Ante la muerte natural y previsible del anciano Naguib Mahfuz, se me ha reavivado el recuerdo de mis encuentros con él a mediados de la década de los noventa. Si los traigo a la memoria de hoy, entreverados con alguna escueta reflexión sobre su producción literaria, tal vez sea con la intención de recuperar el pálpito vital de este cairota incombustible hasta el 30 de agosto de este año, experto resistente a los zarandeos del tiempo como la inmensa mayoría de sus conciudadanos.
Como autor, me intereso tanto por la expresión como por la comunicación, pues creo que mi deber artístico no se cumple si falta una de esas dos cosas.
Esta afirmación de Mahfuz, de principios de 1988, refleja con bastante exactitud su postura a lo largo de su dilatada obra. Por una parte, la búsqueda constante desde finales de los años treinta de un estilo y un ritmo narrativo propios, paralela al esforzado intento de sentar las bases de la novela árabe verdaderamente contemporánea.
Por otra, la utilización de técnicas y medios de publicación que le permitieran llegar no solo al mayor número posible de lectores, sino también a las capas populares: cuentos y piezas teatrales aparecidos en periódicos y revistas; novelas publicadas en entregas por la prensa; colaboración en guiones cinematográficos, lo que facilitó que buena parte de sus novelas y relatos breves fueran adaptados al cine y al teatro…
Nacido en diciembre de 1911 en El Cairo —ciudad que solo abandonó en una ocasión: un viaje a Londres, para una intervención quirúrgica—, en el seno de una familia de la pequeña burguesía urbana, su juventud coincide con el periodo de entreguerras, época en que la efervescencia cultural de la vanguardia europea alcanza de lleno a Egipto y al mundo árabe en general, en un momento en que este está iniciando un vivo proceso de renovación intelectual propia y de movimientos políticos y sociales emancipadores.
Quizá por ello, la obra de Naguib Mahfuz atraviesa por una serie de etapas en las que el ámbito personal y el colectivo se entremezclan. Su primera experiencia narrativa se produce en la Segunda Guerra mundial: novelas históricas deudoras del periodo posromántico europeo y árabe, donde utiliza el ambiente faraónico como forzada metáfora del presente.
Su obra inmediatamente posterior, sin embargo, tuvo una fulminante repercusión entre el lector culto y la crítica, y le consagró como uno de los mejores novelistas árabes. Son novelas como El Cairo Nuevo (1945), Callejón de los milagros (1947) o su Trilogía (1956-57). Adscritas al «realismo naturalista», constituyen cuadros detallados de la realidad egipcia que, partiendo del mundo encerrado en una calle o un barrio, despliegan ante nosotros una serie de personajes vivos, una acumulación de situaciones inevitables que desembocan casi siempre en la sordidez, la impotencia o la desesperanza.
Coincidiendo quizá con la consolidación del régimen nasserista, la obra de Mahfuz experimenta un sutil giro: el planteamiento ideológico, hostil a las reformas de Gamal Abdel-Nasser, precede al análisis de la realidad. Una vez más, la contradicción de algunos grandes escritores: exponer con aguda clarividencia, con una eficacia literaria indudable, las lacras de un entramado social a cuya persistencia contribuyen, cuyo mantenimiento defienden en el fondo. Y en la forma. En el caso de Mahfuz, esta contradicción es fuente de un enriquecimiento y diversificación de sus experiencias expresivas. En novelas como Hijos de nuestro barrio (1959), El ladrón y los perros (1961), Veladas del Nilo (1966), Miramar (1967) o, más tarde, Amor bajo la lluvia (1973) y Karnak (1974), convergen viejas y nuevas técnicas narrativas.
La introspección de personajes solitarios y vacilantes convive con los anteriores cuadros abigarrados, la novela rosa se viste con ropajes metafísicos, tramas policiales se convierten en fábula social, en novela negra a la egipcia… El predominio de las fórmulas de narrativa dialogada se hace cada vez más evidente, hasta llegar a piezas teatrales en un acto para la prensa. En definitiva, tras todo este material novelístico está el Naguib Mahfuz que, como diría César Vallejo, «luchó con sus células, sus nos, sus todavías, sus hambres, sus pedazos», está El Cairo, hormiguero humano de innumerables recovecos, está Egipto entero y una gran parte de la historia árabe contemporánea.
Cuando le otorgan el Premio Nobel de Literatura en 1988, ya es un escritor consagrado en el ámbito cultural árabe y en los círculos especializados de Europa y América. Tras la concesión del prestigioso galardón, se produjo una avalancha de estudios y traducciones de sus obras a diversos idiomas y se hicieron reediciones urgentes de la mayor parte de los libros y ensayos sobre él, lo que contribuyó a que el lector medio europeo, y el español en particular, pudiera acceder a la obra del autor egipcio.
En este contexto, cuando el 14 de octubre de 1994 recibió la brutal cuchillada que estuvo a punto de costarle la vida, la reacción general, dentro y fuera de su país, fue de absoluto estupor. Estupor que pareció sobrecoger especialmente a la prensa egipcia: que yo recuerde, tan solo dos periódicos amanecieron al día siguiente con la noticia. Puedo dar fe directa de ello, pues en aquel entonces yo vivía en El Cairo. El diario Al-Ahram, de cuya redacción formaba parte Mahfuz desde 1971, dio amplia información; el periódico Al-Hayat, uno de los más independientes de la prensa árabe, destacó el atentado con fotografía y encuadre en la primera página. El resto de los medios tal vez tuviera en cuenta las rígidas normas gubernamentales sobre difusión de informaciones relacionadas con actos terroristas.
En los días siguientes, se abrió la veda de las más diversas opiniones y especulaciones sobre las circunstancias y motivos de la agresión. Se recordó que la fecha del atentado coincidía con el sexto aniversario de la concesión del Nobel; se habló de la vinculación que los extremistas islámicos habían establecido a principios de 1989 entre su novela Hijos de nuestro barrio y los Versos satánicos de Salman Rushdie; se recordaron las amenazas que Mahfuz había recibido por su apoyo público a los acuerdos de Camp David; se comentó que el atentado se produjo cuando el novelista se dirigía a la tertulia de los viernes en el Casino de Kasr El-Nil, a la que a veces asistían israelíes… Alguna agencia de prensa occidental llegó a sugerir que el desencadenante inmediato habían sido dos líneas de su columna «Wixha nazar» («Punto de vista») del 13 de octubre, en Al-Ahram, donde figuraba la expresión terrorismo religioso: «En cuanto al terrorismo, se habla de él con naturalidad. Lo hay nacional e internacional, religioso, racista y patriótico. Hasta los reyes de la droga practican el terrorismo contra sus adversarios».
Una sugerencia descabellada. Cualquiera de estos pretextos hubiera bastado a los radicales de la «Gama’a» o el «Guihad», pero el motivo práctico era otro: una operación con el mínimo riesgo y la máxima publicidad. A principios de ese año, con la ayuda quizá involuntaria de la prensa occidental, estos grupos trataban de crear la impresión de que en Egipto se iniciaba un proceso similar al argelino, emitiendo duros comunicados en los que se anunciaban atentados sangrientos para vengar las ejecuciones de compañeros encarcelados o se amenazaba a los residentes extranjeros.
Debido al control policial y a la falta de apoyo en la capital egipcia, la campaña se redujo a algunos artefactos explosivos en bancos e instituciones similares, con daños materiales menores y pocos heridos leves. Escoger a Mahfuz como víctima tenía dos ventajas: un anciano sin protección policial con hábitos horarios estrictos era una presa fácil, y la propaganda local e internacional del atentado estaba asegurada. Afortunadamente para el escritor, fue trasladado de inmediato al hospital, donde se le sometió a una operación quirúrgica, a vida o muerte. El día 15, la cantidad de mensajes de solidaridad llegados al hospital desde todo Egipto fue abrumadora y, posiblemente, sin precedente en el país.
Yo mismo le envié, en nombre del Instituto Cervantes, un modesto ramo de flores que fue a apilarse junto a otros centenares que, me contaron, habían convertido toda una planta de la clínica en invernadero floral. Un mes después, le escribí una carta pidiéndole que me permitiera ir a saludarlo. Conseguida la autorización en diciembre, mi llegada al Hospital se me antojó muy similar a pasajes de novelas suyas en los que describe los vericuetos burocráticos de El Cairo. Mi tarjeta de identificación pasó por tres oficiales de policía, hasta llegar a un civil. Este, experto cicerone, me introdujo en el edificio y me fue presentando por una media docena de despachos.
La esperanza de llegar a buen fin fue creciendo cuando observé que cada uno de ellos era de mayor tamaño que el anterior y tenía más cuadros y banderas. Desde el último se avisó a la planta, advirtiéndome que los médicos autorizaban visitas de cinco minutos como máximo. Al salir del ascensor me topé con un enfermero y dos enormes paisanos de aspecto afable y bondadoso a pesar de sus tremendas metralletas. En la última puerta del pasillo se había colocado un escueto letrero: «Naguib Mahfuz, literato». Al entrar en la habitación, el escritor se levantó de su sillón y su delgada silueta se recortó en la ventana del fondo. A los pies del lecho estaban una enfermera y su mujer, Atiya.
Sentado frente a él, rodilla con rodilla para que pudiera oírme, cruzamos los saludos rituales y, al preguntarle por su salud, señaló con tristeza su brazo derecho, que apenas podía mover por los desgarros de la herida. Tenía la voz ligeramente rota y vacilante y parecía que su semiceguera y la sordera se le habían agudizado, pero conservaba sus gestos vivos y esa peculiar sonrisa entre inocente y maliciosa. Tras unos comentarios sobre las traducciones de sus novelas en España y el recuerdo al profesor Marcelino Villegas, gran estudioso y traductor de sus obras muerto cuatro años antes, nos despedimos.
Al volver la vista, seguía despidiéndome en pie, con el brazo derecho inerte a lo largo del costado, la mano izquierda moviéndose lentamente en alto, como un pájaro casi detenido en el aire. Salí emocionado de la habitación. Volviendo a los hipotéticos motivos del atentado, el que hizo correr más tinta fue el caso de Hijos de nuestro barrio, porque constituía el máximo ataque contra la libertad de expresión por parte del fanatismo religioso, decidido a castigar la palabra y la escritura con la amenaza de muerte y con la realidad misma de la aniquilación física. La novela, escrita tras cinco años de interrupción de toda producción literaria de Mahfuz, marca su paso del realismo al simbolismo.
Redactada entre 1957 y 1958, aunque en ella se inicia la crítica del nasserismo, velada a fuerza de simbólica, fue publicada por entregas en Al-Ahrâmen en 1959. La novela no sufrió pues, en principio, censura política alguna, sino la de las autoridades religiosas, debido a que las biografías de los protagonistas guardan similitudes con varios profetas bíblicos y coránicos. La máxima autoridad de Al Azhar solicitó su prohibición por blasfema, y el gobierno de Nasser, que no quería enfrentarse con Al Azhar, aceptó, aunque dejó claro a Mahfuz que no perseguiría las ediciones que pudieran realizarse en cualquier otro país.
Pero la historia no acaba aquí. Cuatro meses después de recibir Mahfuz el Nobel, Jomeini dicta la tristemente célebre fatwa que condena a muerte a Salman Rushdie por sus Versos satánicos. Inmediatamente, aparece en Egipto otra fatwa dictada por el Dr. Omar Abdel-Rahmán, ligado a «Al-Guihad», que viene a decir que «Desde un punto de vista islámico, tanto Rushdie como Mahfuz son apóstatas».
De acuerdo con ello, la fatwa de Jomeini es correcta y Rushdie tiene que ser ajusticiado. Pero añadía con la sutileza del inquisidor: «Si se hubiera dictado esta sentencia cuando Mahfuz publicó Hijos de nuestro barrio, quizá le hubiera servido de lección provechosa a Salman Rushdie». La autoridad de Al Azhar se opuso totalmente a esa fatwa y defendió a Mahfuz como importante figura literaria, pero no levantó la prohibición que aún pesa —en este preciso instante del siglo XXI— sobre Hijos de nuestro barrio. Las espadas quedaban, pues, en alto.
Trayectoria cívico-literaria de Mahfuz
Al hilo de estas cuestiones surgieron comentarios, casi siempre favorables, sobre la trayectoria cívico- literaria del novelista. A pesar de las bromas sobre la muerte de las ideologías y el fin de la historia, parece evidente que toda obra literaria, ya sea a través del discurso o de los silencios del texto, guarda una estrecha relación con la política, la historia y la sociedad en la que se produce. Esta relación, que para mí es siempre natural e inevitable, en los textos de Mahfuz se da en un grado considerablemente alto.
Precisamente en 1994, aparecieron algunos trabajos muy valiosos sobre estos temas: meses antes del atentado, la profesora Samia Mehrez, de la Universidad Americana de El Cairo, publicó Egyptian Writers between History and Fiction, seis ensayos repartidos entre tres grandes escritores (Naguib Mahfuz, Sonallah Ibrahim y Gamal Al-Gitani); estando aún Mahfuz en el hospital, el escritor y crítico literario egipcio Gali Shukri escribió en Al-Hayat un largo artículo titulado «El proyecto político de Naguib Mahfuz». Gali Shukri sostiene que el proyecto político ideal de Mahfuz se ha identificado siempre «en mente y corazón», desde su colaboración en los años treinta en la revista Al- Maxallat Al-Xadida, con el nacionalismo liberal del partido Wafd, puesto efímeramente en pie tras la revolución de 1919. En términos generales, sus principios básicos girarían en torno a las ideas de progreso y laicismo, independencia nacional, Constitución y democracia parlamentaria, igualdad entre los ciudadanos y justicia social.
Que esto ha seguido siendo cierto hasta la última etapa de la vida de Mahfuz parece quedar demostrado en el análisis que Mehrez desarrolla sobre una novela publicada en 1985, El día que mataron al caudillo. La obra recibió en su momento escasa atención por parte de los críticos árabes y occidentales, a pesar de haberse traducido en 1989 al inglés y al francés. En contraste con esta fría recepción, la obra fue celebrada por la prensa egipcia como la novela del Infitah (Apertura), nombre que se dio a la década de Sadat.
Para Mehrez, la novela muestra que se trata de la reescritura de un momento histórico determinado, a pesar de que semejante revisión vaya en contra de algunas de las posturas públicas de Mahfuz, como el apoyo al tratado de paz con Israel. Puede objetarse que el escritor guardara la crítica a Sadat hasta cuatro años después del magnicidio, pero no era la primera vez que adoptaba semejante táctica de prudencia.
Lo que verdaderamente le apasionaba era escribir de Egipto y de El Cairo, escribir en El Cairo y publicar en El Cairo. Y por eso sacrificó con frecuencia otras consideraciones intelectuales o cívicas. A la hora de la verdad esa meditada prudencia, incluida la mansedumbre que siempre mostró frente a la condena religiosa de Hijos de nuestro barrio, no le sirvió de mucho y acabaron por darle una cuchillada que pudo abreviarle 12 años de vida. En El día que mataron al caudillo, Mahfuz construye un relato de ficción que es al mismo tiempo narración literaria y crónica histórica de los efectos negativos del Infitah de Sadat en la familia y sociedad egipcias, a través de las opiniones de tres personajes representativos de la clase media.
De principio a fin, esa Apertura al liberalismo económico, auspiciada y controlada por Estados Unidos, es comparada con los periodos precedentes y, a pesar de las diferencias de generación y experiencia entre los protagonistas, esa etapa es la más desoladora para todos ellos. Retomando el hilo del proyecto de Mahfuz, Mehrez cita un párrafo muy significativo que constituye, por una parte, una reivindicación de la revolución de 1919 —burguesa liberal y constitucionalista— y por otra, una reflexión sobre la necesidad de elaborar una contra-narrativa: «Hablan de la revolución sin conocerla. No han oído hablar de ella. Los cuentistas mercenarios les han contado una historieta incierta y falsa. Los impotentes profesores comienzan su lección con una pregunta engañosa: ¿Cuáles son las razones del fracaso de la revolución de 1919?».
Aquí Mahfuz derriba las fronteras entre la historia del historiador y el relato de ficción del narrador: ambos cuentan cuentos. La ventaja de este último es que puede contar mentiras contra la mentira del poder. Curiosamente, con estas líneas dentro de una obra de ficción, Mahfuz trataba de redefinir el papel que la literatura debe desempeñar como discurso alternativo al del poder y la autoridad. A principios de julio de 1995, me autorizaron a hacerle una breve entrevista, ya en su domicilio de Dokki. La autorización me llegaba de dos núcleos de poder indiscutible: el de sus médicos y el de la Universidad Americana de El Cairo, que gestionaba sus derechos de autor.
Me alegró comprobar que había ganado en vitalidad, la voz se le había normalizado y había recuperado movilidad en el brazo, a pesar de que aún no pudiera sujetar la pluma. Hablamos de sus últimas obras publicadas en 1989: la novela Qushtumur —nombre de un viejo café cairota— y Falso amanecer, una colección de cuentos:
Cuando recibí el Nobel, Qushtumur se estaba publicando por entregas en Al-Ahram. La mayor parte de los cuentos salieron a la luz el año anterior, es decir, entre 1987 y 1988… Creo que los cuentos pueden considerarse entre los mejores que he escrito. Sin embargo, la novela no es de las mejores.
En los meses anteriores a esta entrevista estaba apareciendo por entregas en Al-Ahramsu último texto literario, el definitivamente último: Ecos autobiográficos.
No es propiamente una autobiografía, sino una secuencia de párrafos titulados que no llegan a ser capítulos y que oscilan entre lo lírico-narrativo y lo especulativo. Posiblemente por un acuerdo con la Universidad Americana, apareció en 1997 como libro en la traducción inglesa (Echoes of an Autobiography) de Johnson-Davies, con prólogo de Nadine Gordimer, y solo más tarde salió a la calle el volumen con el texto árabe original.
Cuando le pregunté por qué no se decidía a editar en libro las entregas de Al-Ahram, me dio una respuesta claramente evasiva: «Porque aún estoy bajo tratamiento médico y no tengo el ánimo dispuesto». Desde ese momento y hasta su muerte, solo escribió —dictó, más bien— su columna semanal en el diario cairota («Escribo los artículos de otra manera. Lo hacemos entre Mohamed Salmawi y yo. Yo dicto y él los redacta en forma de diálogo, porque ahora no puedo escribir»).
A otra pregunta mía, me respondió que las novelas más importantes que había escrito en su última etapa eran La epopeya de los miserables, publicada en 1977 («… es una epopeya en la que es como si hablaras de toda la humanidad. Su argumento, su tema, es la humanidad, no una familia ni una persona o un grupo de individuos»), y Noches de las Mil y Una Noches, aparecida en 1982 («Creo que cuando la escribí estaba en uno de mis mejores momentos. En ella se mezcla la tradición con la modernidad, la realidad con la leyenda…»).
Me despidió con una de esas frases amables que solía prodigar, para tender puentes, en sus conversaciones con extranjeros: «Nosotros debemos mucho a España desde los tiempos de Sancho Panza. No el tiempo de Don Quijote, sino el tiempo de Sancho Panza», dijo con esa socarronería tan suya, risueña y suave.
Su aportación al cine
En enero de 1996 volví a visitarlo en su casa, acompañando a la entonces ministra de Cultura, Carmen Alborch, que quería conocerle y pedirle permiso para incluirle como invitado, por su antigua labor de guionista cinematográfico y por las películas que se habían filmado sobre varias de sus novelas, en la XVII Mostra de Valencia de ese mismo año. Agradecido y encantado, Mahfuz aceptó la invitación, pero, como por su estado de salud no podía acudir, me encargué de hacerle otra entrevista a mediados de septiembre que apareció publicada en octubre de 1996 en Mitemas, revista valenciana de cine que mantenía una estrecha vinculación con las actividades y sesiones de la Mostra.
Esta vez la conversación fue más larga y, naturalmente, hablamos de su relación con el cine, de las adaptaciones cinematográficas de sus novelas («No hay ninguna que maltrate mi obra, todas alcanzan un considerable nivel expresivo»), de su labor como guionista («Todos los guiones que he escrito han sido adaptaciones de obras de otros autores»): desde que en 1947 el director Salah Abu Seif, amigo suyo, le animara a colaborar con él, Naguib Mahfuz elaboró para el cine egipcio no menos de veinticinco guiones, el último en 1983.
En sus recuerdos de películas nacionales y extranjeras, parecía que la añoranza se le había clavado en los cincuenta y sesenta. Quizá su progresiva ceguera tuviera algo que ver en ello («Hace ya bastantes años que no veo cine a causa de una ceguera más que avanzada. Cuando quiero saber algo sobre el cine egipcio de hoy pregunto a mis amigos, a directores de cine conocidos»). En cualquier caso, de estas diversas colaboraciones con el mundo del cinematógrafo le había quedado un regusto de satisfacción personal, una experiencia enriquecedora y vital («La influencia del cine en los gustos, conductas y actitudes, ha sido total y poderosa, de modo que podemos decir que en muchos aspectos este siglo es el siglo del cine»).
Aunque permanecí en El Cairo un año entero más, ya no volví a verlo. Por ello, aparte del reconocimiento obligado al gran escritor, he sentido la necesidad de traer a la memoria al hombre de poca carne y escuetos huesos, su figura menuda y frágil, esas palabras y gestos suyos que conservaron siempre una vivacidad y una agudeza impresionantes a pesar de la ceguera, a pesar de la sordera, a pesar del brazo acuchillado. Él era, en verdad, el más extraordinario personaje de sus novelas.
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Tomado de IEMed
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