Silvio, Víctor, Roque y Wichy: Que levante la mano la amistad
Hace casi cuatro décadas, el 1ro. de julio de 1967, una publicación dedicada a los jóvenes, El Caimán Barbudo, organizó un recital de poesía y música, con el título de «Teresita y nosotros». Teresita era la trovadora Teresita Fernández y «nosotros» eran los poetas Félix Contreras, Félix Guerra, Iván G. Campanioni, Guillermo Rodríguez Rivera, Luis Rogelio Nogueras, Víctor Casaus y un flaquito con guitarra llamado Silvio Rodríguez. En alguna ocasión escribí algo sobre ese día, porque fui uno de los dichosos asistentes de aquel recital y porque aquella noche —y utilizo el lugar común porque es exactamente eso lo que quiero decir— quedaría como un recuerdo indeleble.
Cuando el flaquito con guitarra comenzó a cantar —la memoria solo me alcanza para dos de sus canciones de aquel día: «Es sed» y «Nuestra ciudad»— se produjo un murmullo que fue creciendo paulatinamente junto con una voz nueva, una letra nueva, una música nueva, y un amigo sentado a mi lado me dijo: «Pero, ¿esto qué cosa es?, ¿qué música es esa?, ¿quién es el flaquito ese?». Y los murmullos seguían creciendo junto con el asombro, y el asombro convocó al silencio. Y aquella música comenzó a crear en nosotros un inexplicable escudo de belleza y de apasionada rebeldía revolucionaria que ya no nos abandonaría nunca. Todos teníamos razón: lo que estábamos escuchando esa noche era sencillamente el nacimiento (y pido perdón a Silvio por violentar su modestia) de uno de los más grandes trovadores del siglo XX, cuya permanencia en el imaginario musical de varias generaciones es uno de esos tesoros y misterios que seguirán mereciendo investigación y estudio.
He mencionado esa noche inolvidable, porque ese fue mi primer contacto con Silvio y su música, el primer recuerdo que quería compartir con ustedes, a propósito de la presentación de este libro, Que levante la mano la guitarra, ahora en su sexta edición, con un nuevo prólogo de Víctor Casaus y un epílogo de Silvio, libro que inaugura la colección A guitarra limpia, de las Ediciones La Memoria, del Centro Pablo de la Torriente Brau, y que se ha vuelto imprescindible para acercarse a su vida y su obra.
Entonces éramos un grupo de jóvenes estudiantes de la universidad en la década de los sesenta, y estábamos tratando de apoderarnos del mundo por asalto, vivíamos en un permanente estado de euforia y efervescencia cultural; la universidad era un hervidero donde se cocinaba el último libro de Sartre, el nuevo ensayo de Marcuse, el estructuralismo de Levi-Strauss, las novedosas novelas del boom latinoamericano que nos habían revelado a Cortázar, García Márquez, Fuentes y Vargas Llosa, que eran los profetas de la nueva literatura latinoamericana; y los Beatles, que escuchábamos en ocultas sesiones de verdadero espiritismo musical, mitigaban nuestra hambre insaciable de lo nuevo.
En ese contexto nació Silvio a la vida musical de nuestro país, y para nosotros comenzó a desempeñar un papel que teníamos reservado para alguien como él: fue —quién lo duda— el que dijo las cosas que todos queríamos decir y no decíamos; el que cantó al amor, a la amistad, a los sueños, al dolor y a la esperanza, como todos queríamos cantar y no cantábamos; el que expresó como nadie la pasión revolucionaria, el llanto por los héroes, la indeclinable búsqueda de la belleza y la verdad en aquellos años duros y magníficos, como todos queríamos expresar, y no sabíamos. Silvio era nuestro hermano de afanes, angustias y alegrías: era una suerte de profeta de nuestra generación.
Sí, ya lo sé. Cuando comenzamos a hablar de «nuestra generación», como me decía hace unos días un amigo, es señal de que nos estamos poniendo viejos y que comenzamos a utilizar el nombre colectivo para protegernos de la erosión del tiempo. Porque en aquellos años, «la generación» era una vaga y lejana categoría sociocultural: nosotros vivíamos un eterno presente con rasgos de futuridad. Y repetíamos el verso de Gelman como un exorcismo: «¡Mi Dios!, qué bellos éramos, cantando finalmente». Y las canciones de Silvio eran nuestro alimento cotidiano.
De estos años también es el segundo recuerdo que quiero compartir con ustedes: Roque Dalton, el inolvidable poeta y hermano salvadoreño, escribió un libreto de televisión acerca de la historia de su familia —pariente cercana de los hermanos Dalton norteamericanos, famosos bandoleros del Oeste—, y me pidió que yo le presentara el programa, y a Silvio que comentara musicalmente las escenas, como un juglar omnipresente. No voy a comentar las peripecias de aquel programa que se trasmitió en vivo (entonces no existía el videotape), que fueron muchas y verdaderamente hilarantes, y seguro Silvio recuerda, sino solo lo que nos ocurrió cuando tomamos un taxi en el que Roque recogió a Silvio primero y después a mí. El taxi bajaba por 21 y al llegar a la esquina de M, a la altura del Hotel Capri, un grupo numeroso de hippies se había tendido en el suelo frente al hotel; el tráfico se detuvo y de repente se aparecieron unos carros-jaula de la policía. Roque sacó medio cuerpo del taxi y gritaba: «No les vayan a dar, no les vayan a dar». Y se reía con aquellas carcajadas que lo hacían inolvidable. Lo que hizo la policía fue agarrar a los hippies por las axilas y los pies y depositarlos en los carros. Allí estuvimos hasta que la operación se terminó.
He mencionado a Roque, porque me parecía que era necesario convocarlo también a él para que estuviera hoy aquí, compartiendo con nosotros su famosa aspirina del tamaño del sol, en esta fiesta de la poesía y la amistad que se suma a la fiesta mayor de los sesenta años de Silvio. Pero no voy a abrumarlos con otras anécdotas que de alguna forma he compartido con Silvio: ellas son el fondo de oro de nuestra amistad. Y como ese sentimiento está en el centro mismo de la concepción de este libro que estamos presentando, y como por la amistad que me une a Silvio y a Víctor es que estoy aquí, emocionado, diciendo estas palabras, quiero terminar dedicándole esta presentación a un amigo. Tengo una razón: ese amigo fue uno de los autores de este libro que es, como dice Víctor en el nuevo prólogo, un regalo compartido; tengo una segunda razón: ese amigo era un gran poeta, gran narrador y mejor ser humano. Si estas dos razones todavía no fueran suficientes, tengo una tercera razón: ese amigo, aunque ya no está físicamente entre nosotros, también está hoy aquí, a nuestro lado. Por eso, dedico esta presentación a nuestro hermano, Luis Rogelio Nogueras, a Wichy, eternamente vivo.
¡Que levante la mano la guitarra! ¡Que levante la mano la amistad!
***
Texto incluido en El libro de las presentaciones, publicado por Editorial Oriente en 2018 .
Visitas: 72
Deja un comentario