Muy del gusto romántico es también una de las principales características de la poesía de Buesa: la persistencia del yo empírico presuntamente identificado con el propio poeta que le da un cariz autobiográfico a lo escrito. Así se ocupó de apuntarlo el autor en su Año bisiesto. Autobiografía informal, donde acota que todos sus poemas de índole galante provienen de una experiencia personal. Sea cierto o no, lo cual apenas me preocupa, no debemos desechar el pormenor de que ese dejo confesional establece una comunicación inmediata con la sensibilidad de cierto tipo de lectores, ajenos a los experimentos consustanciales al fenómeno de las identidades múltiples en la lírica. Esas aventuras erótico-amorosas (con más eros que ágape, sin falta, en el caso que nos ocupa; aunque con un eros reticente y nada próximo al descarnado aliento de un Catulo, un Boccaccio, un Aretino), cantadas o contadas en primera o segunda personas y con el conglomerado conceptual del universo tango-bolerístico que ya comenté, no podían dejar indemnes a cientos de individuos identificados con ellas. Por esa causa resulta Buesa el más socorrido auxilio de colegialas en apuros sentimentales y de galanes trasnochados a la hora de enviar misivas amorosas o paliar las congojas de una negativa, una ruptura, un adulterio o un amor irrealizable.
Ahora bien, no olvidemos que esa impronta romántica encauzada hacia lo amoroso en los escritores americanos, ya sea en el Romanticismo o en el Modernismo, tiene sus fuentes principales no en la poesía de lengua española, sino en la italiana y en la francesa. De más inmediata apreciación resulta la influencia de Hugo, Lamartine, Vigny, Musset y Nerval para unos; la de Baudelaire y Verlaine, para otros. De esa fuente bebe José Ángel Buesa, en cuya poesía se observa el ascendiente de estos autores, e incluso el de algunos románticos menores como Félix Arvers, cuyo poema más recordado, «Un secret», tradujera el cubano con libérrimo encanto.
Nadie conoce mi amor secreto:
no lo conoce ni quien lo inspira,
y es tan humilde que a nada aspira,
pues su constancia no tiene objeto.
Mi amor se escuda tras mi respeto:
respiro el aire que ella respira,
y ella me habla y ella me mira,
sin que descubra mi amor discreto.
Porque, entre el coro de la alabanza
que se prolonga sobre su huella,
mi amor suspira sin esperanza;
y tanto ignora mis sueños vanos;
que si estos versos van a sus manos,
tal vez pregunte: ¿Quién será ella?[1]
La ascendencia de la poesía italiana es más antigua y discutible. Proviene de Petrarca, o mejor, del petrarquismo, esa corriente donde los discípulos del genio de Arezzo diluyeron los principales hallazgos del maestro: la lucha entre imaginación y reflexión, la aegritudo amoris que padece el sujeto lírico y que expresa en un velado sensualismo apenas perceptible y prefiere la lejanía, la sublimación espiritual, las quejas acerca de la frialdad de la amada, opuesta al fuego abrasador —mas intelectual— donde el amado se consume. Lo paradójico es que, según demuestra el ensayista Antonio Prieto en el comentario introductorio a la figura de Giambattista Marino en sus Maestros italianos, el petrarquismo sobrevivió mejor en España que en la propia Italia. Como he abundado sobre estas consideraciones en un ensayo sobre Miguel Hernández, no pretendo repetirlas aquí, sino destacar lo esencial.[2] En efecto, a partir de la poesía de Boccaccio, los italianos optan por una sensualidad real, corpórea, mientras que los españoles se mantienen más en el diálogo con variantes de la amada inaccesible, como demuestra la simple lectura del Marqués de Santillana, Ausìas March, Garcilaso, Fernando de Herrera, Góngora, Quevedo, Bécquer o el mismo Hernández. En los versos de Buesa, se manifiesta una variedad de esta paradoja: muchos narran experiencias eróticas consumadas, pero irrepetibles; por razones de índole moral, sentimental o providencial, los amantes se separan y el yo lírico entona la remembranza de los momentos felices y/o la queja por la lejanía física y emocional de la mujer, ahora imposible. En otros ejemplos, los menos, sí se produce la clásica situación petrarquista de la lejanía y la imposibilidad, tal cual ocurre en el que quizá sea el más célebre de los textos buesianos, el «Poema del renunciamiento».
Posee la obra de Buesa, encima, otra virtud comunicativa: un desenfado coloquial, una ironía a veces prosaica, carente de lirismo y hasta antipoética que —detalle no observado por sus críticos más acerbos— se emparienta por línea directa con voces del simbolismo tardío como Corbière y Laforgue, ansiosos por desautomatizar ciertas zonas de la belleza parnasiana y simbolista y regresar las posibilidades del poema hacia el lenguaje hablado por la gente común, como predicara Wordsworth (otro rasgo romántico, a la postre).
Uno de los libros más populares de Buesa, Oasis de 1943, abre con el texto «Con la simple palabra», un claro ejemplo de esta reminiscencia romántica:
Con la simple palabra de hablar todos los días,
que es tan noble que nunca llegará a ser vulgar,
voy diciendo estas cosas que casi no son mías,
así como las playas casi no son del mar.
Con la simple palabra con que se cuenta un cuento,
que es la vejez eterna de la eterna niñez,
la ilusión, como un árbol que se deshoja al viento,
muere con la esperanza de nacer otra vez.
Con la simple palabra te ofrezco lo que ofreces,
amor que apenas llegas cuando te has ido ya:
Quien perfuma una rosa se equivoca dos veces,
pues la rosa se seca y el perfume se va.
Con la simple palabra que arde en su propio fuego,
siento que en mí es orgullo lo que en otro es desdén:
Las estrellas no existen en las noches del ciego,
pero, aunque él no lo sepa, lo iluminan también.
Y así, como un arroyo que se convierte en río,
y que en cada cascada se purifica más,
voy cantando este canto tan ajeno y tan mío,
con la simple palabra que no muere jamás!
Este hallazgo de lo conversacional había influido también en otros americanos que se valieron de él, entre disímiles búsquedas, para intentar una superación de los vicios modernistas: Lugones, Velarde y José Manuel Poveda, con mayor insistencia en la ironía sutil; Luis Carlos López y Porfirio Barba Jacob centrándose en lo más coloquial y «antipoético». Es curioso el detalle de que, en la poesía de lengua inglesa, la relectura realizada por Eliot de esta zona de la lírica francesa, condujo a los aportes esenciales para el destino de la literatura en el siglo xx que sustentan el raro coloquialismo de The Waste Land. Ni los más audaces latinoamericanos se aproximaron a esos descubrimientos en su época, y creo que apreciaron tardíamente tales posibilidades cuando las leyeron en los versos del propio Eliot; lo que me llama la atención en el caso de Buesa es que, si bien estos procedimientos —conjugados con cierto machismo de pacotilla muy presente en Díaz Mirón o Santos Chocano y de tan triste perdurabilidad en el bolero y la cancionística latinoamericana en general— produjeron lo peor de su poesía, gracias a ellos obtuvo, al mismo tiempo, otros textos en los que aprovecha las ganancias de cierto conversacionalismo lírico muy visible en la poesía latinoamericana desde el posmodernismo hasta hoy, y que descuellan entre lo más personal de su producción. Observemos, en los siguientes poemas, ese movimiento suyo desde las lindes del simbolismo hasta el tono conversacional más feliz que hallo en él:
«Nocturno metafísico»
Sobre el silencio turbio de la ciudad nocturna
la Luna tira su ancha red de plata,
como una transparente catarata
taciturna.
La ciudad, todo mármol y alabastro,
destaca en lontananza su blancura enfermiza.
Solamente la gota de rocío de un astro
late en el firmamento de ceniza.
Y entre las mallas grises que ensortija la bruma
en un vago arabesco repentino,
la urbe parece un coágulo de espuma
en un fantasmagórico paisaje submarino.
El silencio implacable se dilata.
Se ahueca la onda tímida del toque de la una.
Y mi insomnio desteje la fría red de plata
de la Luna…
Y en la tibia dulzura de esta hora
plácidamente triste,
mi corazón espera algo que ignora,
y que acaso no existe….
«Ya no tengo tiempo de mirar el crepúsculo»
Ah, ya no tengo tiempo de mirar el crepúsculo.
¡Qué largos son los días y qué cortos los años!
Viajero que retorna de las noches profundas,
ahora me bebo el alba que fermenta en mi vaso.
Nadie dirá que un día me vieron las gaviotas
desnudo en una playa de soledad y espanto.
Soy el hombre que vuelve de un país que no existe,
el que sembró las flechas y se alejó cantando.
«Vengo del fin y voy hacia el principio»
Vengo del fin y voy hacia el principio.
He aquí toda la magia y todo el sueño.
Una gran agonía de nubes y raíces,
y un oscuro cansancio de mirar las estrellas.
Cantando estoy: vengo del fin del hombre
y voy hacia el principio de las cosas.
Amargamente muero en la resina
y me voy en el agua que no vuelve.
He aquí mi canto en sueño y en tiniebla.
Soy el hombre que canta para olvidar su sombra.
Notas.
[1] Veamos en original del texto en francés. Y, a continuación, una versión mía del poema, para que pueda apreciarse mejor la soltura de Buesa como traductor:
Mon âme a son secret, ma vie a son mystère:/Un amour éternel en un moment conçu:/Le mal est sans espoir, aussi j’ai dû le taire,/Et celle qui l’a fait n’en a jamais rien su.//Hélas ! j’aurai passé près d’elle inaperçu,/Toujours à ses côtés, et pourtant solitaire,/Et j’aurai jusqu’au bout fait mon temps sur la terre,/N’osant rien demander et n’ayant rien reçu.//Pour elle, quoique Dieu l’ait faite douce et tendre,/Ella ira son chemin, distraite, et sans entendre/Ce murmure d’amour élevé sus ses pas ;//À l’austère devoir pieusement fidèle,/Elle dira, lisant ces vers tout remplir d’elle:/« Quelle est donc cette femme ? » et ne comprendra pas.
Mi alma tiene un secreto, y mi vida un misterio:/en un punto un amor eterno concebido;/es mal sin esperanza, y yo debo callar,/y la que causa el daño jamás ha de saberlo.//Habré, cerca de ella, pasado inadvertido,/siempre al costado suyo, mas siempre solitario,/consumido hasta el límite mi tiempo en esta tierra,/no osando pedir nada, sin nada recibir.//Y ella, aunque Dios la ha hecho dulce y tierna,/seguirá su camino, distraída, sin oír/el murmullo de amor que se eleva a su paso;/al austero deber piadosamente fiel,/dirá, si lee estos versos que están llenos de ella:/«¿Quién es esa mujer?». Y no comprenderá.
[2] Podrá consultarse al respecto el ensayo «Vaivenes de metro y rima: tradición y ruptura en la poesía de Miguel Hernández», incluido en el volumen Miguel Hernández: dos relecturas, Ediciones Matanzas, 2014.
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