José Antonio Ramos Sucre nació el 9 de junio de 1890 en Cumaná, «esa idolatrada Jerusalem», como él mismo la llamó en uno de sus poemas iniciales. Los críticos de su época lo habían definido como un poeta cerebral, impermeable a las respiraciones de la vida y, por lo tanto, condenado a la creación de paisajes irreales o abstractos. Sus textos permitían adivinar, sin embargo, detrás de un sutil enmascaramiento, una historia de soledad, neurosis y desinteligencia con el medio. Ha sido considerado por las últimas generaciones como uno de los más importantes poetas de la poesía hispanoamericana de este siglo. Hoy ponemos a disposición de los lectores unos poemas en prosa de su libro Las formas de fuego.
El emigrado
Quedé solo con mi hijo cuando la plaga mortífera hubo devastado la capital del reino venido a menos. Él no había pasado de la infancia y me ocupaba el día y la noche.
Yo concebí y ejecuté el proyecto de avecindarme en otra ciudad, más internada y en salvo. Tomé al niño en brazos y atravesé la sabana inficionada por los efluvios de la marisma.
Debía pasar un pequeño río. Me vi forzado a disputar el vado a un hombre de estatura aventajada, cabellos rojos y dientes largos. Su faz declaraba la desesperación.
Yo lo compadecí a pesar de su actitud impertinente y de su discurso injurioso.
Pude alojarme en una casa deshabitada largo tiempo y acomodé al niño en una cámara de tapices y alfombras. Él padecía una fiebre lenta y delirios manifestados en gritos.
El mismo hombre importuno vino a ofrecerme, después de una noche de angustia, el remedio de mi hijo. Lo ofrecía a un precio exorbitante, burlándose interiormente de mis recursos exiguos. Me vi en el caso de despedirlo y de maldecirlo.
Pasé ese día y el siguiente sin socorro alguno.
Yo velaba cerca del alba, en la noche hostil, cuando sentí, en la puerta de la calle, una serie de aldabonazos vehementes.
Me asomé por la ventana y sólo vi la calle anegada en sombras.
Mi hijo moría en aquel momento.
El hombre de carácter cetrino había sido el autor del ruido.
Spleen
El viajero inglés era la imagen del remordimiento. Se había separado de los hombres y los retaba a cara descubierta. Recorría con paso autoritario el esquife de un pescador cipriota, en la vecindad de una costa árida, frecuentada de cabras.
El pescador gemía disuadiendo del peligro al magnate presuntuoso, de gesto de pirata.
El inglés se proponía mirar de cerca la muchedumbre de los infieles, juntada para el exterminio de la civilización. Acampaban en donde antes crecía el viñedo y el olivar. El humo tortuoso de una fogata se criaba en el vestíbulo de un antro, reliquia venerada por los escolares de las naciones cultas, y seguía a infectar el aire enérgico del mar. Aquel humo vedaba la lumbre del sol y significaba un puñado de tierra lanzado al disco divino.
Un militar croata, desertor de la fe de sus mayores y contento de los extremos de una vida equívoca, dirige la artillería de los infieles y deshace el esquife en el segundo tiro.
El pescador, alcanzado en el hombro, no pudo intentar un esfuerzo y se convenció de la verdad de su temor. Las olas bulliciosas llevaban y traían, una hora después, su cadáver anémico y liviano.
El inglés volvió al real de sus compañeros y se ofreció de nuevo para el servicio de escampavía.
Se comparaba a un nadador mitológico e insistía en la veracidad de los aedas.
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