Ramón Gómez de la Serna (Madrid, 3 de julio de 1888-Buenos Aires, 12 de enero de 1963) fue un prolífico escritor y periodista vanguardista español, generalmente adscrito a la generación de 1914 o novecentismo, e impulsor del género literario conocido como greguería. Posee una copiosa obra literaria que va desde el ensayo costumbrista o la biografía (escribió varias: sobre Valle Inclán, Azorín y sobre sí mismo: Automoribundia) hasta la novela y el teatro.
Su vida y obra es una ruptura contra las convenciones. Es así una encarnación con el espíritu y la actuación de las vanguardias, a las que dedicará un libro llamado Ismos. Su obra es extensa y su eje central son las greguerías: un género iniciado por él, como un conjunto de apuntes en los que encierra una pirueta conceptual o una metáfora insólita. Suelen ser de varios tipos: chistes, juegos de palabras, o incluso también como apuntes filosóficos.
Greguerías (1953 – 1962)
Premio para el escritor: un calamar de oro.
De una bella espalda descotada salió la televisión.
Un clown enharinado es la croqueta cruda para la risa.
El bañista sale de la ola como el payaso de la alfombra que se desenrolla en la pista.
Las gallinas son tartamudas.
El esqueleto es el traje de toreo de la muerte.
Boina: disco de música vasca para la cabeza.
Las sardinas en lata siempre viajan en tranvías llenos.
Las rosas rompen sus cartas de amor.
Hay una respuesta a la luna en las vacunas de las mujeres hermosas.
La naranja, bajo su gorro de oro, tiene vendada la cabeza.
La q es la p que vuelve de paseo.
Las moscas se andan en las narices.
Grajo: palabrota con alas.
El helicóptero vuela con el pelo de la coronilla.
Las golondrinas imitan con sus chirridos y silbos el frenar de los autos cuando reprimen sus cuatro ruedas frente al portal del verano.
La golondrina se baña un instante en el agua como la mano que roza la pila de agua bendita y después traza la persignación de su vuelo.
Tres golondrinas paradas en el hilo del telégrafo forman el broche de la tarde.
Toda primavera trae un cucurucho de golondrinas y lo abre para que suceda la magia de esa repoblación del cielo que proclama la continuidad de la vida sobre la continuidad de la muerte.
La golondrina es escritura, palotes y comas reunidos por la pluma expedita del escriba esparcido del destino.
La golondrina que da vuelta rápida a la esquina parece que lleva en el pico un alfiler a la dama que lo necesita con urgencia.
La golondrina marca de inmortalidad nuestro paso por la tierra y pone su sello alegre en nuestro pasaporte, que no será válido en su hora si no lleva ese paréntesis que vuela.
El violinista toca la última parte como si se le fuese el tren.
¿Cómo habría que saludar al sastre cuando nos ha hecho el que creemos nuestro último traje?
Lo malo es que al final se desnuca la vida.
Madrid es la lucha de lo profundo y lo requintado, la mezcla de los dos estilos del pensar y el sentir sin incurrir en el barbilindismo y menos en la sobonería.
Madrid es que se nos vuelve a agarrar Goya al pecho en cuanto comienza la primavera. Es ver pasar al caballero del medio gabán.
Madrid es oír en la alta noche el ladrido y el maullido de lo antiguo.
Madrid es no tener más empeño que seguir siendo lo que se es.
Madrid es esperar, como tortugas debajo del armario casero, a que llegue la primavera.
Madrid es no suicidarse por nada del mundo; primero porque en Madrid no se tienen ganas de suicidios, después porque su río no tiene agua y, por fin, porque sus pistolas son tan viejas que no se encuentran cápsulas para ellas ni en el Rastro.
Madrid es esperanza y goce de claridad de pensamiento.
Madrid es que haya siempre iglesias abiertas y a mano para asilo y confesión.
Guarda Madrid un modo de vivir único, no especulando más que con el aparecer el nuevo día, asomarse a un balcón o pasear un rato.
El ideal del madrileño es conservar mucho tiempo, sin que se caiga, la ceniza del cigarro que se está fumando, consiguiendo así la inmortalidad de lo efímero.
Madrid es ver una tienda dedicada a objetos artísticos hechos con corcho y volver a ver que persiste aun pasados los años.
En Madrid se sienten las calles como una paternidad unida a una maternidad; por eso es el único sitio en que nunca se es huérfano.
Madrid es merendar con sólo oír las campanadas de la tarde.
Cuando el murciélago se va a acostar ya sabe las noticias de última hora.
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