«Érase un hombre a una nariz pegado, érase una nariz superlativa, érase una nariz sayón y escriba, érase un peje espada muy barbado». El madrileño Francisco de Quevedo se ensañaba con arte y gracia en estos versos –¿cómo hablar de los orificios nasales de su enemigo de una forma más elaborada?–, tan solo unos pocos de todos los que se dedicaron él y el cordobés Luis de Góngora durante el Siglo de Oro de las Letras.
El choque literario comenzó cuando ambos vivían en Valladolid poco después del año 1600, fecha coincidente con el traslado de la Corte española de Madrid a esta ciudad; no es casualidad: con esta cercanía, ambos guardaban la pretensión de ganar puntos en su carrera literaria.
Unos versos escritos bajo el seudónimo de Miguel de Musa parodiaban el estilo cultista de Góngora. El canónigo cordobés, convencido de que Quevedo era el responsable, respondió con otro poema encrespado. La rivalidad comenzó entonces con un poema escrito por Quevedo, Contra Don Luis de Góngora. En su interior se encontraban suculentos versos como estos: «Éste, en quien hoy los pedos son sirenas, éste es el culo, en Góngora y en culto, que un bujarrón le conociera apenas». No quedaría sin respuesta: Góngora le contestó escribiendo que «Musa que sopla y no inspira, y sabe que es lo traidor poner los dedos mejor en mi bolsa que en su lira, no es de Apolo, que es mentira…».
A partir de aquí, todo fueron regalos. Entre otras cosas, Góngora aludía a la supuesta ignorancia de Quevedo y a su afición a las tabernas, de ahí que le apodara como Quevedo. Este, en cambio, recalcaba la homosexualidad de Góngora –otro insulto como pocos en aquel momento– y el tamaño de su nariz, lo que aprovechaba para afirmar que era judío, uno de los mayores desprecios de la época. Insultos, ironías, metáforas despectivas, exageraciones sobre el susodicho y todo tipo de figuras literarias eran bienvenidas a la hora de denostar al rival.
Y es que el principal motivo de distanciamiento entre ellos –al menos originariamente– no era otro que las corrientes estéticas de las que bebían cada uno: Góngora se ceñía al culteranismo, buscando la forma y la complejidad de la escritura, jugando con los términos para enfatizar sus emociones y empleando un lenguaje muy culto; Quevedo, en cambio, que era 19 años más joven que su compañero de letras, era conceptista: su foco era el contenido, que priorizaba frente a la forma, la originalidad y el juego con las palabras.
No obstante, hay quien dice que la rivalidad no era tan grande como la pintan, al menos no en el sentido personal. Entre los más de 400 poemas que se le atribuyen a Góngora, por ejemplo, apenas unos cuantos aluden a Quevedo, al menos de forma directa. En el caso del madrileño, parece que las sátiras constatadas con objetivo gongorino ascienden a 17. ¿Se puede tildar como rivalidad teniendo en cuenta el volumen total de las composiciones de ambos? Es posible que un conflicto de origen estético, del que sí se tiene constancia, fuese empleado después por la crítica para tomar partido por una escuela literaria, mostrando los versos de ambos más exacerbados y multiplicados de lo que en realidad fueron.
En cualquier caso, en el imaginario colectivo ambos autores protagonizaron la crítica más incisiva de la literatura española. Eran crueles, inteligentes y brillantes con las palabras. Sabían sacar partido a cada composición que lanzaban a su contrincante, si bien podemos suponer que en el fondo no todo eran desprecios.
Debajo de esta rivalidad parece que subyacía un profundo respeto del uno por el otro, un respeto que partía de la conciencia de estar ante un enemigo ante el que merece la pena emplear todos los recursos literarios disponibles, alguien con quien es necesario emplear las herramientas lingüísticas más elaboradas: alguien en quien se invierte un determinado tiempo de composición, sea con el tono que sea, es alguien que no deja indiferente. Seguramente la estima, poco reflejada al hablar de los dos autores, fuera también un elemento circundante en su vínculo.
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Tomado de Ethic
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