Sobre el autor
Simone de Beauvoir (Francia, 9 de enero de 1908 – Francia, 14 de abril de 1986) fue una novelista e intelectual francesa, representante del movimiento existencialista ateo y figura importante en la reivindicación de los derechos de la mujer. Participó intensamente en los debates ideológicos de la época, atacó con dureza a la derecha francesa, y asumió el papel de intelectual comprometida. En sus textos literarios revisó los conceptos de «historia» y «personaje» e incorporó, desde la óptica existencialista, los temas de «libertad», «situación» y «compromiso».
Su primera obra fue la novela La invitada (1943), a la que siguió La sangre de los otros (1944) y el ensayo Pyrrhus y Cineas (1944). Fue fundadora junto a otros escritores, de la revista Tiempos Modernos, cuyo primer número vio la luz el 15 de octubre de 1945 y se transformó en un referente político y cultural del pensamiento francés de mitad del siglo XX. Posteriormente publicó la novela Todos los hombres son mortales (1946), y los ensayos Para una moral de la ambigüedad (1947) y América al día (1948). En 1949 publicó El segundo sexo, que representó un punto de partida teórico para distintos grupos feministas, y ha devenido obra clásica del pensamiento contemporáneo.
En el aniversario de su muerte compartimos, a modo de homenaje, un fragmento de Las inseparables, considerada su novela más íntima, escrita en 1954 e inédita hasta su publicación en octubre de 2020 por la Editorial Lumen. Narrala amistad apasionada que une a Sylvie y a Andrée —alter ego de la propia Simone de Beauvoir y de Élisabeth Lacoin (Zaza)— desde que con nueve años se conocen en la escuela. Andrée es alegre, inteligente y atrevida, y Sylvie, una niña formal que se siente irremediablemente atraída por su personalidad arrolladora. Juntas aprenderán a librarse de las convenciones y las expectativas asfixiantes de su entorno, ignorantes del trágico precio que tienen la libertad y la ambición intelectual y existencial. Una historia catártica para la autora, tal vez demasiado reveladora para publicarla en vida, cuya recuperación —junto con algunas fotografías y cartas que sirven de testimonio— constituye un acontecimiento literario.
Fragmentos de su obra
Las inseparables
Mientras los castaños de Luxemburgo se cubrían de retoños y, luego, de hojas y flores, la vi transformarse. Con el traje de chaqueta de franela, el sombrero cloche de paja y los guantes, tenía un aspecto apocado de muchacha como Dios manda. Pascal le tomaba el pelo amablemente.
—¿Por qué lleva siempre sombreros que le tapan la cara? ¿No se quita nunca los guantes? ¿Se le puede proponer a una joven tan correcta que se siente en la terraza de un café?
A Andrée parecía gustarle que se metiera con ella. No compró otro sombrero, pero olvidó los guantes en el fondo del bolso, se sentó en las terrazas del bulevar Saint-Michel y volvió a pisar con el mismo garbo que en la época en que paseaba bajo los pinos. Hasta entonces, Andrée había tenido una belleza, como quien dice, secreta, presente en lo hondo de los ojos, que le asomaba como un relámpago al rostro, pero no del todo visible; de repente, afloró a la superficie de la piel y estalló a la luz del día. Vuelvo a verla, una mañana en que olía a frondas, en el lago de Bois de Boulogne; había agarrado los remos; sin sombrero, sin guantes, con los brazos al aire, rizaba hábilmente el agua; le brillaba el pelo, tenía los ojos vivos. Pascal dejaba la mano colgando en el agua y cantaba a media voz; tenía una voz bonita y sabía muchas canciones.
Él también estaba cambiando. Delante de su padre y, sobre todo, de su hermana, parecía un chiquillo muy pequeño; a Andrée le hablaba con una autoridad de hombre, no porque estuviera interpretando un papel: sencillamente, se ponía a la altura de la necesidad que tenía ella de él. O yo no lo había conocido bien, o estaba madurando. En cualquier caso, ya no parecía un seminarista, lo veía menos angelical que antes pero más alegre, y la alegría le sentaba bien.
La tarde del 1 de mayo nos estaba esperando en la terraza del Luxemburgo; cuando nos vio, se subió a la balaustrada y se nos acercó con pasitos de equilibrista, haciendo balancín con los brazos; llevaba un ramo de muguete en cada mano. Bajó al suelo de un salto y nos alargó los dos a un tiempo. El mío solo estaba allí por la simetría: Pascal nunca me había regalado flores. Andrée lo entendió, ya que se ruborizó: era la segunda vez en nuestra vida que la veía ruborizarse. Pensé: «Se quieren». Que Andrée lo quisiera a uno era una gran suerte, pero me alegré sobre todo por ella. No habría podido ni querido casarse con un no creyente; si se hubiera resignado a amar a un cristiano austero, parecido al señor Gallard, se habría consumido poco a poco. Junto a Pascal, podía por fin conciliar sus obligaciones y su felicidad.
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