
Entrevista a Roberto Bolaño en el espacio «La belleza de pensar» realizada durante la Feria Internacional del Libro de Santiago de Chile, para la estación Mapoco, en 1999
¿Cuál es la novela que se acabó y cuál es la novela que viene en camino? ¿O que intuyes tú que viene en camino?
Eh… Mira una novela en donde lo único que —en donde solo— que solo se sostiene por el argumento, por un argumento y por la forma lineal de contar un argumento, o no lineal; simplemente un argumento que se sostiene en una forma más o menos archiconocida. Pero no archiconocida en este siglo, sino en el XIX. Esa novela se acabó, se va a seguir haciendo ese tipo de novelas y se va a seguir haciendo durante muchísimos años. Pero esa novela ya está acabada, y no está acabada ahora porque yo lo diga, está acabada desde hace muchísimos años. Después de Sobre héroes y tumbas no se puede escribir en español una novela así. Después de La invención de Morel, no se puede escribir una novela así, en donde lo —único— que aguanta la novela es el argumento. En donde no hay estructura, en donde no hay juego, en donde no hay cruce de voces.
¿Cuál es la novela que viene? ¿Es una novela polifónica? ¿Es una novela como Los detectives salvajes; una novela de cruce de voces?
Yo creo que —en lo que a mí respecta— la novela que viene tiene que ser una novela que no repita a los autores del Boom y que no tienda hacia lo fácil. Una novela que no sea — ¿cómo se llama esto que los políticos decían? — un petitorio mínimo. Lo mínimo que se le puede exigir es eso.
¿Un pliego de peticiones?
No, no era eso, tenían otra forma de llamarlo. Cuando había una huelga y ponían lo mínimo y luego lo máximo. Y lo máximo no se lo daban nunca. Y lo mínimo tampoco. Yo creo —por ejemplo— que… para no hacer teoría, yo te doy ejemplos: la novela de Juan Villoro, la literatura de Juan Villoro, yo creo que es una literatura que está abriendo el camino de la nueva novela de la lengua española del milenio, del próximo siglo. La narrativa de Rodrigo Rey Rosa —el escritor guatemalteco— es algo que no se parece a nada.
Háblanos un poco —brevemente— de ellos, para quienes no los hemos leído o no los conocemos lo suficiente, acércanos un poco a ellos.
En principio, no repetir todos los pasos circulares que dieron los del boom y sobre todo todos los que vinieron después del Boom. Cuando te nombró a Rey Rosa y a Villoro, también estoy pensando en César Aira, el argentino. Y estoy pensando también en Javier Marías. Y claro, la literatura de Javier Marías no se parece a la de César Aira, que a su vez no se parece en nada a la de Rey Rosa. Yo prefiero salirme por la tangente y recomendar la lectura de esos libros. Que lean a Javier Marías, que lean a Enrique Vila-Matas, que lean a Rodrigo Rey Rosa, a Juan Villoro. Que lean a algunos nuevos de la década de los sesentas, pocos, pero algunos están saliendo buenos. Y…
[Interrumpe]… y que lean a Bolaño también.
En último lugar…
¿Qué es lo que hay en esos cuentos que parecen historias que alguien cuenta en un bar? A mí me da la sensación, son como cuentos que uno escuchó en una conversación y que pueden quedar no cerrados, que dejan siempre un…
Yo difiero, yo no creo que mis cuentos… Qué más quisiera yo, que fueran cuentos que uno pueda escuchar en un bar. Pero, por ejemplo, pienso en «Vida de Anne Moore». «Vida de Anne Moore» es un cuento de treinta páginas, pero en realidad es una novela río, una novela río de novecientas páginas o de ochocientas. Ahí está la estructura de «Vida de Anne Moore». Pienso en «Sensini». Y «Sensini» más que un cuento —propiamente un cuento— es una instalación. Es decir «Sensini» si no gana —el cuento «Sensini»— si no gana el premio que ganó, era impublicable. La apuesta literaria de «Sensini» no se cumplía al cien por ciento en la escritura de la obra, la apuesta literaria se cumplía ganando el premio, que era darle la vuelta total a lo que en la obra se estaba contando. Pero ganar un premio real. Esto lo dejo entrever de una forma muy leve, en el final del cuento, en donde pongo que el cuento ha ganado un premio en tal lugar. Es totalmente real. Hay otros cuentos en donde…
[Interrumpe] ¿Es como un intento de sacar el cuento de la ficción y hacer inmediatamente un paso, un puente directo con la vida, por decirlo en forma bien amplia?
No, es un intento de jugar, de darle a una sola cosa, que aparentemente tiene un solo significado; darle muchos significados. Esto quien mejor lo ha hecho, en los últimos cincuenta años es Georges Perec. Perec es un escritor —para mí— Perec sale de los libros y pone el juego fuera de sus libros. Los libros son como la batería desde donde sale el juego. La novela de Perec en donde falta la letra «e». ¿Es la «e» verdad?
Sí.
En español es la letra «a».
Es la «a», claro.
Es entrar en… es un juego que igual no tiene la más mínima importancia. En principio se intenta que un lector común y corriente lea el texto y le guste, y se entretenga. Pero —claro— un texto que lo leas y te entretengas nada más, que esa sea la finalidad del texto, tiene una vida cortísima. Los textos tienen que tener espejos donde ellos se miren a sí mismos. En donde el texto se mire a sí mismo y vea también que hay detrás suyo. En fin, es un juego —ahora que hablo de él— igual me parece tonto, igual es un juego ocioso y sin sentido. Pero toda la literatura —en ocasiones— parece no tener sentido, también.
Ese cuento es emblemático, de todo lo que hemos conversado —bueno, para el que no lo ha leído— porque es la historia de un escritor joven que le escribe a otro escritor que es experto en participar en concursos; concursos de ayuntamientos y que se yo: típicos concursos que hay en España y en Europa más que aquí —por lo demás—. ¿Ese escritor quién es? ¿Tiene alguna referencia directa?
Es Antonio Di Benedetto. Que es uno de los grandes escritores argentinos y uno de los grandes latinoamericanos. Y Di Benedetto hizo eso en España, porque no tenía dinero. Y mandaba, además, el mismo cuento.
¿Y ganó algunos concursos —dos o tres concursos— con cuentos con distintos títulos?
Supongo. Yo participé en un concurso hace muchísimos años, aunque no el ganador, la primera mención era de Antonio Di Benedetto. Y a mí eso me dejó tocadísimo: ¿cómo es posible que Antonio Di Benedetto, un grandísimo escritor, traducido casi en todas las lenguas, esté tan mal como para mandar un premio a un concurso de provincia? Y el cuento surge de eso, de los motivos que podían impulsar a un crack de primera división a jugar en campos de tierra pelada de cuarta regional preferente.
Hay un personaje en tu novela, creo que eres tú mismo, por un acto sagrado de alguna manera para un escritor. Hablemos de ese acto sagrado de robar libros en librerías.
Para mí, más que un acto sagrado era una necesidad. Yo soy muy tímido y en aquella época era aún más tímido y yo veía como mis amigos robaban libros, y sus bibliotecas iban creciendo, menos la mía. Tuve dos o tres caídas y dejé de hacerlo, me ponía muy nervioso. Pero yo creo que es algo que todos los jóvenes hacen y me parece — además— buenísimo que hagan. Robar libros no es un delito.
Yo sé que los ejecutivos de la Cámara del Libro me van a odiar por esto que acabo de preguntar al interior de la feria, pero tenía que hacerte esa pregunta y quería contarte —no sé si tú conoces— la historia de un famoso, un gran ladrón de libros chileno. Que fue un cura…
¿Se los metía debajo de la sotana?
Que era profesor de literatura del Colegio San Agustín, se llamaba Alfonso Escudero. Un gran profesor de literatura —esto me lo contó Alfonso Calderón— y dentro de la sotana él había inventado un sistema, una especie como de anaqueles de libros, donde iba guardando libros que iba robando en las librerías. Nunca lo descubren, pero una sola vez lo descubrieron y se desmayó. ¿Son para ti los libros tan necesarios, como el pan, como el aire?
Sí, sí. Además, uno empieza comprando libros o robándolos, y termina leyéndolos. Pero en mi caso ya es una obsesión: compro libros y ni siquiera los leo. Los acaricio. Y tengo muchos libros y tengo algunos libros que no he leído y que no voy a leer jamás, pero los compro y de vez en cuando los ojeo. Y me gusta tenerlos cerca.
¿Fetichismo?
No, no es fetichismo. Bueno, sí, es una forma de fetichismo, es como coleccionar cromos. Yo cuando era niño coleccionaba cromos, no recuerdo cómo se le dice en Chile a los cromos. ¿Cómo? [Bolaño pregunta y responden voces en el público].
Láminas, son láminas.
Bueno, en los años sesenta —a principio de los años sesenta— se les llamaba de otra manera. Y para mí con los libros viene a ser casi lo mismo, es decir, la selección brasileña, las láminas de la selección brasileña pues me faltaban tres. Y con los libros es lo mismo: es decir, si me faltan dos Stendhal pues voy ya por ellos.
¿A como dé lugar?
A como dé lugar, hasta tener todo.
Hay un escritor americano que es Bukowski, que también amaba mucho los libros, dice incluso los libros lo salvaron en algún momento de convertirse en un criminal o de morir, y tiene un poema muy hermoso que se llama «El incendio de un sueño», que es cuando se quema la vieja Biblioteca Pública de Los Ángeles.
Lo conozco.
Y dice por ahí a propósito de los libros y de la biblioteca, que ese era su hogar ¿no?, y que, si no hubiese sido por eso, él se habría convertido en un asesino. De alguna manera en tus libros, los poetas y los escritores están cercanos, son detectives, pero también están involucrados en una fuga, al comienzo de la novela. ¿Cuál es la cercanía con el mundo del crimen, del hampa, de la literatura y los escritores?
A mí me parece muy atractiva esa idea de arte y crimen: el Marqués de Sade tiene páginas magistrales sobre el arte y el crimen. El crimen es un arte y, a veces, el arte es un crimen. Y yo creo que es solo eso, no es más que eso.
Gonzalo Rojas dice, a propósito de los robos, pero está vez robos literarios, de libros como objetos. Dice: «no le copien al copión maravilloso de Ezra». Me gustaría que me develaras un poquito, me contaras algunas de tus copias literarias. O tus robos, tus hurtos secretos.
Al copión maravilloso de Ezra —bueno— primero yo no creo que Ezra Pound fuera un copión y en ocasiones tampoco creo que fuera maravilloso. Y la literatura, el flujo clásico de la literatura acepta, también está hecho de plagios consecutivos. Es decir, todos estamos escribiendo el mismo libro, al final de cuentas. Y ese mismo libro, al final de cuentas, es nada con mayúsculas, eso sí. O tal vez con minúsculas. Entonces, es lo de menos. A mí lo que me enferma un poco son los malos copiones, los que simplemente plagian. Pero no, no, el maravilloso copión de Ezra Pound nos ha enseñado a todos lo que es la poesía. Además, yo creo que quien ha leído mejor a Whitman es Ezra Pound, el mejor. Hay quien dice que es Wallace Stevens y yo creo que eso es imposible, sin sentido.
Y uno de los que hizo el puente además con el mundo oriental, con la poesía japonesa.
Con todo, con todo. Es que Ezra Pound no es un escritor, es una literatura, Ezra Pound es un gigante.
Cuando uno lee tus libros queda impresionado de tus lecturas y de tu velocidad literaria; y de tu capacidad de relacionar textos y de hablar de la literatura y de pasearte como se pasea Borges por la biblioteca universal, con una libertad, con una soltura, como en casa.
Qué más quisiera yo, en realidad tengo un diccionario de literatura buenísimo y todo sale de ahí. Qué más quisiera yo, eso lo dijo Machado: «Qué más quisiera yo».
Vamos a hacer un juego con la poesía, un juego al azar, para entrar en otro tema. Tengo aquí libros de poemas —supuse que te gustaba— traje libros bastante diversos. Traje, por ejemplo, a Rosamel Del Valle…
¡Y pero me has traído una joya!
¿Sí? Traje a Horacio —no sé porque—, a René Char, porque por ahí aparece en tus libros, traje a Enrique Lihn. Traje, dentro de la poesía en movimiento de México, entre ellos a Efraín Huerta: el poeta mexicano. ¿Tú conociste a Efraín Huerta?
Fui amigo de Efraín Huerta. Tuve la suerte de ser su amigo.
Y además fuiste… le quitaste a la hija, parece ¿no? [pregunta riendo].
No, tuve lo que en Chile se llamaba un atraque con su hija [Risas en la audiencia].
¿No secuestraste a su hija?
No, no, no, no, no… Efraín tenía una hija hermosísima y que debe ser ahora una mujer hermosísima. Y ella me atracó a mí… [Nuevamente hay risas en la audiencia] y yo me sentí tan avergonzado. Sobre todo, porque yo tenía una novia y cuando ella me atracó mi novia me había dejado, pero después del atraque milagrosamente mi novia volvió. Y durante un tiempo estuve sin ver a Efraín. Pero no, no, yo a Efraín lo quiero muchísimo y es un poeta enorme. Aunque con él tenía graves diferencias políticas.
¿Diferencias políticas?
Diferencias políticas, sí.
Tiene un verso… que siempre me encantó de él —que es una comparación— se llama «La muchacha ebria», el cual pudo haber sido también la muchacha que tú atracaste.
No, no, no… Thelma Huerta era un ángel.
Dice: «su pecho suave como una mejilla con fiebre», cuando habla de esta muchacha ebria. Voy a dejar estos libros, entonces tú vas a escoger un libro y vamos a entregarnos al azar de la poesía. Abre uno y lo vamos a abrir en cualquier parte; cualquiera de estos.
Bueno, abro uno…
Te traje una joya.
No, la joya es este de Rosamel…
Mira esta, La antología de la poesía chilena nueva del año ’38. Esa es otra joya.
¡Qué maravilla! ¡Qué envidia, qué envidia! ¡Este me falta! ¡Este me falta!
¡No me lo vayas a robar!
Este es de Octavio Paz, evidentemente…
Sin mirar, tiene que ser azaroso.
No, no. Octavio Paz: «Madura, viento entero» … Sí, además dedicado a María José…
¿Te gusta Octavio Paz? Da la impresión que lo detestas profundamente, leyendo Los detectives salvajes. Le das unos palos tremendos.
Nosotros detestábamos a Octavio Paz, pero Octavio Paz es un gran poeta ¡pero un gran poeta! Y es uno de los ensayistas más lúcidos de nuestra lengua.
¿Cómo reconoces tú un gran poeta? Porque hay algunos que dicen que Octavio Paz no es un gran poeta, sino —más bien— un gran ensayista; un hombre de ideas más que…
Es que Octavio Paz es un poeta que escribió mucha poesía y la poesía de su edad adulta —o de su edad provecta— es en ocasiones hasta infame. Pero Octavio Paz tiene grandes poemas —¡pero grandes!— grandes poemas. Es uno de los primeros poetas en abrirse al erotismo, por ejemplo. Al erotismo más descarnado. Y, además, es un hombre muy valiente.
¿Para ser poeta hay que ser valiente?
No, hay grandes poetas cobardes, pero para ser poeta hay que tener la valentía de mirarse en un espejo negro —vamos a suponer— y saber si uno es cobarde o valiente. Hay grandes poetas de una cobardía legendaria; como Snorri Sturluson, del que Borges habla mucho.
¿Cómo reconoces tú a un poeta, lo hueles como se huelen los lobos entre sí?
¡Ah, qué más quisiera yo! Pero… no lo sé. A veces uno lee, además, a poetas que te parecen muy malos o te parecen muy buenos; y el cabo del tiempo tienes una opinión totalmente diferente. Envejecen dentro de ti. O a una quinta —sexta— lectura y al cabo de los años esa poesía ha cambiado.
¿Y hay poesía que envejece mejor, tal vez?
Hay poesía que no envejece. Hay poesía que se conserva viva y bailable al cien por ciento.
Juguemos un poco, ya que te gusta jugar, y eso lo estás haciendo en tu narrativa. A ver, escoge así al azar, vamos. Como el oráculo, ¿Esto es de De Rokha? Curiosamente un poeta que…
Es el único poeta chileno que escribe unos versos tan largos que parece prosa.
«El canto, como el sueño, ha de estar cruzado de larvas». ¿Te dice algo eso?
Claro, esa es una imagen muy fuerte. De Rokha es un poeta esponja, que chupa de todos lados. Y, además, es el gran rabelesiano que hay en el cono sur de América. Es un hijo de Rebeláis. En ocasiones a mí De Rokha me cae pesado, por su rabelesianismo, porque si yo quiero leer a Rebeláis, generalmente lo que hago es leer a Rebeláis; no a De Rokha. Pero en De Rokha veo a un gran poeta y sobre todo veo a un hombre muy valiente. Pero muy valiente, con unas debilidades bestiales, pero bestiales.
¿Quién no las tiene?
En aquella época era una epidemia, yo diría que más que en esta. De Rokha creo que tenía un canto a Stalin.
Neruda también.
Neruda mucho más aun, Neruda es un… Se podría hacer una Antología Infame de Neruda.
¿Tú crees que hay una ética en el escritor y en la escritura?
Yo creo que hay una ética en todo ser vivo. Una ética rarísima. Eso también lo dijo Borges: hasta las hormigas; hasta en las hormigas hay una ética.
Ahora, el hecho de ser escritor o ser artista, no implica de alguna manera, ser tremendamente egoísta. ¿Cómo haces tú esa ecuación? Es una pregunta que se hace mucha gente.
Que un egoísta sea un artista, incluso un gran artista, no hay ningún problema. Pero para ser un gran artista no es necesario ser egoísta.
¿Se puede tener un ancla, un pie a tierra, un cable a tierra, en la vida real; con mujer, con hijos? Porque no es práctico. ¿Y escribir y poder realmente construir un mundo y una obra?
Sin duda —mira— los grandes escritores —los grandes de verdad, los que marcan el canon de nuestra literatura— generalmente fueron hombres buenos; hombres o mujeres buenos. Esto suena tremendamente cristiano o escolástico incluso, pero yo creo que es así. Whitman fue un hombre bueno. Los discípulos de Whitman —algunos de ellos bastante buenos poetas— no fueron hombres buenos. Pero el centro de esa poesía es Whitman. Kafka es un hombre bueno.
Curiosamente ha habido escritores que siendo buenos escritores —muy buenos escritores— en su dimensión ética concreta —política— muchas veces han cometido grandes aberraciones. O han sido cómplices de silencios, de masacres, de crímenes. O han apoyado o difundido eso. ¿Cómo se da esa contradicción?
Yo creo que es la miseria de la persona, simplemente…
Por último, Roberto, —me gustaría— si pudieras escoger un fragmento —así como cuando a un poeta en este programa yo le hago leer un poema, porque no a un narrador leer un fragmento— un pequeño fragmento escogido por ti, donde esté tu respiración como escritor, de alguno de tus libros.
Me muero de vergüenza. Si me haces leer en público me muero de vergüenza.
¿Es un horror, es un sufrimiento?
Estoy agonizando de vergüenza, pero si leo algo me moriré.
¿Prefieres no leerlo?
Yo creo además… Pacheco, José Emilio Pacheco que es un muy buen poeta mexicano, él dice y yo estoy totalmente de acuerdo con él: que la escritura es un acto individual y generalmente silencioso.
Eso le dice un personaje en tu novela a una mujer que le pide que le lea un poema.
No recuerdo. Es que una de las cosas que procuro olvidar rápidamente es las tramas de lo que he escrito. Es que, si estuviera pensando constantemente en mis libros, me volvería loco, porque sé que están llenos de errores. Y tendría que estar corrigiéndolos y dándole vueltas al asunto. Y cuando termino de escribir un libro, en el momento en que entrego la última calerada, la última prueba de impresión: adiós, se acabó.
¿Como una muerte, un duelo?
No, no como una muerte. Más bien es como sobrevivir: y a otra cosa, y a trabajar en otra cosa.
Roberto, yo te agradezco mucho, haberte acompañado en esta conversación, en «La belleza de pensar» aquí en la Feria del Libro. Y bienvenido a este extraño y bello país.
Muchas gracias.
***
Transcripción de René Rojas
Tomado de: Archivo Bolaño.
Ver también: «Roberto Bolaño: «el oficio de escribir está poblado de canallas» (I)».
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