
Jaime Sarusky fue el entrevistado más difícil en mis cincuenta y cinco años de quehacer periodístico. Durante las cinco horas, distribuidas en dos sesiones de trabajo, que duró nuestro encuentro, no se relajó un solo momento y se mantuvo siempre a la defensiva. Eludió preguntas, eliminó adjetivos, insistió en lo que le pareció más conveniente y acudió a textos escritos para calzar sus respuestas que, sin embargo, no me permitió anotar.
Nos unía una larga amistad que se estrechó, a inicios del presente siglo, a raíz de nuestra participación en la impactante Feria del Libro de Guadalajara, donde me pidió que presentara su novela Un hombre providencial, que había merecido el Premio Alejo Carpentier 2001, lo que me obligó a leerla en una noche. Ya para entonces ambos habíamos merecido el Premio Nacional de Periodismo Cultural José Antonio Fernández de Castro en su primera convocatoria, en 1999. Cuando enfermó, mi esposa Silvia Mayra y yo lo acompañamos en su ingreso en el hospital y asistimos a sus funerales. En su entierro, en el cementerio judío de Guanabacoa, paleamos tierra, según la tradición, sobre su ataúd.
Sumando y tachando, ese lento rumiador de palabras que fue Sarusky legó a las letras cubanas los personajes memorables de Anselmo, el músico de La búsqueda, la astróloga Petronila Ferro, de Rebelión en la octava casa y el doctor Benderton, de la ya citada Un hombre providencial. También de Zarco Chamizo, que estremece en su delirio a los lectores. Y fue autor, por otra parte, de una copiosa obra periodística que inició en El Zorzal, revista estudiantil que aparecía en la ciudad de Santa Clara y en el periódico El Sol, de Marianao, y siguió luego en el diario Revolución en el momento en que el órgano del Movimiento 26 de Julio nucleaba como periodistas de planta o colaboradores a lo mejor de los escritores jóvenes. Siempre como periodista de a pie, trabajó en Granma y en Bohemia y se mantuvo durante casi treinta años en la revista Revolución y Cultura. En 1967 se desempeñó como jefe de redacción de La Gaceta de Cuba. Sobresalen en esta línea títulos como El tiempo de los desconocidos, El unicornio y otras invenciones y El Grupo de Experimentación Sonora del ICAIC: mito y realidad. Y otros en los que plasmó su rastreo de las huellas de comunidades de inmigrantes: Los fantasmas de Omaja, La aventura de los suecos en Cuba y Las dos caras del paraíso.
Una obra que, en su conjunto, le valió el Premio Nacional de Literatura 2004, que tomó en cuenta aciertos y valores de su narrativa y su largo quehacer periodísticos de altísimos quilates y expresión de su generosa curiosidad humana, sin desdeñar su audaz penetración en terrenos que parecían reservados solo a los antropólogos. Una obra ―investigación, periodismo y novela― que el escritor asumía con pasión y eficacia y que mereció elogios de Alejo Carpentier y Manuel Moreno Fraginals, y de numerosos críticos y escritores como Calvert Casey, que alabó sin reservas un libro como La búsqueda y sugirió que su propuesta, profundamente realista, fuera seguida por la novelística cubana.
El Tigre
Como persona, Sarusky ponía a todos de acuerdo.
Lisandro Otero lo describía como un hombre benévolo, desinteresado y afable, y Ambrosio Fornet le alababa la integridad personal, el sentido del humor y su inquebrantable concepto de la amistad, en tanto que Leonardo Padura aludía a su tremenda calidad humana, y Nancy Morejón resaltaba sobre todo su estruendosa cubanía.
¿Por qué un ser tan dulce, tan cálido y auténtico mereció el sobrenombre de El Tigre?, preguntaba Roberto Fernández Retamar, y el propio Sarusky aducía que muchos años antes había contado una y otra vez a lo largo del tiempo la historia de un tigre en la ciudad que dio pie al apelativo.
Pero esa debió ser una verdad a medias como la de aquel cuento que aseguraba haber escrito y del que nunca existió una sola línea. Hubo también un Jaime Sarusky al que se le atribuían historias porque como hombre formaba parte de la mitología y de la noche habaneras, decía Reynaldo González y recordaba a cierta tigresa expectante y esperanzada que sabía ser también demandante y fiera, porque Sarusky, precisaba Alex Fleites, tenía una bien ganada fama de doblegador de voluntades femeninas y de depredador de alcobas de jóvenes y antañonas damiselas.
Literatura y periodismo
La acción de Un hombre providencial transcurre en la mítica república Granada (Nicaragua) y su personaje es el aventurero y soldado de fortuna norteamericano William Walker que se presenta bajo el nombre de William Providence. Una trama que obligó al autor a una prolongada indagación histórica en la que no fueron ajenas sus armas de periodista.
Para Sarusky, literatura y periodismo eran dos batientes de su ser, sin preeminencia de una sobre el otro. Ambos coexistían. El asunto, afirmaba el escritor, era de experiencia y de saber manejar el texto. Saber sintetizar dentro de la novela y trabajar literariamente el texto periodístico.
Aseguraba que todo valía en una obra literaria. Y añadía que podían utilizarse documentos en una novela. Si se sabe cómo hacerlo, no impiden que la ficción fluya con armonía. De la misma manera no puede el periodista cerrarse a las posibilidades narrativas que enriquecerán su reportaje.
A diferencia de otros periodistas, no pensaba en el libro cuando acometía su trabajo cotidiano. Aunque mucho de lo que escribía para la prensa tenía ilación y unidad temática, la idea de compilar le llega después, con los años.
¿A cuántos notables conoció, a cuántos entrevistó a lo largo de su quehacer profesional?, inquirí en una ocasión. Mencionó enseguida a Jean Paul Sartre, de quien fue traductor en las dos visitas que en 1960 hizo a Cuba; «hombre brillante, de implacable lucidez», precisó; y al poeta Nazim Hikmet, «con el corazón a punto ya de estallarle». Añadió que entrevistó a Wifredo Lam en dos ocasiones y que su cercanía a Mariano y Portocarrero le permitió advertir cuán diferentes eran esas dos personalidades. Y mencionó, como al descuido, que Stendhal y no Sartre, como muchos le atribuían, era el escritor que había seguido más de cerca.
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