Poeta, periodista y crítico cubano (Zulueta, 1949). Ha publicado numerosas obras en editoriales nacionales e internacionales, entre las que se encuentran Y dulce era la luz como un venado (1989), Lo común de las cosas (2005) y Al cantío de un gallo (2022). Poemas, cuentos, artículos, crónicas, notas informativas y entrevistas suyas han visto la luz en variadas publicaciones. Uno de sus libros más celebrados, el volumen de testimonio El ungüento de la Magdalena (2008), fue parcialmente llevado a escena por el grupo teatral El Mejunje. Ha obtenido diversos reconocimientos entre los que se incluyen el Primer Premio en Cuento y Primer Premio en Poesía del Concurso Abel Santamaría (1975), el Premio de Testimonio Pablo de la Torriente Brau (2001) y el Samuel Feijóo, de poesía relacionada con el medio ambiente (2015), entre otros. En el año 2002 le fue conferida la Distinción por la Cultura Nacional, otorgada por el Ministerio de Cultura de Cuba. Tiene en proceso de edición los libros «Contar lo incomprensible» y «Macana el flor».
Si tenemos en cuenta sus dos pasiones: poesía y el testimonio, ¿cuál es la relación entre ambos géneros? ¿Ha influido su desempeño como poeta en la escritura de testimonios?
Todo es producto de un mismo fenómeno; además de los géneros que mencionas, también la prosa reflexiva se integra a esa voluntad de testimoniar lo que mis ojos ven y mi sensibilidad acuna. Claro, todo pasa por un proceso formativo donde el sistema de valores, la ética, la voluntad humanista interactúan y «dictan» los discursos. Igual te repito que nada es un asunto genérico, porque si lo miramos bien, el mismo testimonio no es un género; es más bien una intención. Tan lejos ha llegado la hibridez genérica que, por ejemplo, la poesía puede ser (en mi caso lo es) testimonial, y a su vez el testimonio puede ser poético siempre que use, con la discreción y exactitud exigida por la oralidad que le es imprescindible, la retórica de aquella. Se trata de esencias, no de formas. En el afán por la ortodoxia genérica se ha llegado muy lejos, y no siempre para bien: por ejemplo, qué sentido tiene separar a la décima como si fuera un género, del resto de la poesía. Pero ya que me preguntas por mi caso particular, mi método es integral, y trato de respetar los límites que la comunicación perseguida me impone. No hay un poeta y un escritor de testimonios; solo soy uno que aprendió de Eliseo Diego que lo más importante es «el don de atender».
En su libro El Ungüento de la Magdalena el humor es un elemento imprescindible para retratar tradiciones de la identidad cubana, ¿considera inusual este acercamiento al testimonio desde el humor? ¿Cuáles fueron sus principales fuentes de inspiración?
El Ungüento de la Magdalena, como conjunto, es pura vivencia. El humor lo recorre de punta a cabo porque, desde el punto de vista antropológico es inherente, en altísimo grado, a la dinámica social de esos pequeños bateyes y poblados donde viví 18 años y recopilé los relatos. Es una lección que aprendí de Samuel Feijóo. La burla, el choteo, la tomadura de pelo, los giros idiomáticos populares de inusual belleza (ya ves, ahí la poesía hace lo suyo) son el horno donde se cuecen. El libro, en su primera y segunda edición tiene dos prólogos: el de Pedro Pablo Rodríguez y el mío. En el que llamaba la atención sobre como el símil (el que se construye usando el «como» para comparar) campea por su respeto en esos parlamentos, pero Pedro Pablo alerta sobre la presencia de otras figuras retóricas propias de la poesía, y uno de los ejemplos que cita es el de una persona que afirma que «las varices son el producto de que las venas se ponen fofas por falta de ilusión». En resumen: es el libro mío con el que más me he divertido, y también con el que más he llorado, sobre todo cuando recuerdo a todos aquellos testimoniantes, ya fallecidos casi todos, y a ello le sumo la certeza de que esos modos de expresión, esa oralidad sabichosa y fluyente se va perdiendo aceleradamente con la «urbanización» de la cultura y la extinción de esos espacios donde se generaron.
El testimonio es un género que demanda un gran compromiso ético, pues el escritor debe ser fiel a sus fuentes y reconstruir la memoria sin faltar a la verdad o desvirtuarla para que se apegue a sus intereses. ¿Cuáles son los mayores retos que enfrenta un autor en el ejercicio de testimoniar? ¿Cuáles son las principales reglas que debe respetar?
Ya lo decías: el compromiso ético, el respeto a la verdad, aunque esa verdad se irrigue con la subjetividad del escritor. Los riesgos son muchos. En un inicio se pasó a considerar al testimonio dentro de la categoría «Historia». Así lo contemplaba la vieja ley de derecho de autor y eso es un disparate, como luego se comprobó: el testimonio es literatura, oralidad, conversación, y la historia es el gran escenario donde se desplazan los relatos; el énfasis puede ser histórico, sí, pero también antropológico, humorístico, memorioso evocativo, lírico… El reto mayor es que sea literatura. Aquellos enfoques iniciales llevaron a algunas personas que no son escritores a asumir la narración de sus experiencias, por lo general épicas, como si la de escritor no fuera una profesión que requiere de una larguísima formación, mayormente autodidacta. Los dos mejores ejemplos de literatura testimonial en Cuba los localizo en Biografía de un cimarrón, de Miguel Barnet, y Conversación con el último norteamericano, de Enrique Cirules; ambos hicieron de mediadores entre el testimoniante y los lectores; y se agradece. Si no hay trabajo literario (que implica que no se pierda la voz testimonial) lo otro solo sirve como manual para consultar información. Y, ¡cuidado!, no siempre es exacta.
En algunas entrevistas ha señalado la marginalización de voces rurales y suburbanas en beneficio de autores citadinos, ¿cuáles serían aquellos cambios en las estrategias editoriales y de promoción que permitirían ampliar esa presencia? ¿Cree usted que el testimonio potencia la diversidad de perspectivas, miradas, temas, en el universo literario?
No creo que el testimonio, ni ningún otro género, resuelva esas asimetrías campo-ciudad. No es un problema de género, pues cualquiera de ellos serviría para avalar una respuesta positiva a tu última interrogante. En realidad, es un problema más complejo donde se entrelazan lo demográfico y un concepto estructural de la institucionalidad cultural, cuyas propuestas más acabadas se concentran, con notable ventaja en los espacios privilegiados de las ciudades; con mucha mayor densidad en zonas céntricas de estas. Las áreas rurales son beneficiarias de políticas de extensión y de construcción ancilar de una institucionalidad disminuida, escasamente favorecida por la programación. Las políticas de expansión comunitaria, con centros provinciales y casas de cultura incluidos, no han rendido todos los frutos que justifican plenamente la inversión y su existencia. Pero algo es mejor que nada. Hace apenas cuatro décadas nada de eso existía. En cuanto a las editoriales: estas no pueden trabajar atendiendo a criterios territoriales; lo suyo es publicar lo que lo merezca, hágase donde se haga. Pero la visualización de quienes, desde las periferias no citadinas logran obras de valor, sí es responsabilidad de las editoriales y de todo el sistema promotor de que se vale la cultura; y es algo que funciona de manera insuficiente, fragmentada, muchas veces de un modo paternalista. No descartemos que los tráficos de influencias, de la manera espuria que lo hacen, operan mejor desde la cercanía física: la visita, el café compartido, la asistencia a veladas, los rones compartidos… Pero, claro, no sería justo obviar que las políticas democratizadoras, tanto en lo editorial como en lo promocional, llevadas a cabo por las instituciones y organizaciones de creadores fruto de la Revolución, han acortado mucho esas distancias. Si has leído mis textos de los últimos tiempos sabrás que ya mi discurso no va tanto por esos rumbos de denunciar lo que nos separa, pues refiriéndome solo a las casas editoras con sede en provincia, te puedo asegurar que algunas de ellas les disputan calidades, superándolas incluso, a otras que residen en la capital.
El Premio Literario Casa de las Américas durante más de sesenta años ha difundido y dado visibilidad a las letras latinoamericanas y caribeñas con la complicidad de notables escritores que han conformado los jurados en los distintos géneros y categorías. ¿Cómo asume la posibilidad de integrar esta tradición y tener la responsabilidad de incidir en el reconocimiento de la obra de un autor?
Esto es algo que asumo e implico en ello toda mi ética profesional. Tiene un gran atractivo: el que me proporciona la lectura de lo que, en otras realidades tan cercanas a nosotros, se vive, de manera tan distinta. La responsabilidad es leerlo todo (ardua tarea), y apegarme a la decisión de no hacer concesiones. Ser justo es la norma. Exigir y aprender. Por otra parte, me siento honrado con la invitación a integrar el jurado de esa institución que considero la más abarcadora y trascendente del continente. Trataré de estar a la altura. Ya veremos.
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Tomado de La Ventana
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