Por si no bastara lo anterior para demostrar los componentes mediáticos del «expediente Buesa», quiero añadir otro argumento: la difusión de sus poemas por la radio cubana, al mismo tiempo que las radionovelas que escribió para el medio. Un poeta de corte muy distinto, barroco y complejo si los hay, como Dylan Thomas, igual aprovechó la circulación radiofónica para darle una inmensa popularidad a sus composiciones. Parecería congruente que, si Thomas gozó de un notable éxito gracias a la radiodifusión, Buesa alcanzara más popularidad, pues no posee ni por asomo el grado de angustia en el tratamiento de temas cruciales como el sexo, la muerte, el pecado, la religión y la redención, que hay en el galés. La hipotética sensibilidad de las grandes masas debía estar mejor preparada, sin duda, para recepcionar al cubano, y no fue exactamente lo que ocurrió. Es decir, Buesa tiene innúmeros receptores, pero Thomas también los tuvo, en contra de cualquier probabilidad, dadas las dificultades intelectivas que hay en su producción. Colijo que esto obedece a un asunto formal: ambos se ocuparon, con minuciosidad, del sonido de la poesía, del respeto a la tradición que la preserva como un arte que depende principalmente de la unión musical de las vocales y las consonantes. De ahí la conquista desplegada por los dos sobre un montón de radioescuchas subyugados por las rimas perfectas y la ejemplar distribución de los acentos rítmicos, sin parar demasiadas mientes en las especulaciones de hondo valor gnoseológico de Thomas y las, para muchos, trivialidades sentimentaloides de Buesa.
Hay que decir, en honor a la verdad, que Buesa intentó en cierta zona de su poesía adentrarse en esos meollos conceptuales del ser y la metafísica. Sobre todo, en Cantos de Proteo (1944), Lamentaciones de Proteo (1947) y Alegría de Proteo (1948). También, como apunta López Lemus en el prólogo a Nadie sabe por qué…, «ensayó un acercamiento a las vanguardias, pero a su modo»,[1] en Lamentaciones… En efecto, ya desde el uso del símbolo de Proteo (el hijo de Poseidón que puede predecir el futuro, pero que cambia de forma para evitar tener que hacerlo y solo le responde a quien sea capaz de capturarlo), el poeta anuncia su metamorfosis. Aquí Buesa restringe su archiprobada maestría para el endecasílabo, el heptasílabo y el alejandrino, y añade a la colección versos de dieciséis sílabas u otros tendientes al versículo (pero sin abandonar la rima, esa «cárcel» que lo hacía tan eficaz como comunicador), y hasta se atreve a incluir fragmentos de verdadera prosa (y recalco lo de verdadera porque es de sobra sabido que a los poetas de versificación fluida les cuesta limpiar su prosa de los retintines de la métrica y si uno la destaza con cuidado suele estar compuesta por bloques de endecasílabos o alejandrinos). Desde el punto de vista temático, Buesa se arriesga con temas filosóficos: el dolor, la desesperanza, la soledad consustancial del individuo, su evolución o involución biológica, el fracaso de la existencia, la implacable fuga del tiempo, la ambigüedad del conocimiento y la muerte, entre otros.
Veamos la parte en versos del poema final del cuaderno, titulado Lector de este libro incoherente:
Lector de este libro incoherente
y espontáneamente arbitrario:
He aquí la oculta tubería de la fuente,
y la asexual secreción del ovario.
Brutal tallador de esculturas,
cazador de antílopes y mastodontes,
he aquí el crematorio de mis cosas impuras
y la cercanía final de mis horizontes.
Avestruz compungido para el festín de Aristarco,
no ahuyento los gorriones porque no espero cosecha.
Después de un largo bostezo tiendo mi arco,
y no me importa si se pierde la flecha.
He aquí, proteicamente, mi inocencia futura,
así como la cebra con su falsa señal de presidio.
He aquí también mi sextante y mi arboladura,
y el siniestro arsenal del homicidio.
He aquí un menú de carne cruda para el vegetariano,
y un cráneo precolombino para el antropólogo:
Recto como el ferrocarril transiberiano,
me río del hombre-biblioteca que suda un prólogo.
Heme aquí, con mi taparrabo y mi garrote,
con la música ancha de mi tambor equinoccial.
Tataranieto melancólico de Don Quijote,
ya todo me parece bien y me da igual.
Ah, Osiris, Triptolemos, Zeus y Mahabharatas!
Jesucristos con monóculos y Zarathustras en zancos!
Aquí os dejo mi viejo buque con su cargamento de ratas,
para los laboratoristas de uniformes blancos.
Esos laboratoristas, es decir, los puristas del gusto y la academia, jamás han entendido los matices de la literatura viva. Y Buesa es un caso peculiar en ese campo. Quiso escribir para las multitudes y lo consiguió, al punto de convertirse quizá en el poeta más célebre a nivel popular dentro de la lengua española, con un uso calculado y metódico de resortes comunicativos que manejó a su antojo, luego de haber identificado su eficacia. Ansió, además, ampliar su espectro lírico, y también lo logró, de cierta manera, para demostrarle a críticos y lectores de élite que podía aventurarse en otros viajes de mayor envergadura.
Esas son, a grandes rasgos, las razones del misterio Buesa, que no solo hechizó a oyentes y lectores menos intelectualizados, sino que asimismo ejerció una notable influencia en el entorno de la poesía cubana. Y no hablo de su coetáneo Guillermo Villarronda ni de aquellos seguidores municipales del neorromantismo, cuyos intentos no rebasan nunca el calco a veces caricaturesco del modelo, sino de autores de un apreciable desempeño poético como Carilda Oliver Labra, Domingo Alfonso, Fayad Jamís, Heberto Padilla, Guillermo Rodríguez Rivera o Félix Contreras, en mayor o menor medida tocados por el fantasma de Buesa a la hora de abordar la poesía amatoria.
No obstante, como aspiro a haber dejado claro, no es ese el Buesa que prefiero, aunque tampoco me disguste a rabiar ni pueda negar que me ha hecho meditar bastante sobre los mecanismos conceptuales y estilísticos de la lírica amorosa y su poder para llegar, desde ella, a cualquiera de los abismos posibles del alma humana.
Quisiera cerrar esta especie de breve antología comentada, con dos de sus textos ya mencionados de la cuerda metafísica, la cual me parece más consistente y próxima a mi idea de la poesía.
«Yo vi la noche»
Yo vi la noche ardiendo en su tamaño,
y yo crecía hacia la noche pura
en un afán secreto de estatura,
uniendo mi alegría con mi daño.
Y aquella realidad era un engaño,
en un sabor de ensueño y de aventura;
y abrí los ojos en la noche oscura,
y yo era yo, naciendo en un extraño.
Y yo era yo, pequeño en mi amargura,
muriendo en sombra bajo el cielo huraño
y cada vez más lejos de la altura.
Y odié mi realidad y amé mi engaño,
y entonces descendió la noche pura,
y sentí en mi estatura su tamaño.
«Ala y raíz»
Ala y raíz: la eternidad es eso.
Y aquí, de frente al mar, en la ribera,
la vida es como un fruto que cayera
de un alto gajo, por su propio peso.
Ala y raíz. Y el ala, sin regreso,
y la raíz, con sed de primavera:
que así el confín de la emoción viajera
duerme a la sombra del follaje espeso.
(El mar corre descalzo por la arena.
Mi corazón ya casi es solo mío.
El ancla está aprendiendo a ser antena
y el latido unicorde se hace escala.
Después, libre del tiempo, en el vacío,
así: ¡mitad raíz y mitad ala!).
Notas.
[1] Virgilio López Lemus: op. cit., p. 27.
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