Una estatua en mármol blanco emplazada en la céntrica esquina de Línea y K inmortaliza la memoria de Francisco de Frías y Jacott, conde de Pozos Dulces y fundador de lo que hoy es el barrio de El Vedado. Suerte que así sea, porque la obra de Frías y Jacott abarca diversas disciplinas y es reveladora del amplísimo ámbito de sus intereses.
Muy útiles en su tiempo fueron su Memoria sobre la industria pecuaria en la Isla de Cuba, premiada en los Juegos Florales del Liceo Artístico y Literario de La Habana, en 1849, así como el Informe presentado en 1851 por su condición de inspector del Instituto de Investigaciones Químicas.
Residente en París entre 1856 y 1861 —pues había permanecido en el castillo del Morro por seis meses y después fue deportado a España—, el Conde no dejó de escribir e investigar y, desde Europa, enviaba artículos que serían recogidos en el libro Colección de artículos sobre agricultura, industria, ciencias y otras ramas de interés para la Isla de Cuba, en 1860, fecha en que además se publicó, en París, su texto titulado La cuestión del trabajo agrícola y de la población de la Isla de Cuba, teórica y prácticamente analizada.
Del estilo del Conde apuntaba el crítico Max Henríquez Ureña que «manejaba con limpieza la prosa, sabía ser agradable y ameno en la exposición de sus ideas; pero ante todo se admira en él, junto con la claridad de sus razonamientos, la gran firmeza con que sostenía sus convicciones», en tanto que de su oratoria afirmaba: «No pretendía ser orador; y sus intervenciones en la Junta de Información fueron siempre breves y mesuradas».
Las colaboraciones suyas como autor se incluyeron en El Ateneo, Revista crítica de ciencias, artes y literatura; en la prensa latinoamericana lo hizo para El Deber, de Valparaíso, Chile; La Patria, de Lima; La República, de Santiago de Chile, y El Registro Oficial, de Bogotá; también en varias revistas de Nueva York y de Europa. Fue, es, un polígrafo culto, actualizado y prestigioso, entre los cubanos de mayor distinción intelectual de la segunda mitad del siglo XIX.
Con tales merecimientos ocupó cargos públicos como el de regidor del Ayuntamiento de La Habana y el de director del periódico El Siglo, desde cuyas páginas desarrolló una campaña en favor de reformas sociales, políticas y económicas que por último condujo a la creación de la Junta de Información de La Habana, dentro de la cual descolló por su hacer.
Mucho hubiera querido la metrópoli contar con la aprobación política de un cubano así, pero el Conde estuvo implicado en la conspiración de Vuelta Abajo, en 1852 —tenía 43 años— y su participación allí fue tal que algunos historiadores han llamado a esta la conspiración de Pozos Dulces. Se le condenó, encerró y deportó como ya señalamos, bajo expresa prohibición de regreso a Cuba o a Puerto Rico.
Como «uno de los patriotas más esclarecidos, de los escritores más brillantes y de mayor influencia en Cuba en la década de los 60 y, finalmente, quizá el cubano más versado en cuestiones de economía rural que el país haya producido», lo calificó el historiador Ramiro Guerra.
El juicio anterior lo retrata cabalmente, pero no pretendamos buscar en él al hombre de acción, ni al revolucionador político o social. Amó a Cuba y la sirvió hasta el punto de clamar para ella reformas que mejoraran su condición colonial, pero no secundó, ni con su opinión ni con su apoyo, a quienes escogieron el camino de la independencia en 1868. Dudó, estuvo vacilante. Se ausentó del país en las jornadas en que la patria libraba su guerra de los diez años. Desde Francia colaboró en la prensa latinoamericana y europea.
Nacido rico en La Habana el 24 de septiembre de 1809, se dio el lujo de cursar estudios, entre los diez y los diecisiete años, en Baltimore, Estados Unidos. Aunque tampoco olvidemos que soportó los sinsabores del destierro, la pestilencia de las prisiones y el golpe artero de la confiscación de sus bienes.
Ilustre entre los cubanos ilustres, murió en París el 25 de octubre de 1877, hace ahora 145 años. Desde las páginas digitales de CubaLiteraria nos honra recordarlo.
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