acercarnos a Mirta Aguirre en un nuevo aniversario de su nacimiento el 18 de octubre de 1912 —hace exactamente 110 años―, resulta ocasión propicia para detenernos de manera especial en su quehacer al frente del Instituto de Literatura y Lingüística (denominado desde hace un tiempo José Antonio Portuondo Valdor en homenaje a su fundador y director en los lapsos 1965-1975 y 1981-1986), responsabilidad que ella asumió en enero de 1976 con la dedicación plena que acostumbraba, sobre todo si se trataba de cumplir alguna tarea de su Partido. Aunque solo unos meses antes había yo concluido mis estudios en la Facultad de Artes y Letras de la Universidad de La Habana, no recuerdo haberla visto antes, aunque sí había estudiado algunos de sus ensayos, sobre todo los dedicados a Cervantes, leído poemas suyos en la antología de Cintio Vitier Cincuenta años de poesía cubana 1902-1952 y otros trabajos de su autoría en revistas y periódicos.
Mi condición de secretario de la sección sindical del Instituto me permitió asistir a la reunión en que fue presentada ante su Consejo de dirección, y desde entonces se desarrolló una línea estrecha de comunicación entre ella y yo. Las puertas de su oficina estuvieron siempre abiertas, diariamente, para las cuestiones que atañían a mis responsabilidades sindicales y que debía consultar e intentar resolver con ella. Muchos hechos y actitudes suyos conservo en la memoria que me permitieron aquilatar su sabiduría (más aún que su saber) y su condición humana, más allá de las anécdotas que la perfilaron de siempre como alguien de un carácter fuerte, rayano en la inhumanidad.
Por otra parte, se desenvolvían las comunicaciones inherentes al trabajo de investigación que llevaba a cabo el Departamento de Literatura del cual era yo integrante. Al iniciarse su quehacer como directora, el Departamento daba los toques finales al más importante proyecto desarrollado por la institución en sus primeros diez años de existencia: el Diccionario de la literatura cubana (publicado en dos tomos por la Editorial Letras Cubanas en 1980 y 1984) cuya ejecución había sido un sueño de Portuondo que ahora entraba en la fase de hacerse realidad mediante su edición. Le correspondió a ella la ingrata tarea de ajustar algunos contenidos de la obra a los requerimientos derivados de la aplicación de la política cultural de la Revolución emanados del Primer Congreso Nacional de Educación y Cultura (1971): extraer aquellos artículos que informaban sobre autores inconformes con el sistema social imperante en el país y que lo habían abandonado para residir en el exterior y, en algunos casos, denostarlo. En esto fue decididamente intransigente y, también, excesiva si se quiere. A la vez, se encargó de orientar inclusiones que ayudaran a equilibrar la obra, en especial con autores noveles que ayudarían a perfilar mejor el desarrollo de nuestra literatura en aquellos años iniciales del período revolucionario. Portuondo ha venido, de siempre, cargando con esa responsabilidad, pero correspondió a ella, y las circunstancias obligaban. Entonces era así, y por suerte muchas de aquellas incomprensiones e intransigencias han sido superadas total, o cuando menos parcialmente.
La etapa de Mirta Aguirre al frente del Instituto coincidió con los años en que la Academia de Ciencias de Cuba, a la que aquel se hallaba adscripto entonces, reajustaba sus procedimientos de trabajo para hacerlos coincidir con las directrices del Consejo de Ayuda Mutua Económica (CAME) al que Cuba se había incorporado unos años antes. Comenzaron planes quinquenales, programas científicos de diverso tipo y envergadura, atención superior a la superación y formación de cuadros de la investigación y la dirección, etc. Asimismo, se implementaron proyectos de colaboración multilateral en la rama de las Ciencias sociales, en algunos de los cuales se involucraba el Instituto, que hasta llegó a coordinar uno que abordaba problemáticas de América Latina y el Caribe. Ella trabajó de manera ejemplar en la consecución de los objetivos trazados y estimuló la participación de quienes éramos entonces los más bisoños del Departamento en algunos de esos proyectos. Recuerdo de manera especial uno que versaba sobre la educación en América Latina y el Caribe y para el cual me correspondió presentar una ponencia sobre el antimperialismo en las luchas por la reforma universitaria en el área. Conservo el texto original con su acertada y acuciosa revisión. Ella era muy rápida en su lectura, pero a la vez muy cuidadosa en el modo de subrayar discrepancias, sugerir modificaciones u otras perspectivas de análisis, apuntar errores, pero nunca censurar lo que uno escribía (al menos esa fue mi experiencia).
Desde mi personal perspectiva, no menos trascendente para la evolución positiva del trabajo de investigación del Departamento de Literatura fue su orientación para la elaboración, por un pequeño colectivo de autores del cual fui parte, de una historia de la literatura cubana que serviría de ensayo para la de mayor envergadura que ya Portuondo proyectaba como segunda fase del trabajo del Departamento y cuya ejecución demoraría todavía algunos años. Con premura y no sin muchos tropiezos se escribió aquella obra que abarcaba desde los orígenes hasta los años iniciales del proceso revolucionario, pero de la que solo se logró publicar la parte dedicada al periodo colonial: Perfil histórico de las letras cubanas desde los orígenes hasta 1898 (Editorial Letras Cubanas,1983). Hay una anécdota en relación con esta obra que puede ejemplificar el modo entre autoritario y condescendiente a un tiempo, en que reaccionaba cuando algo no marchaba al ritmo acelerado que ella esperaba: la redacción y entrega de los mecanuscritos individuales se demoraba y en una sesión del Consejo Científico, ante reclamos de nuevos plazos, fue terminante: «el 28 de este mes el material sobre mi mesa, sin excusa ni pretexto alguno», expresó en tono cortante, y dando un manotazo sobre su buró se levantó alterada, salió de la oficina y se encaminó a la sala de lectura de la Biblioteca. Entonces, ya no era yo el dirigente sindical, sino el responsable del Departamento a la vez que miembro del colectivo autoral de la obra y quien por determinadas razones más atrasado se hallaba en su trabajo. En conversación posterior, en privado con ella —resultaba de todo punto contraproducente contradecir su decisión en la reunión del Consejo Científico―, logré una dispensa para entregar algo después que el resto una de las partes a mí asignadas. Y en efecto, el 28 a mediodía le hice llegar el total de las cuartillas terminadas de la obra para que leyera, sugiriera, apuntara errores de cualquier índole, etc. Al día siguiente, a la hora en que Mirta acostumbraba llegar al Instituto y hacer una pequeña tertulia en el Departamento de Lingüística, me dan recado suyo de que pasara por la Dirección para tratar sobre la obra. Me inquieté, pues pensé que no le había llegado. Gran sorpresa: con cara plena de satisfacción, colocó sobre su buró los paquetes con los mecanuscritos y me dijo: «Aquí está. Está bien, pero hay que trabajarla un poco para perfilar algunos asuntos». Confieso que me confundió. Pensé que le había pasado por arribita; pero no: la había leído cuidadosamente, marcando errores, erratas, concordancias incorrectas, sustituciones de palabras por sinónimos, puntos, comas, en fin, todo lo que podía esperarse de un editor. Su mirada intensa, penetrante y medio irónica, indicaba cuál era su mensaje: «Ustedes tuvieron dificultades para escribirla y entregarla después de algo más de un año de labor; pero yo sola, en menos de 24 horas, me la he leído concienzudamente y he marcado todo cuanto, en primera instancia, debe atenderse para su mejor acabado. ¿Qué les parece?». Ese era su ejemplo de entrega al trabajo, o como acostumbra a decirse ahora, de consagración. Evidentemente, no había dormido, se había pasado la noche entera en esa tarea.
Durante sus años al frente del Instituto no dejó Mirta de atender otras muchas ocupaciones habituales suyas, tanto en la Facultad de Artes y Letras, como en tareas de asesoramiento en el Ministerio de Educación, el Ministerio de Cultura, el Comité Central del Partido, entre otros organismos e instituciones. También dispuso de tiempo para atender su obra personal, que a partir de 1976 se vio enriquecida con títulos como Los caminos poéticos del lenguaje (1979), La lírica castellana hasta los Siglos de Oro (2 tomos, 1985), así como con volúmenes aparecidos póstumamente —pero en algunos casos ya preparados por ella para su impresión― donde se compilaron de modo total o parcial poemas, críticas y ensayos de momentos anteriores, ya publicados, ya inéditos, como Ayer de hoy (1980), Estudios literarios (1981), Introducción a la filosofía del lenguaje figurado: apuntes de clase (1982), Un poeta y un continente (1983), Artículos en Cuba Socialista (1985) y Crónicas de cine (2 tomos, 1988). Mucho después han visto la luz una amplia compilación de su Poesía (2008) elaborada y prologada por Denia García Ronda y Virgilio López Lemus a partir de una revisión exhaustiva de su archivo personal, atesorado por el Instituto de Literatura y Lingüística, fuente donde también abrevó el autor de estas líneas para un título especialmente elaborado para la conmemoración de su centenario: Mirta Aguirre: España en la sangre, España en el corazón (2012).
Mucha tela queda aún por cortar en torno a la vida y la obra de esta singular mujer, entregada de lleno desde su primera juventud a las luchas sociales, en especial en la defensa de los ideales feministas y comunistas. Sirvan las presentes líneas no solo como recordación somera de su paso por la Dirección del Instituto de Literatura y Lingüística, cargo que ostentaba aún en el momento de su temprano fallecimiento el 8 de agosto de 1980, sino como acicate para continuar recordándola como ella querría que la recordasen: haciendo, trabajando, cumpliendo con los deberes ciudadanos y militando a favor de las causas más justas de estos nuevos tiempos.
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