Sobre el autor
Regino Pedroso y Aldama (Unión de Reyes, Matanzas, 5 de abril de 1896-La Habana, 7 de diciembre de 1983) poeta cubano, en sus comienzos modernista, fue el iniciador de la poesía de temática social en nuestro país. De la vanguardia se movió hacia una poesía de honda raíz reflexiva, recogida en su poemario El ciruelo de Yuan Pei Fu.
Como homenaje, en el aniversario de su natalicio, compartimos una selección de su obra poética.
Fragmentos de su obra
Prometeo
¡Pesa sobre mi vida, lejana, una tristeza de no sé cuántos siglos! No sé qué ley atávica, igual que a Prometeo, vencido me encadena a un dolor milenario como a la roca trágica. ¿Refleja mi existencia pesares primitivos que vienen de la oculta raigambre de mi raza? ¿De qué oscuro y remoto pasado que yo ignoro llega a mi alma esta noche de angustia hereditaria? ¿Algún mi antepasado robóle el fuego al cielo? ¿De dónde mis tristezas e inquietudes amargas? Pienso que en mí se cumple de un dios fatal castigo, que aún saciará en mi sangre futura su venganza… Y estoy sobre la vida como el héroe titánico en la roca, sintiendo deshechas mis entrañas.
Elegía del hombre infinito
Y vi un cielo nuevo y una tierra nueva;
porque el primer cielo y la primera tierra se
fueron, y el mar ya no es.
(Apocalipsis)
Lo he soñado quizás, o acaso lo he vivido. Pero en alguna tierra morir al Hombre he visto. Alguien gritó: ―¡Es él!―. Y allá, desde lo oscuro, se alzaron muchas piedras, y se hizo sordo el mundo. ―¡Prendedle! ¡Lapidadle!―. Llovían los guijarros; pero más dura le era la piedra del hermano. Buscó con la mirada a aquéllos sus discípulos, y solo se encontró, solo allí, con él mismo. ―¡Andad!―. Y él caminaba con pies ensangrentados, entre voces de hierro y tumultos esclavos. ―¡Decid a qué vinisteis!― vociferaban muchos; más sus ojos vagaban por no sé qué futuro. ¿De qué raza venís?― le preguntaron otros. Pero él parecía sufrir dolor por todos. Iban cruzando tierras cortadas en parcelas, que eran como sepulcros cubiertos por banderas, y en donde florecían, en senderos de hambre, en vez de espigas pródigas las cruces sepulcrales. Y avalanchas de espectros surgían de las fosas; mas eran ya sin patria y sin color… eran sombras. Y no tenían ojos, ni manos, ni palabras… Sufrieron… ¿por qué cosas?... ya no sabían nada. Soñaron ser acaso sin amo y sin miserias, y todavía, espectros, halaban sus cadenas. Antes fueron el grito, la esperanza y el canto; pero allí sólo eran los sueños mutilados. Desde lejanos siglos llegaban a ese abismo entre tronar de espadas y tempestad de himnos. Y se escuchaba allí rugir siempre un torrente que al mundo sepultaba bajo oleadas de muerte. Y niños y mujeres flotaban en sus aguas; y un triste amor humano en ellas naufragaba. Y este espectral cortejo eterno se acrecía, con avalanchas de otros fantasmas que surgían. Y éstos eran aquellos que en bélicos tumultos pasaban como trombas de hierro por el mundo. ―¡Andad!―. Y él andaba. Y juntos le apedreaban, los que ayer le siguieron y los que lo negaban. Escuchaba sus voces: ¡Nunca amor te tuvimos! ¡Matadle! ¡Lapidadle! ¡Jamás contigo fuimos! Y él marchaba seguido de voces negadoras, como ayer le siguieron grandes sueños de aurora. A su lado corría un gran torrente oscuro, que venía de siglos andando hacia el futuro. Era como un gran río sin cauce, sin camino, pero corriendo siempre a no sé qué destino. Y había hombres rudos de mano ensangrentada intentando cortar el río con la espada; y otros que en instantes buscaban ensancharlo, y luego locamente querían estrecharlo. Y las bocas hambrientas que vivían del río bebían cielo a veces, y otras, un lodo frío. Mas todos pareciendo ausentes de memoria a ratos intentaban del río hacer noria, y como ciegas bestias darle vueltas querían… ¡y siempre los de atrás la primer voz seguían! Pero todos rodaban por el mismo camino, como el torrente oscuro, a no sé qué destino. ―¡Andad!― siguió el clamor. Y él, triste caminaba entre enemigos hierros, ayer voces hermanas. Sereno en el crepúsculo, sin una voz, ni un grito; alargando su sombra cual si fuera un camino. A su lado y detrás iba la muerte haciendo de cada ser un túmulo, del mundo un cementerio. Y los hombres corrían con el fuego en las manos, hermosos, fulgurantes, como si fuesen astros. Mas lo mismo que ayer, generosas sus vidas prendían a los vientos sin ver qué cosa hacían. Porque las mismas manos que antes derribaran los ritos del pasado, luego desenterraban los sepultados ídolos, y en noches de mentiras hacían del dios muerto mito de nueva vida. Y los hombres amaban aquellos dioses falsos, que antes sólo sirvieron para uncirlos esclavos. Y daban voz y sangre, y daban sus miserias, sin ver sobre sus llagas cerrarse otras cadenas. Sin ver que aquellas manos, tajantes como espadas, también mataban sueños y recortaban alas… Y él vio entre aquellos torvos mercaderes de tumbas una figura alzarse más allá que otra alguna, que en nombre de su fe iba por los senderos encadenando manos y esclavizando anhelos. Por vez única habló: ―¿No eres tú mi discípulo? ―Por ti soy― dijo aquel ―; mas nunca te he seguido. ―¡Andad!―. Y él continuó andando, andando, andando, con presos pies en barro y abarcando los cielos. Y en su rostro no había placer ni gesto amargo, ni asombro, como si nada fuese de nuevo. ―¡Morid…! Llegados eran al punto del suplicio. Se incendiaron las piedras y llamearon las hachas. Y él pasó entre las filas del odio, sin un grito… Ahora en sus pupilas brilló al sol una lágrima. Y allí en aquella lágrima él contempló el desfile de todos sus ensueños, lejanos ya, vencidos… Su gran mundo de amor; el hombre nuevo, libre; la tierra toda un ancho camino de infinito; vuelos de alas vírgenes en plenitud de espacio; sobre surcos de vida reventar las mañanas; en la boca del viento la inmensidad del canto; ¡racimos de alegría y nidos de esperanzas…! ―¡Morid…! ¡Ah! ¡Cuántas veces él había ya muerto! ¡Cuántas veces viniera y cuántas se hubo ido…! ¡Y ahora también se iba tras yo no sé qué anhelo! ¿Quién era? ¿Buda…? ¿Un sueño…? ¿Acaso, otra vez, Cristo…? En la caliente gota cuajada en su pupila, aún buscaba él, más hondo, las cosas que soñara y siglos persiguiera… ¡la Verdad!... ¡la Justicia!... mas sólo noche vio… Y ya no vio más nada! ―¡Morid…! El gran tumulto cubrió el cielo de iras… ¡Y allá en la mar cayó, como un mundo, su lágrima!
Yuan Pei Fu despide a su discípulo
Cuando un pájaro está a punto de morir,
sus notas son tristes; cuando un hombre está
a punto de morir, sus palabras son buenas.
(De los diálogos del Lun Yu)
¡Oh discípulo, por vez postrera alcánzame la pipa! No la de jade; aquella amarillenta de suave marfil viejo. La que junto conmigo en lejanas mañanas escuchara el gorjear de las aves cantoras; la que vio florecer cien veces mi ciruelo; la que te vio crecer como un arbusto tierno, la pupila asombrada y el alma ingenua, simple, como un libro de cuentos… ¡Oh, discípulo, por la vez última, alimenta mi pipa! Como claro arroyuelo tu niñez yo vi alegre saltar entre las piedras. Todo cantar te hacía: la luz, la lluvia, el aire, las viejas porcelanas, las linternas, la música, los perros de ojos tristes, el vuelo de los pájaros por sobre los pinares, el color y el perfume en flor de los duraznos, el andar y el gozoso reír de las muchachas… ¡Ah, discípulo, por la vez última alcánzame la pipa! No la de plata; aquélla, la que guarda color y olor de tierra y sabor más amargo; la que siempre conmigo junto a la lamparilla vio pasar hombres, días, como volutas vanas; la que me vio aspirar en prisas impacientes los afanes más puros; la que engañosa me hizo ver fulgores de auroras donde tan sólo había gris opaco de humo. Deja ahora, hijo mío, que acaricie tu frente. Has crecido, has amado, has soñado y vivido; mas tu fruto de vida es todavía amargo: porque el fruto más dulce no ha de ser árbol joven, sino aquel que rugoso ya ha florecido en años. Pero en tanto, oh discípulo, goza del sol, del mar, del aire y de la tierra; ámalo todo y nada odies, nada te asombre, que en toda dicha hay pena, que en toda risa hay lágrimas, y en todo lo creado, junto a la gris arcilla hay también lo divino. Y nada contra el cielo tu mano nunca arroje. Nada tanto te inquiete que tu paz dulce amargue: corrí, llamé, busqué, sueños forjé, grandezas… Mas desnudo cual vine la gran sombra me espera. Mientras más logra el hombre más parco se hace en dones: nunca más rico se es que pobre de riquezas… Y sé humilde, hijo mío, sin inútil orgullo; la humildad da la dicha. Sé como esas piedras de los ríos que cantan al saltar en la corriente, pulidas, lisas, llanas de tanto naufragar, rodando siempre. Y si barrera alta tu camino detiene, nada intentes forzar, bordea la muralla; nada derriba el hombre que después no levanta. Y no preguntes, nada interrogues, discípulo; nada responde a nada. Prudentes en las palabras y cauto en la conducta, cual pez de muchos mares bajo aguas diversas procura ser distinto; mas vario, multiforme, sé uno en la existencia: todo cambia en lo externo, no en su naturaleza. Hoy despiertan tu mente tempestades de llamas monzones de palabras que ruedan por los días, yo también, hijo mío, rodé con la tormenta; y almas extrañas vi, conocí cielo y tierra… Como la mar sus perlas, vivir me dio experiencias, y rico en dones ácidos encontré mi ciruelo… Mas el fruto maduro de la sabiduría no es el que milagroso en huerto ajeno alcanzas, sino aquel que en dolor del propio vivir nace. Aunque un día sabrás que nunca nada sabes. ¡Ah discípulo, por vez postrera alcánzame la pipa! Deja ahora por último que apure aquella leve de espuma y luz de ensueños. Y escúchame, discípulo: si un alba clara y limpia ve un día tu mirada, salúdala con júbilo y ama esa hermosa aurora. Tal vez si hay sueños ciertos… ¡O quizás qué milagro puede hacer la esperanza! ¡Ah discípulo, por la vez última alimenta mi pipa! Ahora dame esa caña quemada por los años, la que ya sólo tiene sabor leve a ceniza; la que más sol ha visto morir tras la colina, y bajo el cielo ancho vio perderse en el viento como nubes fugaces el río de los hombres y los días estrechos. Con ella en paz serena mis ancianas pupilas seguirán tu partida; aunque lejos estés te verán cerca siempre. Y cuando helado el viento tu tumulto ya apague y en tierra ingrata, estéril, secos rueden tus sueños, contigo llorarán sus lágrimas más íntimas… Pero si en un prodigio cantando tú regresas se alegrarán al verte, y de nuevo contigo el vuelo de los pájaros verán en los pinares en las tardes de oro, cuando cantan los sauces. El vino estará fresco debajo del ciruelo, perfumado de rosas y flores de cerezo. ¡Oh discípulo, todo, todo será lo mismo! Mas si acaso ese día no respondo, discípulo, a tu dulce llamado, es que el sueño infinito llegó sobre mis párpados… Entonces, hijo mío, sin lágrimas estériles, con manos amorosas búscame tierra leve, de verdes hierbas cúbreme y déjame que duerma. Pero nunca tan hondo que en esa paz no escuche el vuelo de las aves, una canción que sueñe, reír la primavera, llorar el triste invierno y el afán de los hombres. ¡Porque en todo estaré despierto eternamente; porque todo aún lo amo! ¡Ay, discípulo, no obstante sus tristezas vivir, vivir es dulce! No hay, como la muerte, un pesar más amargo. Ah, discípulo amado, humano he sido. Más que otro mortal, hijo mío, a mí ámame; mas no pienses que he sido ni mejor ni más alto: hecho de arcilla y luz tuve también flaquezas, y como humano supe de virtud y pecado. Mis pupilas se apagan. Mi mano apenas puede sostener la pipa. Calienta en esa llama esta postrera gota que por mi barba corre… ¡Ay, recuerda y ámame, amoroso discípulo! En tu memoria guárdame, cuando leve del agua, de la tierra y del fuego, cual la mies a la siega ya estén tus largos años; cuando ya no te turben tumultos de palabras, ni las voces del viento, ni un rumor de hojarascas… Anda, anda ya, hijo mío. Levanta, vive, sueña, niega, afirma, destruye. Y cuando de tus fiebres adiós, fe, ni amor queden, al círculo regresa. Aquí estaré esperándote, debajo de sus ramas, en la sombra sin sombra del camino más largo… ¡Oh discípulo, baja ya esa esterilla, y parte…!
Visitas: 134
Deja un comentario