del número creciente de traducciones de Pushkin a las lenguas del mundo, del aumento en el interés por su obra.
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Notas
Publicado por primera vez en История всемирной литературы в 9 томах, М., 1989, т. 6, с. 321-338. La presente traducción toma como fuente Лотман Ю. М., Пушкин, Санкт-Петербург, Искусство—СПБ, 2011, pp. 187-211.
[1] Достоевский, Ф. М. (1983) Полн. собр. соч., Л., т. 25, с. 199 [Dostoievski, F. M., Obras completas, Leningrado, tomo 25, pág. 199].
[2] Miembros de la “Conferencia de los amantes de la palabra rusa”, sociedad literaria formada en 1811 en San Petersburgo y dirigida por G. P. Derzhavin y A. S. Shishkov (N. del T.).
[3] La “Sociedad de Arzamás de gente desconocida” (1815-1818) era un círculo literario y una sociedad cerrada de amigos que reunía a los partidarios de la nueva orientación de Karamzín en literatura (N. del T.).
[4] Sociedad petersburguesa de jóvenes militares en la que participaron algunos decembristas durante 1819-1820 (N. del T.).
[5] Sociedad literaria petersburguesa que existió entre 1816 y 1826 (N. del T.).
[6] Sociedad secreta decembrista. Funcionó entre 1818 y 1821 (N. del T.).
[7] Рылеев К. Ф., Полн. собр. стихотворений, Л., [1934], c. 104. [Riléiev, K. F., Poesía completa, Leningrado, 1934, pág. 104].
[8] Раевский В. Ф. Стихотворения. Л., 1952, c. 149. [Raievski, V. F., Poesía, Leningrado, 1952, pág. 149].
[9] Citado según Томашевский Б. В., Пушкин, М.; Л., 1956, кн. 1, с. 355. [Tomashevski, Pushkin, Moscú, Leningrado, 1956, libro 1, pág. 355]
[10] Жирмунский В. М., Байрон и Пушкин и западные литературы, Л., 1978, c. 368. [Zhirmunski, V. M, Byron y Pushkin en la literatura occidental, Leningrado, 1978, pág. 368].
[11] Гуковский Г. А., Пушкин и русские романтики, Л., 1965, c. 328. [Gukovski, G. A., Pushkin y los románticos rusos, Leningrado, 1965, pág. 328].
[12] Rudin es el protagonista de la novela homónima de Turguéniev; Biéltov es el protagonista de ¿Quién es culpable? de Herzen; Raskólnikov y Stavroguin son los protagonistas de Crimen y castigo y de Los demonios de Dostoievski; Chíchikov es el protagonista de Almas muertas de Gógol y Oblómov el de la novela homónima de Goncharov (N. del T.).
[13] Лунин М. С., Письма из Сибири, Л., 1988, c. 175. [Lunin, M. S. Cartas desde Siberia, Leningrado, 1988, pág. 175].
[14] Iuródivi, en ruso. Se trata de los locos en Cristo, pobres mendigos considerados criaturas de Dios. Fueron populares durante toda la Edad Media. Se les adjudicaba poderes visionarios y una sabiduría especial (N. del T.).
[15] Белинский В. Г. Полн. собр. соч., М., 1955., т. 6., c. 523. [Bielinski, V. G., Obras completas. Moscú, 1955, tomo 6, pág. 523].
[16] Достоевский Ф. М. (1983), Полн. собр. соч., т. 26, c. 145—146. [Dostoievski, F. M. (1983) Obras completas, Leningrado, tomo 26, pp. 145-146].
[17] Гуковский Г. А., Пушкин и проблемы реалистического стиля, М., 1957, c. 301. [Gukovski, G. A. Pushkin y los problemas del estilo realista, Moscú, 1957, pág. 301].
[18] Достоевский, Ф. М. (1983), Полн. собр. соч., т. 25, с. 200 [Dostoievski, F. M. (1983), Obras completas, Leningrado, tomo 25, pág. 200].
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Traducción: Eugenio López Arriazu
Tomado de Eslavia
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