Creo que La aldea letrada merecería, si existiese, el premio al libro más placentero y paladeable del año. Y no creo que el título responda precisamente a ironía. Hay, en la página inicial del texto, una declaración que es fundamental para mí, también interesado como Riverón en el devenir cultural de la Isla.
Afirma nuestro autor en su proemio a este libro —que es ensayo, poesía, cuento, crónica, memoria autobiográfica, reportaje y, en fin, maravillosa fusión de géneros y tonos estilísticos diversos— bajo el enunciado “La aldea es (también) la nación”:
[…] mi propósito es validar una vez más, desde mi atalaya periférica, la representatividad de ciertos procesos culturales que se expresan, hoy, a lo largo de la geografía cultural cubana. Por tal razón quisiera que dicho enunciado se leyera también, connotativamente, como antípoda de “La Aldea tragada por la Nación”. Propongo, obviamente, asumir con toda su gama de matices las marcas que pudieran sumarle, desde lo regional, diversidad y vigor a lo nacional.En verdad este libro hace honor a su tangible alusión al libro hermosísimo de Ángel Rama, La ciudad letrada, que fue una caracterización irrepetible de un proceso histórico, urbanístico e intelectual de la América Latina, obra magna que ojalá en Cuba fuera mejor conocida y leída, en vez de meramente mencionada por alguna de esas magníficas nulidades vocingleras que históricamente ha padecido nuestra cultura. Que puede haber —y hay— alguna conexión entre este libro de Riverón con un pensador tan interesante como Marshal MacLuhan y su texto La aldea global, es asunto del cual no me puedo ocupar en estas páginas condenadas a ser demasiado breves para todo lo que de esta obra tan variopinto y tan innovadoramente emparentada con Feijoo me sería necesario comentar.
Tengo que empezar, en verdad, por la excelencia de la prosa. Confieso que pocas veces en los tiempos que corren me ha sido dable encontrarme con un discurso tan variado en tempo, colorido y entonación. Un párrafo no puedo dejar de citar como muestra de la sonoridad del español de Cuba, cuando se tiene cómo y con qué hacerlo fluir:
Todas las ciudades son pequeños sitios aquejados por sucesivas hipertrofias. Muchas conservan aún, fragmentado, el candor de lo silvestre. Desde el punto de vista antropológico se identifican con grandes extensiones llenas de espacios utilitarios donde el ser humano, en tanto espíritu, se dispersa como humo en la brisa. Se estructuran las ciudades, a través del cartesiano urbanismo, en inmensos trazados que establecen una cota simbólica tendente a sumar rinconcitos.
La obra toda transcurre como polifonía de perspectivas y avistamientos de horizontes, recuperaciones de ambientes de ciudades infinitas, situaciones, contextos y enclaves. Con ello, Riverón recupera no solo la memoria cultural en riesgo pleno hoy día, sino que nos aguijonea a dirigir la mirada hacia las cuatro dimensiones del espacio urbano, diminuto y magnífico que ha escogido para recordar que, aunque no nos agrade recordarlo, Cuba está sufriendo el no deseado ni previsto destino de tantos países hidrocefálicos —si bien en nuestra capital hay tanta escasez de agua que tendría yo que apelar a un no hallado sinónimo que aluda al crecimiento excesivo de unaurbe cabecera nacional— en que una ciudad se levanta sobre los hombros del resto de la nación, tanto en lo económico como en lo académico y en las opciones culturales de fuste principal, para no hablar de temas más delicados.
Hay crónicas en La aldea letrada que me resultan paradigmáticas, y no por un solo aparente tono de ironía, sino por la delicadeza estremecida, más de una vez enteramente lírica, con que el escritor traza un paisaje, ya urbano, ya humano, ya específicamente cultural. Sus textos sobre la literatura contemporánea son de una franqueza envidiable; me refiero, entre otros, a “El discreto encanto de la perdida (o disminuida) oralidad”, que evoca cierto tipo de reuniones poéticas en las que estuvo viva, en su Santa Clara, una oralidad poética que desdichadamente está, a mi juicio al menos, a punto de morir, entre otros factores por la actual incapacidad de muchos poetas —jóvenes o no— de leer oralmente cualquier verso, y en particular los suyos, por hermosos que sean.
Le agradezco mucho a Riverón abordar —¡!Ah, la vida literaria! ¡Ay, la vida literaria!”, uno de los más paladeables momentos del libro— por hacer un alto necesario en su discurso para examinar una serie de perfiles de lo que en Cuba se llama “vida literaria”, y que, en ocasiones, es considerado como más importante que la literatura misma, y desde luego lo es para conseguir ciertas cosas muy poco literarias. Con fruición me he detenido en un pasaje brillante de esa crónica:
¡Ah, la vida literaria! ¡Ay, la vida literaria! En provincias todo es distinto, aunque se parece bastante. Los escritores que hacemos vida en espacios del interior podríamos dividirnos en cuatro grupos. El primero sería el de aquellos que se ceban en la consagración regional: publican solo en las editoriales y revistas de la provincia (o de las colindantes) en tiradas de menos de mil ejemplares que circulan, en cifras escasamente significativas (podríamos decir que en casa), ganan cuanto concurso de ponga a tiro en esos límites (que muchos de ellos, con sede en municipios, convocan con una dotación similar a la del premio Uneac, por ejemplo) y disfrutan del estatus de escritor del patio que esas instancias y las autoridades de los territorios emiten.
[…]
El segundo grupo lo configurarían los que sueñan (y casi consiguen virtualmente) hacer vida telepática en las instituciones de lujo, con sede en la capital. […] Son estos los escritores que ganan premios llamados de primera línea, publican en las casas editoras de mayor rigor y amplio espectro promocional, a veces reciben la caricia de la crítica, la invitación a algún evento, aunque siempre en menor cuantís que los geográficamente bendecidos.
[…]
El tercer grupo lo integrarían los escritores residentes en los municipios, aún más desventajosos. […] En la vida literaria de estos autors las insuficiencias derivadas de la lejanía del centro crecen en progresión casi geométrica a medida que se marcha hacia el interior del interior. Ellos operan de manera similar a los del sgundo grupo, solo que su capital es la de la provincia.
El último grupo sería el de aquellos que, aún sin obra publicada, tratan de orientarse para la iniciación, hacia un espacio u otro.
¿Puede pedirse más filo, más gracia, pero sobre todo más acierto en un retrato tal de la vida literaria actual? Y no se me diga que Riverón es irónico: la ironía es un tropo peculiar, donde se expresa una idea a través de palabras que significan exactamente lo contrario. No se puede pedir mayor franqueza ni más precisión lingüística que en los pasajes antes citados.
Una a una desfilan pequeñas y nobles ciudades de una patria que es mucho más que extensión capitalina: Manicaragua, Camajuaní, Santa Clara, pero también Lisboa o México o ramalazos de La Habana o Maracaibo. Riverón ha acumulado retratos vibrantes, trémulos, inolvidables en estas páginas que no sé ni me importa a qué género pertenecen. Pero nunca alcanza una estatura tan humana, pero tan buenamente, sabiamente literaria, como cuando hace el homenaje a un poeta anónimo, Chucho el pistero de Camajuaní, capaz de componer, en el aire de su tierra, estos versos que Riverón ha salvado para nuestra emoción más privada:
Muere la tarde y en ella
el paisaje ha fallecido
y está de luto el vestido
que lleva puesto una estrella.
En toda la escena aquella
el sol no brilla ni arde,
pero, sin hacer alarde,
hay centenares de flores
que les tributan honores
a la muerte de la tarde.
Riverón creyó, al escribir La aldea letrada, que estaba defendiendo una memoria en trance de aniquilación. Se equivocaba, en realidad, nos está tratando de salvar de nosotros mismos.
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