
Comencemos esta vez por el final, pues al ilustre santiaguero Bernardo O’Gaban se le nombró auditor de la Rota Romana, tribunal a cargo de resolver las causas de tema eclesiástico, lo cual nos da la medida de su notoriedad y lo llevó a viajar a Europa. Sin embargo, en 1838 se trasladó a La Habana, donde murió el 7 de diciembre de aquel mismo año, es decir, 184 años atrás. Y sépase algo: sus funerales fueron suntuosos, aunque con el tiempo el recuerdo de Bernardo O’Gaban y Guerra, servidor de la Corona, se ha ido perdiendo en el olvido.
Quien indaga en el panorama intelectual de la Cuba de la primera mitad del siglo XIX se tropieza innumerables veces con el nombre de Juan Bernardo O’Gaban y Guerra, cuya huella aparece en diversas actividades de la vida cultural de la colonia.
Nació el 8 de febrero de 1782 y sus estudios fueron todo lo extensos a que entonces podía aspirar el vástago de una familia rica. Fue discípulo del Seminario San Basilio el Magno, en Santiago de Cuba, hizo estudios de bachiller y de licenciado en Derecho Canónico en la Universidad de La Habana, integró en condición de miembro de número la Real Sociedad Patriótica… por último se ordenó sacerdote e impartió clases en el Seminario de San Carlos, en la capital, y viajó por Europa para profundizar estudios en las ideas pedagógicas de Johann Heinrich Pestalozzi, llamado el Padre de la Pedagogía moderna. Todo ello antes de cumplir 30 años, lo cual evidencia el cúmulo de información que acopió, pues en 1808, de regreso en Cuba, redactó una «Memoria» que apareció publicada en El Aviso y en La Aurora de aquel año.
Como siempre, pretendemos que los lectores entren en contacto con la obra de nuestros homenajeados, transcribimos un fragmento de aquella «Memoria»:
«Locke y Condillac, esos dos sabios ideólogos, abrieron el camino a Pestalozzi, y vimos al cabo, por unas pruebas sensibles, por un sistema práctico de enseñanza, los felices resultados que prepararon las especulaciones de aquellos dos genios inmortales…».
La prosa de O’Gaban es elegante, revela su cultura y el contacto con la filosofía europea de los comienzos del siglo XIX. Pese a su juventud, se le admira y reconoce más allá de los círculos eclesiales; también se le censura porque, para algunos, el joven iba demasiado a prisa y no dejaba de despertar celos, pues además, su actitud ante las Cortes de Cádiz le valió reputación de liberal en sus tendencias.
O’Gaban ocupó importantes cargos: magistrado de la Real Audiencia, oidor honorario de Puerto Príncipe, presidente de la Sección de Instrucción Pública de la Real Sociedad Patriótica. En 1820 se trasladó a España y resulta significativo señalar que, en 1822, rehusó el cargo de obispo y un año después el de arzobispo, se le acusó de deslealtad y de nuevo regresó a Cuba en 1827.
No eran muchos los cubanos que por entonces publicaban libros. No era lo usual. Pero sí se publicaban memorias, cartas, informes, sermones… que daban la medida del relieve de una figura pública, de su prestigio y de la influencia que su palabra ejercía en la sociedad. En su ya clásico texto Panorama Histórico de la Literatura Cubana el estudioso Max Henríquez Ureña apunta que «O’Gaban no sobresalió como escritor, pero su estilo era correcto, y su lenguaje, conciso y claro. En la tribuna brilló siempre que le tocó defender con sinceridad un propósito o idea».
Otros lauros sumaría: en 1829 se le nombró decano de la Catedral habanera y cinco años después ocupó la presidencia de la Real Sociedad Patriótica. Su oposición a la creación de la Academia de Literatura, para lo cual tuvo el apoyo del poderoso Conde de Villanueva, que se sumó al peso de su propia voz en tal polémica, llevó a José Antonio Saco a marcharse de Cuba —esto se le reprochó para siempre— porque además de talentoso, de O’Gaban se afirmaba que era hombre de energía y dominante.
Algunos trabajos de este intelectual fueron muy comentados, así, su Elogio… de José Pablo Valiente, de 1818, y Observaciones sobre los negros del África, considerados en su propia patria y trasplantados a las antillas españolas, aparecido en 1821.
Don Bernardo alcanzó a vivir 56 años, que no era mucho pero tampoco una cifra menor para aquella época. Y aunque bastante ha llovido desde entonces, no lo suficiente para borrar su memoria.
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