Mientras leía el «Garcilaso» de José Lezama Lima, la curiosidad me condujo a buscar la faz de Andrea Navagero (1483-1529) pintada por Rafael Sanzio (1483-1520), alrededor de 1516. Rostro noble, masculino en la barba y la aguileña nariz y una sutilísima expresión en la mirada digamos que femenina (o de hombre sensible detrás de sus ojos), y en el rictus de sus labios. Verdadero introductor de la llamada «revolución italianizante» de la poesía hispánica del siglo XVI, Navagero tuvo diálogos decisivos con Juan Boscán (1492-1542) y Garcilaso de la Vega (c. 1498-1536), y tal vez influiría al joven poeta Diego Hurtado de Mendoza (1503-1575). Es seguro que se encontró con Boscán en Granada y lo instó a usar el endecasílabo «al itálico modo», así como el soneto, los tercetos, la octava real, las liras y lo acercó más al petrarquismo.
De modo que la impronta del humanista veneciano iría más allá de sus rumbos italo-franco-hispanos. Más allá de su amor por la jardinería, Navagero fue un latinista destacadísimo, lo que en nuestra época puede casi sinonimizarse como «erudito», pues en verdad se ocupó de leer, interpretar y escribir en latín.
Al lado suyo en el mismo cuadro, Rafael pintó al poeta Agostino Beazzano, de suave rostro. Ambos parecen dialogar con un tercero situado fuera del cuadro, al que observan o escuchan, por lo que pareciera que miran hacia el espectador. Ambos humanistas eran amigos de Rafael, quien curiosamente retrató no la tradicional pareja de un hombre y una mujer, sino un dúo de hombres, uno frente al otro, aunque no se mirasen entre sí. Amén de que este no sea el cuadro más representativo o mejor del gran maestro de Urbino, resulta curioso y resaltable homenaje al intelecto de los retratados.
Si observamos otros retratos de Rafael, muchas veces hay una indefinición en la mirada de los jóvenes, por ejemplo, el retrato de acaso el joven Francesco Maria della Rovere (1490-1538), a quien Tiziano (1477-1576) retrató también en traje militar y mirada un tanto arcana. Como duque de Urbino fue un protector de las artes, por lo que su imagen estaría sujeta a ser señalada por los grandes pintores de su tiempo. Lo mismo que se advierte en las miradas que Rafael pintó, se muestra en La Fornarina, la cual parece que la fue principal amante del pintor. En esas miradas no hay candidez aunque sí cierto recogimiento, hasta se podría decir timidez. Véase casi lo mismo en el bello Biondo Altoviti, pero en su retrato los ojos son más bien cautivantes.
Quizás sean esas captaciones de las miradas el centro de lo que fue llamado la «sentimentalidad» en las obras de Rafael, tal vez porque ellas revelasen algún sutil sostén sexual. Sus santos, y el mismo Cristo, no tienen esas miradas frontales y llamémosles misteriosas o sugerentes. Tampoco sus famosas Las Gracias muestran miradas frontales ni el bello San Miguel. Digamos que el retrato directo del papa Julio II sería una excepción, pero allí hay la misma mirada de los santos y mucho se diferencia de la que se sorprende en el cardenal Alessandro Farnese, ¿quería significar algo el maestro con la expresión de la mirada? Seguro sí, a veces es evidente.
A la derecha y a la izquierda en Los desposorios de la Virgen (1504) se advierten dos rostros inclinados, suaves, casi similares, como para ofrecerle al cuadro un sentido simétrico en las miradas, tanto como lo es el templo detrás. Ese juego de Rafael con los rostros se diferencia de su maestro El Perugino (1448-1523) sobre todo en las miradas, que en el pintor de Perugia tienen impresiones más fuertes, directas y de carácter no tímido ni discretamente afeminado. Algo hay del cuadro homónimo atribuido a este pintor con el de Rafael, quien tanto respetaba a su maestro.
Se sabe que el genio de su coetáneo Leonardo (1452-1519) lo iluminó, pero la crítica de arte ha definido una actitud propia rafaelesca, que muy bien puede estar sustentada por la disposición de los rostros y de las miradas de sus principales retratos. Cómo no, también el Michalangelo (1475-1564) lo influyó, aunque fuera más joven que él, cuando pintaba la Capilla Sixtina. Ello es asunto por demás bien conocido, lo cual no entraña rebajamiento del gran Rafael, original y pródigo.
Como ocurrió un siglo después con Vincent van Gogh, Rafael murió de treinta y siete años de edad. Miguel Ángel falleció de ochenta y ocho y Leonardo de sesenta y siete. Se ha dicho que ambos lo superaron como artistas, pero también tuvieron más tiempo creativo. No hay que compararlos, los tres son incomparables. Rafael de Urbino nos dejó su autorretrato juvenil con esa mirada suya observada en otros de sus retratados. Allí la expresión de los labios nos recuerda al Navagero, esta vez sin barba, nada que obstaculice la visión sensual de esos labios. Entre Umbría, Florencia y Roma¸ el gran Rafael dejó pocas sonrisas, pero un misterio insondable vibra en las miradas que pintó, incluso en la propia.
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