En múltiples ocasiones he sido testigo, desde la adolescencia, de dos posturas arquetípicas a la hora de apreciar la poesía de José Ángel Buesa: el gesto de horror rayano en el desprecio ejecutado por quienes gustan de los autores audaces e innovadores, y el alegato entusiasta de quienes no son casi nunca especialistas, pero defienden con ímpetu la idea de que Buesa es el mejor poeta cubano que hayan leído alguna vez.
No creo, desde luego, que sea el mejor, aunque eso de mejores y peores, en materia de poesía, se convierte en un terreno tan movedizo que es difícil ofrecer argumentos para una discusión de por sí baldía. Aun así, Buesa no llega, a mi juicio, a ser un poeta mayor, como sin duda lo son, en lengua española, san Juan de la Cruz, Quevedo, Góngora, Bécquer, Machado, Darío, Martí, Vallejo, Neruda, Guillén, Lezama o Borges; y es porque Buesa tiene abundancia (siempre) y excelencia (a veces), pero en apariencia carece de diversidad, tríada que constituye, al decir de Octavio Paz, el haz de características definitorias de los poetasprimordiales.[1]
A pesar de ello, es probable que Buesa supere en adeptos a la mayoría de los antedichos, quizá con excepción de Neruda, Bécquer y Darío. Por qué ha sucedido estehecho, cuál es el misterio Buesa, resulta la razón de estas páginas en las cuales pretendo exponer mi punto de vista y, a la vez, rendir un pequeño homenaje a este autor tan maltratado por la crítica y la historiografía literarias cubanas.
Hasta el día de hoy, son minoría los críticos literarios cubanos que se han adentrado en la obra de Buesa. Piénsese con espanto en que poetas como Guillermo de Montagú, Hilarión Cabrisas y Gustavo Sánchez Galarraga, en muchos sentidos similares a Buesa, pero quizá con un acabado artístico menos eficiente, poseen más entradas que él en el índice onomástico de la Historia de la Literatura Cubana(tomo II), publicada por el Instituto de Literatura y Lingüística, y ya se tendrá una idea. Los que han escrito acerca de su producción, sin falta, anotan su extrema productividad, su musicalidad fácil y su temática casi siempre monocorde, aunque le reconocen dotes como versificador y un lugar más o menos merecido en el canon literario nacional.
En ese grupo debo destacar a Cintio Vitier en la nota biobibliográfica correspondiente en Cincuenta años de poesía cubana (Dirección de Cultura del Ministerio de Educación, La Habana, 1952); a Roberto Fernández Retamar en La poesía contemporánea en Cuba (Ediciones Orígenes, La Habana, 1954); a Víctor Fowler en un texto publicado hace años en El Caimán Barbudo y cuya referencia ahora no consigo encontrar; a Carilda Oliver Labra en el prólogo a Buesa (Ediciones Matanzas, 1997); a Juan Nicolás Padrón en el preámbulo a Pasarás por mi vida (Letras Cubanas, 1998); a Ricardo Rodríguez Vázquez en su introducción a Breve antología poética (Editorial Ácana, 1998); a José Calatayud en las palabras iniciales a Buesa redivivo (Ediciones Damují, 1999); a Jesús Candelario y René Coyra en sus anotaciones a José Ángel Buesa: antología poética (Editorial Mecenas, 2000); a Maritza Batista en su presentación de José Ángel Buesa. Poesía de amor (Editorial Sanlope, 2004); a Virgilio López Lemus en «José Ángel Buesa: “Y sabrás que no he vuelto… porque estaba contigo”» en Oro, crítica y Ulises (Editorial Oriente, 2004) y en«Buesa o la persistencia de lo instantáneo», prólogo a su compilación Nadie sabe por qué (Editorial Letras Cubanas, 2011), el más nutrido empeño, hasta hoy, de promover al autor en Cuba; a Gustavo Pérez Firmat en su «Leyendo a Buesa» (Encuentro de la cultura cubana, no. 50, Madrid, otoño 2008); y a Ismael González Castañer en «El centén de los opuestos, los contrarios centenarios, la centena de los polos extremistas áureos: Buesa-Lezama» (revista Ariel, no. 2, Cienfuegos, 2010).
Mención aparte merecen Alberto Baeza Flores y su prefacio a la selección de mejores poesías de Buesa publicada por Bruguera en 1959, y Domingo Alfonso en «José Ángel Buesa, el poeta del Amor» (revista Matanzas, septiembre-diciembre, 2010). En ambos casos, la proximidad personal de los críticos con la figura y el orbe creativo de Buesa, a mi entender, compromete demasiado el análisis e inclina la balanza hacia una parcialidad interpretativa no del todo justa por el tono apologético que predomina. Baeza, en lo que bien pudiera ser un ajuste de cuentas antiorigenista (y vaya arte el de los muchachos de Orígenes para granjearse enemigos), la emprende contra el hermetismo, la oscuridad y la metafísica en la poesía, y pasa por alto que tal vez el más penetrante Buesa sea el metafísico autor de poemas como «El arquero», «Nocturno metafísico», «Ala y raíz», o el archicitado soneto «Yo vi la noche».
A modo de muestra transcribo «El arquero», que entraría sin desdoro en cualquier antología de la poesía cubana por selecta que fuese:
Arquero de la noche, con un gesto arrogante,
alcé el arco en la sombra y apunté a las estrellas!
Arquero de la noche, mi pulso estaba firme,
y en mi carcaj había solamente una flecha.
Y vigorosamente lancé mi flecha al viento,
y hubo un largo zumbido sobre la cuerda tensa.
Lancé mi única flecha —la flecha de mi ensueño—
y me crucé de brazos bajo la noche negra.
El arco envejecido se me pudre en las manos,
pero yo sigo —arquero de la noche— en mi espera.
Lancé mi única flecha, y se perdió en la sombra.
Y nunca he de saber si llegó a las estrellas.
Y si ese es el panorama de los que han escrito algo sobre Buesa, pensemos en aquel hipotético de quienes no lo han consumado porque el objeto de estudio sería algo muy por debajo de sus expectativas. De modo general, esos supuestos lectores de la élite no solo hacen el gesto de horror, sino además miran con mala cara a quienes, balbuceantes y medio cortados, confiesan que Buesa tiene algo a cuyo embrujo no pueden sustraerse. Y gritan: «No, de ningún modo, Buesa es un facilista de la forma, con filosofía de café con leche y angustias de vitrola», sin saber, quizá, que en ese supuesto insulto le ofrecen un elogio sugestivo al autor de Cruces, como intentaré explicar más adelante.
Sus detractores sostienen que el éxito sin parangón de Buesa en el público obedece a la falta de instrucción poética de las grandes masas, cuyas sensibilidades parecen haber quedado detenidas entre los finales del siglo xixy los inicios del xx, y responder a los gustos románticos, simbolistas y modernistas de la poesía rimada y medida anterior al batacazo de las vanguardias. Y en eso, mal que me pese, llevan razón: lo mismo que para muchos la pintura no figurativa no es pintura, la poesía no rimada no es poesía. Lástima de certeza. Lo interesante, para estas líneas, es el otro aspecto: anotar la descendencia de Buesa del Romanticismo, el simbolismo y el Modernismo y discernir cómo mezcló sus enseñanzas y nos ofreció una obra desigual en sus calidades estéticas pero muy atendible por su evolución como fenómeno mediático.
Porque de eso se trata, sospecho. De la relación de la poesía de Buesa con el bolero y la sensibilidad hispanoamericana. Ni siquiera es un descubrimiento mío. Lo señala, al paso, Virgilio López Lemus en el ensayo de Oro, crítica y Ulises. Dice:
Las ideas del amor y de la muerte (Eros y Tánatos), el amor naciente o muriente, rechazado o imposible y sobre todo casi siempre infeliz, de tono elegíaco, parecen ser sus ingredientes preferidos, un poco de manera parecida a como explotan estos asuntos el melodrama radial o televisivo o las canciones populares (en especial el bolero).[2]
Y luego abunda en el prólogo a Nadie sabe por qué…:
Cuando se le acusó de cursi y se llegó a decir que no pasaba de versificador fácil, se cometían más que errores, injusticias, porque Buesa representaba en su poesía la sensibilidad de un sector de la población cubana, sus modos de aprehender y expresar el amor, de ser sentimental, de manifestar elementos emotivos de su identidad. Esto lo vemos, por ejemplo, en el asidero del bolero, en el éxito del melodrama radial o televisivo, en el gusto cubano por el tango argentino o el corrido mexicano, de «letras» afines a los boleros, y dentro de esta corriente cancionística, el advenimiento del feeling con su carga de emotividad a veces pronunciadamente elegíaca, todo ello enlazable con las búsquedas sentimentales y la expresión de identidad emotiva de parte sustancial de un pueblo que llevaba (y lleva) en su sangre tal modo de expresión, amplificada al orbe de la hispanidad.[3]
Yo me atrevería a afirmar, sin que me tiemble el pulso, que Buesa se comporta, en relación con el bolero, igual a como lo hiciera antes el argentino Evaristo Carriego con el tango y, mucho más cerca de él en el tiempo, Nicolás Guillén con el son. O como hacen hoy, en otra línea, Luis Eligio Pérez con el rap o el hip-hop y Omar Pérez con el reguetón. Sabedores estos poetas de la amplia repercusión de los géneros musicales populares en la sensibilidad del lector medio, trataron —y tratan— de abrir el espectro comunicacional y pulsar los resortes de la contaminación literatura-música popular con excelentes resultados: aprovechar la amplitud comunicativa del género musical y sus bondades rítmicas y sonoras en general para el poema.
En Guillén no pienso abundar, hay más que suficiente bibliografía en Cuba al respecto. El caso Carriego merece un par de comentarios. Su visita al mundo arrabalero, al malevaje y la cuchillada, al presidio y los conventillos, a las cantinas y los orilleros; en fin, sus visiones ficticias —porque siempre la literatura, por testimonial que sea, ficcionaliza la realidad— de Buenos Aires presentes en Las misas herejes o El alma del suburbio, son sin duda el puente entre el universo moribundo de Martín Fierro, Santos Vega y don Segundo Sombra y los incidentes y personajes que pueblan las composiciones de Alfredo Lepera, Enrique Cadícamo, Pascual Contursi o Cátulo Castillo. Ya aseveraba Borges, en el largo ensayo que le dedicara a Carriego, una de las principales virtudes del tango:
Todo el trajín de la ciudad fue entrando en el tango; la mala vida y el suburbio no fueron los únicos temas. En el prólogo de las sátiras, Juvenal memorablemente escribió que todo lo que mueve a los hombres —el deseo, el temor, la ira, el goce carnal, las intrigas, la felicidad— sería materia de su libro; con perdonable exageración podríamos aplicar su famoso quidquid agunt homines, a la suma de las letras de tango. También podríamos decir que estas forman una inconexa y vasta comédie humaine de la vida de Buenos Aires.[4]
Pudiéramos aseverar lo mismo del bolero. Todo hispanoamericano que tiene un corazoncito —quién que es hispanoamericano no lo tiene, y tierno—, se conmueve con esa biblia de la sentimentalidad que son las letras de los boleros: amores imposibles, amantes despechados, adulterios, perdones, abandonos y hasta suicidios y crímenes pululan por ese caos donde la emoción a flor de piel se impone al intelecto e incluso a las sensaciones. No por gusto triunfaron Miguel Matamoros y Agustín Lara, o Los Panchos y José Feliciano han sido ídolos de abuelos y nietos, o Luis Miguel consiguió una atención masiva después de grabar un disco de larga duración con versiones de boleros famosos. Tampoco gratuitamente nos llegan, desde España, los ecos del bolero en las canciones de Joaquín Sabina (tan próximo a los poetas de la experiencia o de la nueva sentimentalidad, quienes han restablecido un lugar dentro de la poesía española para esa suerte de Buesa asturiano llamado Ramón de Campoamor) y de sus más o menos contiguos Ismael Serrano, Estopa, Jarabe de Palo o Melendi.
A la postre, es un asunto de carácter cultural: la perdurabilidad de la impronta romántica en la sensibilidad hispanoamericana. La crítica asegura que el Modernismo fue el primer movimiento literario en puridad americano, pero el Romanticismo constituyó, a mi juicio, la piedra de toque sobre la que esta poesía se apuntaló: la coincidencia con las luchas independentistas, el surgimiento de las repúblicas y el afianzamiento del estado-nación en esta parte del mundo. Para Octavio Paz, incluso, el Modernismo resultó nuestro auténtico Romanticismo. Es decir, el Romanticismo, en sí, fue retórico y patriotero en su mayor parte, y la gran revolución literaria estuvo en los modernistas (Darío, Martí, Silva, Nájera, Casal); no obstante, la sensación de sacudida, de revuelta juvenil soberbia, galante y «desaliñada» del Romanticismo europeo inundó por igual al americano y a su sucesor el Modernismo. Los conflictos sentimentales, emocionales y eróticos ocupan un sitio de privilegio en algunos de nuestros poetas románticos (Manuel Acuña, Juan de Dios Peza, Zenea), y también en algunos modernistas (Darío, Herreray Reissig, Díaz Mirón, Luis G. Urbina, Nervo) y posmodernistas (Velarde, Juana de Ibarbourou, Delmira Agustini, Alfonsina Storni); para llegar, impertérritos, hasta los adalides de las vanguardias (fundamentalmente en Huidobro y en Neruda).
Notas.
[1] No puedo dejar de comentar un hecho curioso: Buesa fue un amplio lector de poesía. Si nos fijamos en los epígrafes que acompañan sus diversos libros, y en la manera en que esos paratextos se engranan con los textos del cubano, veremos cómo este no solo leía en varios idiomas (francés, inglés, italiano, portugués, latín), sino que leía autores de alto nivel (aunque también muchos poetas de segunda y tercera filas, sobre todo de la lengua francesa). Hagamos un breve inventario de lo que, en broma, pudiéramos llamar, el canon Buesa. En español: Berceo, el Arcipreste de Hita, Manrique, Garcilaso, San Juan de la Cruz, Herrera, Góngora, Lope, Darío, Poveda, Neruda. En italiano: Dante, Petrarca, Leopardi, Carducci, D’Annunzio. En francés: Villon, Scève, Labé, Ronsard, Du Bellay, Chénier, Hugo, Musset, Baudelaire, Rimbaud, Verlaine, Nerval, Laforgue, Lautréamont, Mallarmé, Valéry, Apollinaire, Aragon, Supervielle. En inglés: Shakespeare, Milton, Blake, Wordsworth, Byron, Keats, Shelley, Browning, Poe, Whitman, Eliot. En portugués: Camoens, Olavo Bilac. En latín: Catulo, Virgilio, Horacio, Tibulo, Propercio, Lucano. Anotado ese detalle, podemos colegir que los gestos estéticos de Buesa son absolutamente volitivos y no el resultado del mal gusto o la falta de lecturas apropiadas porque, en esencia, aquí están, de uno u otro modo, muchos autores representativos de los grandes cambios acaecidos en la historia de la poesía occidental.
[2] Ver Virgilio López Lemus:Oro, crítica y Ulises, Editorial Oriente, Santiago de Cuba, 2004, p. 85.
[3]Ver Virgilio López Lemus: «Buesa o la persistencia de lo instantáneo» en Nadie sabe por qué…, Editorial Letras Cubanas, La Habana, 2011, p. 9.
[4] C. f. Jorge Luis Borges: “XI. Historia del tango” en Evaristo Carriego, compilado en el primer tomo de sus Prosas completas, 4 t., Emecé Editores, Buenos Aires, 1975. La cita en la página 95.
Visitas: 171
Deja un comentario