En el aniversario 120 del natalicio de la poetisa cubana Dulce María Loynaz, no encontramos mejor homenaje que la invitación a la lectura de su obra de la mano del poeta y ensayista Virgilio López Lemus que, con gran sensibilidad, nos adentra en los sentidos de un poema poco conocido de la Premio Nacional de Literatura 1987: «Cementerio de Barcos», incluido en su Antología comentada de la poesía cubana.
Buena lectura y larga sobrevida a nuestra Dulce María.
«Cementerio de barcos», de Dulce María Loynaz
Dulce María Loynaz (1902-1997) trabajó estilísticamente su poema «Últimos días de una casa» (1958), con un tono para entonces novedoso, aunque se usase en poesía desde siglos antes: el conversacional. El versolibrismo de confesión e intimidad, y a la vez el omnipresente tono elegíaco, se ven reforzados en la estructuración del texto por medio de la selección del léxico. Pero publicó el poema en España y poco se divulgó en la convulsa Cuba, en la que, unos meses después, triunfó la Revolución. De manera que el texto quedó diluido en la mar de acontecimientos históricos, y solo a finales de la década de 1980, con el reconocimiento de la obra loynaciana, resurgió con asombro, por cuánto anticipaba.
Lo mismo puede decirse del más breve, pero de similar espíritu expresivo «Cementerio de barcos», que entre varios otros posibles textos para incluir en una antología, selecciono por dos razones: la familiaridad con el mejor poema de Dulce María, el largo «Últimos días de una casa», y por su calidad expresiva de síntesis ejemplar. También en «Cementerio de barcos» hay voluntad de hallar un léxico de la vida cotidiana, un deseo visible de no seleccionar palabras de más o menos elevado matiz lírico, sino de partir de la realidad circundante, como si fuese a ofrecer un testimonio. El matiz simbólico y de desamparo que la autora imprime al texto, otorga semejanza con similares matices en gran parte de su obra (incluso en la amatoria, sensorial y emotiva). La personificación de un barco, que se queja y hace su propia elegía, se parece sobremanera a aquella casa deshabitada, expuesta a la ruina y a la destrucción definitiva. En este caso, el corrosivo es el mar, que debió ser refugio y nuevo hábitat, pero cuyas fuerzas destructivas llevan al barco hacia su total descomposición, a lo Valéry en una suerte de «Cementerio marino».
Si decididamente creemos a la autora sobre el hecho de no haber escrito nada más en versos tras «Últimos días de una casa», entonces «Cementerio de barcos» es un brillante antecedente personal del poema más largo aquí comentado; ya desde los versos iniciales se advierte el parentesco. Si bien aquí no hay una casa hundiéndose, es un barco quien se despedaza corroído por el tiempo y el abandono; la soledad se expresa también por los tonos conversacional y elegíaco; no se puede saber con precisión cuál poema antecede al otro en la escritura, pero el de tema marino estuvo muchos años guardado hasta que fue rescatado en Pinar del Río con la edición del libro «Finas redes» (1993), y, hecho curioso, no fue incluido en los «Poemas náufragos» (1991), que compilaba la obra dispersa de la autora, señalando siempre ella que eran textos anteriores a 1960. Sobre la base de tal aseveración, «Cementerio de barcos» podría ser el primer texto conversacional de la Loynaz.
A la verdad lírica (barco hablando, suerte de metagoge de una embarcación hundida personificada que puede hablar) se enfrenta la verdad histórica (los hechos sociales de la Cuba de finales de la década de 1950). Una casa republicana en demolición, como macrohistoria, nos lanza a ese curioso «enfrentamiento», no planeado por la autora, que le ofrece al texto una trascendencia mayor. En ese sentido, el íntimo texto es asimismo identitario, puesto que puede el lector advertirlo en un contexto histórico en que el poema se escribió, claro que más allá de la intención «verdadera» de la poetisa. Doy por sentado que el lector haga la necesaria incursión «intratextual» en el poema donde Dulce María Loynaz canta, cuenta, recuenta y, sin proponérselo, nos habla de la vida, la muerte, la existencia y su disolución, y de la circunstancia.
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Cementerio de barcos
Echaron —no sé quién y no sé cuándo— el ancla al mar en esta orilla incierta. Soy un barco inmóvil, y por tanto tiempo lo he sido que he perdido la memoria de las rutas y de puertos, la memoria de que una vez hendía el horizonte. Ahora estoy aquí, quieto, en un lugar desconocido, sin otra compañía que otros barcos inmóviles también o medio hundidos en el agua aceitosa.
Padezco ya la lepra de los escaramujos, la nostalgia del mar que era mi patria, y hasta de lo que apenas conocí, la tierra.
Se fueron ya los que por dentro de mí, movíanse conmigo. Estoy vacío, soy un barco muerto o solo vivo en esta dura, pesada ancla que me amarra al légamo del fondo todavía.
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