Este 5 de mayo celebramos una vez más el Día de la Lengua Portuguesa, y lo hacemos recordando al gran escritor brasileño José de Alencar, nacido en Messejana, Fortaleza, el 1ro. de mayo de 1829. Fue abogado, periodista, crítico, narrador, dramaturgo, poeta, traductor y político, pero se le recuerda más como novelista.
Alencar inició estudios en la Facultad de Derecho de São Paulo en 1846, y se graduó como abogado en 1850; después se estableció en Rio de Janeiro y allí ejerció la profesión. Publicó sus primeros trabajos literarios siendo aún estudiante. En el Diário do Rio de Janeiro aparecieron por capítulos (folletines) sus primeras novelas: Cinco Minutos (1856) y A Viuvinha (1857). Se hizo famoso con O Guarani, publicado también en 1857. En esa misma década creó la revista Ensaios Literários.
Alencar, considerado el fundador de la novela de temática nacional brasileña, es una de las principales figuras del romanticismo en su país. En un momento de consolidación de la independencia, los románticos intentaban dotar a Brasil con una cultura propia, y abrir nuevos caminos para la literatura, mediante el abordaje de asuntos nacionales y las innovaciones en el uso de la lengua portuguesa. Particularmente Alencar introdujo, en sus novelas indianistas, términos y estructuras de la lengua tupí.
Una de las principales tendencias del romanticismo en Brasil fue precisamente el indianismo, término que hace referencia a la idealización del indígena en la literatura. En Europa, los románticos ensalzaban al caballero medieval; en las tierras americanas, que no vivieron históricamente la Edad Media, se exaltaba al indígena libre en su medio natural, con descripciones de su vida y costumbres. Retorno a la naturaleza y al pasado histórico, creación del héroe en la imagen del indio, son rasgos característicos de la «generación indianista», cuyos principales exponentes son José de Alencar, Gonçalves de Magalhães, Gonçalves Dias y Manuel de Araújo Porto-Alegre.
Con José de Alencar se consolida la novela histórica brasileña; su prosa, poética y melodiosa, asegura al autor un lugar cimero entre los narradores de Brasil. La llamada trilogía indigenista de Alencar, iniciada con O guarani, se completa con las novelas Iracema, una epopeya sobre el origen de Ceará (1865), y Ubirajara, cuyo protagonista es un valiente guerrero indígena (1874).
Verdes mares bravíos de mi tierra natal, donde canta la jandaia en las frondas de la palmera: verdes mares, que brilláis como líquida esmeralda a los rayos del sol naciente, bordeando las blancas playas sombreadas de cocoteros…[1]
Conceptuada por muchos como la obra maestra de Alencar, y por Machado de Assis y otros como «poema en prosa», Iracema (1865) es la leyenda de la doncella india así llamada y el portugués Martim Soares, quien se une a los indígenas y se hace pintar el cuerpo como ellos, recibiendo el nombre de Coatiabo, que significa «guerrero pintado». Martim parte a combatir junto a los aborígenes, dejando atrás a Iracema. Al volver la halla agonizante de tristeza y soledad tras alumbrar al hijo de ambos. Enterrada la esposa bajo un cocotero, a la vera del río, Martim parte de nuevo, esta vez hacia Portugal; pero regresará a fundar la ciudad de Ceará. El amor de Iracema ha conquistado el corazón de Martim para la nueva tierra generosa y cálida.
Cuando su pie sintió el calor de las blancas arenas, un fuego lacerante domeñó su corazón: era el fuego de los recuerdos que ardían como las brasas bajo las cenizas. Sólo aplacó este ardor cuando pisó la tierra en que dormía su esposa, porque en ese instante su corazón derramóse como el tronco del jetaí bajo los ardientes calores, y bañó su tristeza de abundantes lágrimas.[2]
Una característica que distingue a Alencar entre sus contemporáneos es la preocupación por la mujer y su destino, tema recurrente en su obra; ello se manifiesta sobre todo en las tres novelas que el historiador literario Antonio Cándido reúne bajo el denominador común «Perfiles de mujer»: en Diva (1864) la protagonista es una muchacha fea que cambia su carácter al embellecerse; Luciola (1862) es una prostituta redimida por el amor y en Senhora (1875), una joven pobre que se enriquece «compra» al novio que antes la desdeñara. Dice Machado de Assis: «La pluma del cantor de O Guarani es feliz en las creaciones femeninas; las mujeres en sus libros tienen siempre un sello de originalidad, de delicadeza y de gracia, que hace que se nos graben en la memoria y en el corazón».
Sin abandonar su carrera literaria, Alencar incursionó en la política. En 1859 fue jefe de la Secretaría del Ministerio de Justicia, y en 1860 pasó a ser diputado estadual por Ceará. Desde 1868 fue ministro de Justicia, y ocupó el cargo hasta enero de 1870. En 1869 presentó su candidatura para el senado del Imperio, pero el emperador Don Pedro II de Brasil no lo aceptó por considerarlo demasiado joven.
Viajó a Europa en 1877 para intentar un tratamiento médico contra la tuberculosis que lo aquejaba, pero no tuvo éxito. Falleció el 12 de diciembre de ese mismo año en Rio de Janeiro, donde fue enterrado en el Cementerio de San Juan Bautista; junto a él está sepultada su esposa Georgiana, fallecida en 1890.
Como homenaje al escritor se creó en Rio de Janeiro la plaza José de Alencar, donde se erigió una estatua suya. Una plaza y un teatro en su ciudad natal también llevan su nombre. Además, es patrono de la silla 23 de la Academia de las Letras de Brasil, que ocuparon Machado de Asís y Jorge Amado.
Alencar escribió también piezas teatrales y poesía. Al sorprenderlo la muerte estaba trabajando en un poema épico que quedó inconcluso, titulado «Os Filhos de Tupã». A continuación, una breve muestra de su producción poética, en la que se manifiesta, como en el resto de su obra, el amor de Alencar por la naturaleza y la tierra brasileñas.
Tijuca
(A D. Helena Cochrane)
¡Salve, peñascos agrestes! ¡Salve, Tijuca lozana! Cuando, al rayar la mañana, de nieblas albas te vistes, ¡qué hermosa eres, montaña, al sol que la faz te baña! Vos, señora, que habitáis aquí, en la mansión florida, sabéis qué dulce es la vida en tal remanso de paz. ¡Que gocéis días serenos, en estos climas amenos! Trae la brisa aquí, en sus alas de celeste florescencia dulce polen de existencia, tamizado entre las gasas de este azul siempre luciente, que adorna un cielo sonriente. Aquí la rosa florece en los campos, y es más bella junto a una faz de doncella donde nativa parece. Ay, qué rosas de cariños, de perfumes sin espinas! En esta escarpada sierra, que remonta hasta las nubes, parece que al edén sube alma exiliada en la tierra; los ángeles en sus valles de Dios se sienten más cerca. ¡Quieto y dulce paraíso! ¡Si el Señor me concediera Siempre en tu seno vivir!... Sonrisa la vida fuera, y delicias de tu yermo sanaran mi cuerpo enfermo. ¡Adiós, oh sierra gentil, adiós, Tijuca risueña! Ausente, contigo sueña quien vio tus encantos mil. Adiós, oh montaña hermosa, ¡qué nostalgia pesarosa!...
Epitafio para una flor
(A un pensamiento seco dentro de un álbum)
Solitaria, ¿entre estas hojas, por qué te dejaron, flor? ¿Eres de amor un recuerdo que también se marchitó? Todo pasa en este mundo, un día vive la flor; como a la rosa, al amor de tarde el viento esparció. Duerme aquí, duerme olvidada, seca momia de una flor: pues tu alma —oh pensamiento— por siempre al cielo voló. *** Florecilla azul, mi hermana, oye mi súplica, ¿sí? Si ella pasara mañana, haz que se acuerde de mí. Si su pie precioso y breve, pasa y rozando el jardín te toca, con beso leve haz que se acuerde de mí. Yo parto y aquí te dejo: vive, brilla siempre así; si ella te mira, sonríe, tal vez se acuerde de mí. Mas todo debe acabar, todo en el mundo halla fin, y tal vez cuando yo vuelva ya no se acuerde de mí.
[1] De Alencar, José, Iracema, Editorial Arte y Literatura, La Habana, 1988, p. 15.
[2] Op. Cit. p. 113.
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