
La escritura desacreditada
En el prólogo a Los lanzallamas Arlt se hace cargo de las condiciones de producción de su literatura: puesta en escena de la situación material en la que se genera un relato, este texto intenta definir el lugar desde donde se quiere ser leído. Al establecer una relación entre el lujo y el estilo, de entrada refiere lo que cuesta tener una escritura: el ejercicio de la literatura aparece ligado al derroche, trabajo improductivo que no tiene precio, se legaliza «en la vida holgada, en las rentas» de una clase que puede practicarla desinteresadamente. Para Arlt, en cambio, escribir es contraer cierta deuda, crédito que debe ser reconocido en el mercado. «Ganarse la vida escribiendo es penoso y rudo» porque hay que lograr que el lector pague con dinero el interés: en este pago, diferido, se abre el espacio incontrolable de la demanda y la circulación. «Palabra inefable» (como la llama Arlt) la escritura «no tiene explicación»: se la encuentra donde ya no está, en el intercambio que sobre la escena del mercado, resuelve el valor en el precio. Convertida en mercancía, la ley de la oferta y la demanda parece ser lo único que permite, desde el consumo, darle «razones» a la producción literaria. En la nota que concluye Los lanzallamas, Arlt escribe: «Dada la prisa con que fue terminada esta novela, pues cuatro mil líneas fueron escritas entre fines de septiembre y el 22 de octubre (y la novela consta de 10.300 líneas) el autor se olvidó de consignar en el prólogo que el título de esta segunda parte de Los siete locos que primitivamente era Los monstruos, fue sustituido por el de Los lanzallamas, por sugerencia del novelista Carlos Alberto Leumann». En la urgencia del mercado, se olvida un préstamo: este lapsus, es el síntoma mismo de esa deuda que se contrae al ejercer ―con un título prestado― la escritura. A través del recuento minucioso de las cifras y las fechas, la demanda hace saber sus exigencias: hay un contrato que impone cierto plazo y fija los límites. Como el prólogo y la nota, está al final y al comienzo del relato: lo sostiene, lo emplaza. «Con tanta prisa se terminó esta obra que la editorial imprimía los primeros pliegos mientras que el autor estaba redactando los últimos capítulos.» La demanda financia le escritura y la dirige: hace de ese compromiso, un destino. («El amor brujo —anuncia Arlt― aparecerá en agosto de 1932»). De algún modo, al ponerle un plazo, Arlt debe «alquilar» su escritura, lograr que le paguen mientras escribe: parece que el mercado continuara en el relato hasta «entrar» en el texto. En esta obligación hay al mismo tiempo una promesa, cierto suspenso y el reconocimiento de una deuda: escribir deja de ser un lujo, un derroche, para convertirse en una fatalidad, o mejor, en una necesidad (material).
El valor del estilo
El folletín es la expresión límite y el modelo de esta escritura financiada: el texto mismo es un mercado donde el relato circula y en cada entrega crece el interés. Este aplazamiento, que decide a la vez el estilo y la técnica, se funda en el suspenso, crédito que hace de la anécdota la mercancía —siempre postergada― que el lector recién logra tener al final. «Me devoraba las entregas», dice Astier al narrar esta lectura en El juguete rabioso: en realidad se trata de lograr que sea el lector quien «se entregue», «devorado» por el interés. Economía literaria que convierte al lector en un cliente endeudado, se vive la ilusión de que una cierta necesidad material enlaza el texto y su lectura.
Escritura donde todo se paga, este procedimiento define, al mismo tiempo, el espacio literario de Arlt y su «moral» de escritor. «Se dice de mí que escribo mal. Es posible»: esta confesión es ambigua. Como vimos, para escribir «bien» hay que disponer de «ocio, rentas, vida holgada», hacerse responsable del derroche que significa cultivar un estilo. En Arlt, este lujo se paga caro, el desinterés elimina la oferta: se escribe por nada, para nada. «No tendría ninguna dificultad en citar a numerosa gente que escribe bien y a quienes únicamente leen correctos miembros de su familia.» Escriben bien: nadie los lee. ¿Escriben bien porque nadie los lee? En realidad, lo que sucede es que nadie paga por esa lectura: leídos en familia, no hay lazos económicos, el dinero está excluido. Arlt invierte los valores de esa moral aristocrática que se niega a reconocer las determinaciones económicas que rigen toda lectura, los códigos de clase que deciden la circulación y la apropiación literarias. Entre el texto y el lector no habría ninguna interferencia: la cultura sería justamente ese «vacío» donde se disuelve cualquier relación material para que la ideología dominante ocupe el sitio del trabajo productivo que la mantiene. En Arlt, al contrario, escribir bien es hacerse pagar, en el estilo, un cierto «bien» que alguien es capaz de comprar. Solo a costa del lector se puede costear el interés por la literatura: ser leído es saldar una deuda, encontrar el sentido de ese trabajo «misterioso», «inefable» que no tiene explicación en una sociedad que funda su razón en la ganancia. Así, en Arlt, el dinero que aparece como garantía, que hace posible la apropiación y el acceso a la literatura, es a la vez, el resultado que decide y legitima su valor. De este modo, al nombrar lo que todos ocultan, desmiente las ilusiones de una ideología que enmascara y sublima en el mito de la riqueza espiritual la lógica implacable de la producción capitalista.
Los códigos de clase
Escritura que se sabe desacreditada, los textos de Arlt han debido pagar el precio de la devaluación que provocan. Para una economía literaria que hace del misterio de sus razones el fundamento de su poder simbólico, el reconocimiento explícito de los lazos materiales que la hacen posible, se convierte en una transgresión a ese contrato social que obliga a acatar «en silencio» las imposiciones del sistema. Basta releer el artículo que José Bianco le dedicara en 1961 para ver de qué modo Arlt transgrede un espacio de lectura. En este caso, el código de Sur: lectura de clase que refiere —justamente al revés de Arlt— el acceso fluido a una cultura «familiar». En realidad lo que se lee por debajo del texto de Bianco es la definición de esa propiedad que es necesario exhibir para poder escribir: «Arlt no era un escritor sino un periodista, en la acepción más restringida del término. Hablaba el lunfardo con acento extranjero, ignoraba la ortografía, qué decir de la sintaxis». La insistencia sobre las faltas de Arlt no son otra cosa que las marcas de un descrédito: manejar mal la ortografía, la sintaxis es de hecho una señal de clase. Se usan mal los códigos de posesión de una lengua: los errores son —otra vez— el lapsus, se pierden los títulos de propiedad y se deja ver una condición social. «Hemos visto —insiste Bianco— que le falta no solo cultura, sino sentido poético, gusto literario.» Sentido poético, gusto literario: el discurso liberal sublima, espiritualizando. Habría una carencia «natural», irremediable: una fatalidad. Arlt se encarga de recordar que esta carencia es económica, de clase: en esta sociedad, la cultura es una economía, por de pronto se trata de tener una cultura, es decir, poder pagar. Por su lado, Bianco funda su lectura en la desigualdad y al universalizar las posesiones de una clase hace de sus «bienes» las cualidades espirituales en que se apoya un sistema de valor. «Y hacia esa misma época —escribe— aunque Roberto Arlt conservara todavía lectores no creo que infundiera respeto a ningún intelectual de verdad» (sic). El respeto es un reconocimiento: en este caso hay ciertos títulos de los que Arlt carece. Más bien hay ciertos títulos que Arlt admite haber recibido en préstamo: no son de él y esta deuda la debe pagar.
Ahora bien, ¿y si esto que sirve para desacreditarlo fuera justamente lo que él no quiso dejar de exhibir? Quiero decir, ¿y si el mérito de Arlt hubiera sido mostrar lo que no hay, hacer notar la deuda que se contrae al practicar —sin títulos— la literatura? En este sentido, sus carencias van más allá de sí mismo: marcan los límites concretos de una cierta lectura, la frontera —desvalorizada, empobrecida— de un espacio que es la literatura argentina.
El juguete rabioso es el mejor ejemplo de las condiciones de esta lectura: historia de una apropiación en el juego de los intercambios, los desvíos, las sustituciones que constituyen el texto se narra el trayecto que es necesario recorrer para ganarse una escritura. El dinero financia la aventura y en los canjes que generan el relato, una cierta relación con la escritura es registrada a partir de los códigos sociales y de la clase que decretan su circulación y hacen posible su uso. «Me inició en los deleites y afanes ele la literatura bandoleresca»: en esta frase que recuerda una lectura (primera frase de su primer libro) comienza el texto arltiano. Se trata de ver qué sigue a esa iniciación para tratar de descifrar de qué modo en la práctica de su escritura, Arlt propone una teoría de la literatura donde un espacio de lectura y ciertas condiciones de producción son exhibidos.
[…]El escritor fracasado
Escritura que paga en «condiciones bastante desfavorables» la deuda de su origen, en última instancia, en Arlt el fracaso es el único que permite realizar el deseo ilegítimo, «imposible», de escribir. Por un lado, Astier encuentra la literatura en la transgresión y el delito. Al mismo tiempo, entre la vida de Baudelaire, poeta maldito, que «no vale nada» cuyos «hermosísimos versos», expropiados durante el robo a la biblioteca, también sufren la devaluación del traductor («Yo te adoro al igual que de la bóveda nocturna», subrayo yo); y la visita del poeta parroquial, elogiado en Time, traducido al italiano, frente a quien Astier admite —por única vez en toda la novela— su relación con la literatura («¿Escribe? Sí, prosa», véase en este mismo número de Los libros, p. 20), el relato va construyendo una cierta metáfora del escritor: en todos la «razón de ser» es el fracaso y este destino, «inevitable», culmina con el cuento del Escritor fracasado. En este sentido habría que decir que en esa historia se cierra el proyecto de escritura cuya génesis narra El juguete rabioso: Los dos textos pueden ser leídos como un solo relato en el que «los deleites y afanes de la literatura» se realizan en la destrucción y la pérdida, en esa «nada infinita» que concluye el relato.
Por un lado, para Arlt el fracaso es la condición misma de escritura, pero a la vez —en el revés de la trama —se entiende que la visita al poeta parroquial, haya sido sustituida en versión final de El juguete rabioso por el encuentro con Vicente T. Souza, experto en «ciencias ocultas y demás artes teosóficas». El canje sustituye al poeta por el mago: los dos capítulos tiene la misma estructura y el mismo sentido «iniciático», pero el desplazamiento viene a resolver imaginariamente las dificultades concretas, que marcan los límites sociales de una práctica. De este modo, paralelamente se puede encontrar en Arlt una propuesta del escritor como ladrón, delator, inventor, poeta maldito (una mezcla de Edison, Rocambole, Napoleón y Baudelaire) que está más allá del bien y la razón. Acceso mágico a la belleza y al lenguaje, negación de las determinaciones del trabajo y del dinero, en esta imagen invertida se hacen ver, justamente, las prohibiciones y las carencias que el relato describe al narrar los tropiezos de su propia gestación. Esta ambigüedad define la ideología literaria de Roberto Arlt: en el vaivén entre la omnipotencia y el fracaso una cierta significación imaginaria hace a la vez, de la riqueza y de la pérdida, el símbolo de la escritura. ¿Qué hay que tener para poder escribir?: puesta en escena de una literatura y de sus condiciones el relato de Arlt no hace otra cosa que repetir esa pregunta que le da lugar. «¿Qué era mi obra? ¿Existía o no pasaba de ser una ficción colonial, una de esas pobres realizaciones que la inmensa sandez del terruño endiosa a falta de algo mejor?», esta duda del Escritor fracasado, remite directamente a los códigos de lectura que al decidir el valor y la propiedad de «lo literario», permiten explicar la fatalidad social de un fracaso inevitable.
Síntoma de esas circunstancias, en el trayecto de Astier se narra las interferencias que se sufre, desde una determinada clase, para llegar a la escritura; al mismo tiempo en el texto se van definiendo las condiciones de producción de una literatura. Condiciones de producción, códigos de lectura, es esta relación la que ahora es preciso reconstruir para encontrar ―en el pasaje de la traducción a la legibilidad― el nudo de esa situación particular a partir de la cual se ordena el sistema literario en la Argentina: la dependencia.
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Fragmento de «Roberto Arlt: Una crítica a la economía literaria», en Revista Oropel.
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