Hace ya muchísimos años, poco después de haber conocido a Fina García Marruz, le llevé un ejemplar de Visitaciones que yo acababa de adquirir en una librería de viejo, para que me lo firmara. Le comenté de mi pesar por no haber leído Las miradas perdidas. Ella hizo un gesto como si me refiriera a algo sin importancia y aseguró: «Ese es un libro viejo».
Por años debí conformarme con unos pocos textos de ese libro, los que Cintio colocó en Diez poetas cubanos y aquellos que la autora incluyó en sucesivas antologías personales. Así llegaron a mí «Una dulce nevada está cayendo», «Canción para la extraña flor» o «La demente a la puerta de la iglesia» que solo alimentaron mi avidez por aquel libro que parecía perdido.
Solo en tiempos más recientes pude conocer el primer ciclo poético de Fina, expresión de lo que yo llamaría su madurez temprana, gracias a la versión digital de la edición príncipe, en la multimedia que Cubarte dedicó a la revista Orígenes y a los libros que aparecieron bajo su sello editorial.
Lo llamativo es que ese volumen, que salió de las prensas de Úcar y García el once de mayo de 1951, no lleva en sitio alguno el sello de tal colección, lo cual es curioso en tanto ella lo había empleado cuatro años antes para la edición de Transfiguración de Jesús en el monte, además de ser una especie de espacio familiar que acogía por esos años libros de Cintio, Eliseo, Octavio y, desde luego, de Lezama. Ignoro si fue uno de sus tantos gestos de modestia, pero el suceso sigue resultándome tan enigmático como que la revista en torno a la cual se reunía aquel grupo, ni anunció la aparición del texto, ni publicó reseña alguna sobre él.
De hecho, el único texto que he podido hallar dedicado al poemario en aquel momento apareció en el Diario de la Marina, dividido en cuatro entregas, entre el 15 de julio y el 5 de agosto de 1951. Se trataba de «La poesía de Fina García Marruz», firmado por José María Chacón y Calvo. En la parte final este lo calificó como «libro de poesía cotidiana, de humilde actitud ante las cosas, de virginal sensibilidad, de sinceridad profunda, de clara luz de eternidad, nacido, afirmado y exaltado a la sombra de Cristo».
La escritora que en 1942 había dado a conocer algunos textos juveniles en Poemas, apenas un lustro después confirmaba su condición poética con un texto mayor: Transfiguración de Jesús en el monte. Las miradas perdidas llega cuatro años después, cuando ella, nacida en 1923, tiene 28 años, lleva casi un cinco casada con Cintio Vitier y su primer hijo Sergio tiene tres de nacido.
El libro que Fina ofrece al mundo nada tiene de balbuceos o textos primerizos, en él ya hay una voz segura, sólida, que cuenta no solo con un apreciable dominio del lenguaje poético sino con una sorprendente gravedad reflexiva, nutrida por una incalculable profundidad conceptual.
Más que un sencillo cuaderno poético, Las miradas perdidases el resultado de todo un ciclo vital y abarca su producción lírica entre 1944 y 1950.
La primera sección, titulada «Las oscuras tardes» está compuesta, salvo el último texto, por sonetos. Llama la atención su dominio de este molde clásico que maneja con fluidez y naturalidad, se diría que es uno de los vehículos privilegiados de su expresión. Un preceptivista agrio podría señalar alguna imperfección en esos textos, aunque Cintio haya sabido señalar en Diez poetas cubanos las razones entrañables de lo que no es un defecto, sino un rasgo de su carácter y una marca de estilo:
[…] Los poemas no constituyen para ella fines en sí mismos, sino sencilla y estrictamente caminos o instrumentos que sirven al progreso del alma y la visión.
[…] Este sentimiento ancilar y en cierto modo piadoso de la poesía, es lo que hace de sus poemas, por otra parte, verdaderos· movimientos del alma, pero lo que también les resta en ocasiones la definitiva perfección. Desde este punto de vista debe explicarse una libertad formal (particularmente en los sonetos), que no surge nunca de cierta dominante concepción del idioma o el molde, sino del deseo de una pobreza, que a veces linda con el desaliño, ardientemente ceñida al oculto alimento de la comunión poética y vital.
El segundo de esos textos, «Ama la superficie casta y triste» no solo parece una poética explícita de Fina, sino que allí ella discurre de manera transgresora sobre la relación entre lo exterior e interior, centrada en la persona y es un modo especial de abordar la dicotomía filosófica entre fenómeno y esencia, lo que a su vez tiene implicaciones teológicas muy audaces.
Aun situada en un terreno que parece heterodoxo, la escritora se ata a la noción cristiana, desde una posición de misericordia. Al ser humano le está permitido elegir quién quiere ser, no es posible pretender que la fragilidad de cada uno le permita ajustarse de manera perfecta con su modelo, pero el juicio divino sobre la existencia de alguien no depende del estricto cumplimiento de sus ideales, sino del amor con el que procuró ser quien era y, por tanto, permanecer en la verdad.
Este soneto es, en buena medida, el centro de gravitación de Las miradas perdidas, en tanto procura definir in nuce su poética: no se trata de revelar esencias últimas, sino de hacer viajar la mirada por los lados más humildes de la realidad y descubrir en ellos la belleza. Esa visión de lo exterior, esa máscara, adherida al rostro del poeta por el amor es el modo más auténtico para encontrar verdades a las que no puede llegar por la pura reflexión filosófica o por los misterios de la teología.
Para la autora lo exterior está estrechamente relacionado con lo divino. Es una verdad mostrada que preanuncia una verdad mayor. La propia grandeza de lo trascendente no está en ocultarse a los ojos de la gente común, sino, por el contrario, se vuelve exterior, se echa «totalmente fuera de sí mismo». De ahí el reclamo que recorre toda su obra: lo más grande e importante se halla siempre tras la apariencia de lo humilde y sencillo.
Eso ayuda a explicar que prefiera habitualmente temas como la búsqueda de la inocencia, que parece desvanecerse con la adultez, o la contemplación del lado más indefenso de la sociedad que la rodea: niños, mendigos, mujeres solitarias, artistas de la calle. Su estilo mezcla la aparente fragilidad de la voz con la intensidad del pensamiento. Tras la engañosa sencillez de sus versos hay una notable densidad filosófica.
La segunda sección «Las miradas perdidas», dividida a su vez en cuatro partes, está marcada por lo familiar, lo que incluye no solo el hogar, los retratos, el desayuno, sino también el jardín del Cerro, el parque de barrio, la visión de los veteranos y la contemplación de los palmares. Algunos preferirán estos poemas de fuerte sabor criollo, de cercanía con lo cotidiano que le es entrañable, aunque es explicable que otros prefieran esos textos de expresión más solemne reunidos en «La noche en el corazón» donde predomina el tono elegíaco. Así nos dice en «Canción de otoño»:
La casa, sí, solo un amargo engaño,
era frágil, mortal como los sueños.
Nosotros, los fugaces, los despiertos
¿cómo podemos dí, volver allí?
Puedo volver, amigo, al país más lejano,
al país de la nieve y los ciruelos.
¿Mas adonde quedó tu traje oscuro,
tus palabras y el ruido del otoño?
Dos cartas ocupan el apartado siguiente, una dirigida al poeta español Antonio Machado y la otra, destinada al peruano César Vallejo, es uno de los textos antológicos de la autora:
En esta hora que te escribo todo sigue lo mismo, las nubes, las semanas, ya ves, es increíble que todo siga tan lo mismo, y si es verdad que pensar que hayas vivido me alegra y duele a un tiempo, sé que es solo un momento que pasará bien pronto, pues apenas hay hora para vivir lo nuestro y decir: aquí estamos, éste es mi testimonio, ésta es mi alma.
Llaman la atención en la parte siguiente los «Sonetos de la pobreza» que no son sencillas estampas de lo cotidiano sino atrevidas reflexiones teológicas, filosóficas y estéticas, ligadas por la noción de pobreza espiritual. Así en «Nacimiento de la fe» la poetisa se ata a esta, confiada en el amor de Cristo, en tanto se sabe tan pequeña que ninguna obra suya, buena o mala, puede producir la alegría o la cólera divina. En «Príncipe oscuro» contrasta su pequeñez e inocencia con la condición de acto puro de Dios, pero a su vez, ella alza su clamor para que ese acto, esas grandes verdades puedan nutrir su ser, del que forma parte su obra:
¿Va el tiempo hacia el ayer y no al mañana? ¿Va la estrella al ayer y no al mañana? ¿Va mi sangre al ayer y no al mañana? Antepasado, hijo mío, realízame. ¡Oh tierra en que he nacido!, realízame. Acto, príncipe oscuro, realízame.
Del apartado siguiente «Los misterios» solo diré que deja a un lado la forma del soneto para trabajar con versos libres que a veces se convierten en versículos de sabor bíblico que favorecen un discurrir poético más libre, menos sujeto a normas. Hay varios poemas antológicos en esta zona del libro, entre ellos «Fresco de Abel», «La demente en la puerta de la iglesia», «Canción para la extraña flor» y el ya citado «Transfiguración de Jesús en el monte».
A esta zona de tema religioso explícito del libro se refiere Roberto Fernández Retamar en La poesía contemporánea en Cuba (1927-1953) cuando escribe:
Los «misterios católicos» aparecen constantemente como temas de sus poemas (alcanzando la calidad del soneto A la vida eterna, en que sentimos un poderoso y delicadísimo soplo clásico); especialmente los hallamos en Sonetos de la pobreza y Los misterios. En estos poemas, una raigal humildad, un fervor y una sinceridad esenciales, comunican a sus versos un trémulo aliento, que alumbra y organiza las claras imágenes y los versos (desunidos en lo aparente, eficacísimos en cuanto a exponer su actitud espiritual). Su más importante poema en esta dirección es, sin duda, el majestuoso Transfiguración de Jesús en el monte.
Completan el volumen las «Variaciones sobre el tiempo y el mar» que se abren con cuatro textos que se valen de imágenes y procedimientos procedentes de las artes plásticas, ámbito que impregnará a partir de entonces la obra de Fina: «A una virgen», «Retrato de una doncella siciliana», «Retrato de una joven» y «La Anunciación», dejo a los posibles lectores el paladeo de los restantes con su tono ferviente y calidad sostenida.
Al cerrar Las miradas perdidas verifico que este no es un libro de aprendizaje, ni siquiera una escritura experimental, sino una obra sazonada y plena que lleva ya en sí los rasgos fundamentales que distinguirán la poética de Fina, de modo tal que anuncia ya en sus páginas últimas el ciclo siguiente que titulará Visitaciones.
Al educar su mirada a la realidad la escritora pudo no solo trasmutar en poesía lo que parecía efímero, sino que, desafiando al tiempo, encontró en la frágil existencia humana un vestigio de eternidad, representado en la infancia ideal que está detrás de la apariencia castigada de la vejez. En el poema «La máscara» ella intuye que aunque pueda ser muy vieja, infancia, memoria y búsqueda de lo sagrado se funden en una cifra misteriosa:
Y tú, rostro mío, confianza de ser así,
tenida en un momento, ¿devolverás
al deslumbrante niño que en mi mirada se hunde,
a aquél que no sabíamos que al mirarlo
mirábamos
las líneas sagradas y totales?
Pues él es el principio eterno.
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