En el curso 1956-57 ingresé en el Colegio Presbiteriano «La Progresiva» de Cárdenas, provincia de Matanzas. Uno de los mejores colegios que tenía la Isla entonces. Era un colegio privado, pero pude acceder a él gracias a la gestión de mi tío Rogelio, que era ministro de la Iglesia Bautista de Santo Domingo, provincia de Las Villas, quien me consiguió algo así como una «beca», es decir, yo hacía ciertos trabajos que eran más formales que reales, y con ello pagaba una buena parte de la mensualidad.
Aquella escuela —que había sido fundada por un norteamericano llamado Robert L. Wharton—, era una magnífica combinación de enseñanza patriótica y cristiana a tal punto que, tras el asesinato de José Antonio Echeverría, cuando llevaron su cuerpo a su natal Cárdenas, los alumnos de La Progresiva junto a los del Instituto de Bachillerato hicimos una manifestación de protesta que hizo época, y que la policía no reprimió porque en dicha escuela estudiaban hijos de importantes dirigentes del gobierno de Batista.
Pero hoy me quiero referir a un tema quizás menor, que era el uso de apodos para llamar a la inmensa mayoría del alumnado masculino.
Recuerdo varios bastante simpáticos:
Entonces había una publicidad del jabón Camay que decía «No le diga linda, dígale Camay», y teníamos un muchacho alto, delgado y rubio, que siempre andaba muy acicalado a quien le pusieron «Camay», mientras que a otro muy feo le decían «El fracaso de Camay».
A Casamayor, un mulato de Caibarién con ciertas manchas en la piel le pusieron «Technicolor». A Julio Hernández le decían «Nariz» y no hay que explicar por qué. A Baldomero le decían «El Sapo». A Pumariega le decían «Majá» y tampoco explico el motivo. A Guillermo Torres le apodaban «Cerca de púas». A Leónides «El Mono». A Mario González le apodaban «Lucho Gatica». Existían además «Campillo», «Alka Seltzer», «Conejo», «Cementerio», «El potro salvaje», «El gigante tonto», «Pan quemado», «Pato macho», «Matica de violetas».
En cuanto llegué a la escuela me pusieron «Tembleque», de seguro porque era y aún soy medio gago.
Hay una anécdota que tiene que ver con los apodos del colegio y que recuerdo con mucha viveza.
Era el año 76 y fungía ese día como oficial de guardia del Estado Mayor de la Misión Militar de Cuba en Cabinda, Angola. Estábamos en guerra, y habían sucedido ciertos acontecimientos bélicos negativos para nuestra tropa que me tenían muy tenso, pues, en teoría, yo estaba al frente de toda la tropa. En eso me avisan —nunca fui militar profesional, en aquel entonces solo era un oficial de la reserva―, que viene a sustituirme un comandante que estaba ubicado en el Alto del Maoimbe, en el corazón de la selva del mismo nombre, la segunda en dimensión del mundo.
No conocía de este oficial y lo estaba esperando con anhelo.
En eso llega el militar, lo saludo, le doy el parte, y siento que de buenas a primeras se queda mirándome fijo, y entonces empiezo a mirarlo también fijamente, y a darle hacia atrás a la máquina de la memoria.
¡Tú eres Tarzán! le digo. ¡Y tú Tembleque! me respondió.
Y exactamente era Tarzán, apodado así porque subido a las profusas matas de mangos de la escuela, se columpiaba de una a otra, de rama en rama, como Johnny Weissmuller lo hacía en las películas. Era el comandante Hermes Pérez Caso quien con el tiempo se convirtió en un excelente escritor de cuentos infantiles y de otra índole, miembro de la UNEAC, y un amigo para todos los tiempos.
Pero no solo había apodos curiosos en «La Progresiva». Recuerdo un nombre que nunca se me borrará de la memoria. Pertenecía a un muchacho reservado, casi tímido, que si la memoria no me falla vivía con una familia acomodada en el entonces Central España, de la provincia de Matanzas.
Se llamaba Delmiro E. Tintorell Rusell-Facey.
Nunca más supe de él, y por supuesto que el tiempo y las circunstancias me hicieron perder a los amigos de entonces. Pero esa es la vida y hay que asumirla como viene. De todas formas siempre vivirá en mi memoria aquellos tiempos de jugar baseball y baloncesto, de visitar los domingos a Varadero y jugar bolos en la bolera y de hacer una hermandad con El Negro Pumariega, a quien nunca más he visto ni sabido de él. C´est la vie, mon cher.
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