El título de este texto es, con toda intención, engañoso. No hay modo de separar, en la poesía de Roberto Fernández Reamar, los asuntos más íntimos, más del alma, de su devoción y entrega al sistema de ideas justicieras que caracterizan a la revolución cubana.
Testigo de excepción y participante en las luchas y trabajos por las reivindicaciones sociales y la soberanía en nuestro país, en este poeta no se da la pureza lírica sin presencia de lo épico. Ello se hizo evidente desde que, apenas con 20 años, en 1950, dedicó su primer cuaderno, Elegía como un himno, a Rubén Martínez Villena.
En dicho volumen da testimonio de que su norma enunciativa y sus preocupaciones estéticas, entonces aún marcadas por un afán de perfección clásica, iba a estar recorrida con toda intensidad, como estuvo hasta el final, por las experiencias que describirían su militancia a favor de las causas de los humildes. Hombre de copiosas y fértiles lecturas, nunca ocultó su devoción por Villena y Martí, poetas también, que prefiguraron, con toda seguridad, el modelo de intelectual revolucionario que siempre inspiró al que fuera el joven estudiante del barrio habanero de La Víbora, nacido en 1930 y fallecido recientemente.
Retamar, o Roberto, como le decíamos los cubanos –de uno u otro modo, indistintamente, según el grado de cercanía– hizo de la lírica su épica porque la integró a su capacidad de estremecimiento lúcido hasta lograr el que considero un discurso único en las letras cubanas de su generación.
Pero pese a lo falaz de cualquier afán de encasillamiento, si atendemos a que esa energía revolucionaria robó protagonismo a su imagen pública de manera que la cuerda íntima de su creación algunos la reciben más bien como trasfondo, intento ahora destacar la perfecta aleación de lo efusivo con lo reflexivo que se da en todo su quehacer. Poco importa que la lectura final, más que política –aunque política sea– constituya una especie de guía terapéutica (perdonen que mute de disciplina) para la elaboración de un humanismo socialista poscolonial.
Aquel que expone su costado doloroso y sufriente, también se nos presenta regocijado o festivo por las consagraciones excepcionales que alcanzó a vivir. En ese recorrido identifico una audaz carta de navegación para concretar las esencias humanistas que tanto nos escamotean quienes desean perpetuar, con la injerencia y la monopolización del menú humanistoide, la infamia.
Para organizar estas reflexiones leí, de izquierda a derecha, en perfecto orden cronológico, el volumen Poesía nuevamente reunida, publicado en 2009, y para mi sorpresa, con esas páginas, involucrado en el algoritmo narrativo que las sustenta, tuve el mejor y más conmovedor autorretrato de nuestro Roberto. Aprendí, ¡a estas alturas! una nueva lección: solo leyendo a un poeta en su totalidad se puede apreciar con la coherencia requerida la extraña fusión hombre-poeta en su vínculo con la historia y los toma y daca de la cotidianeidad.
A Roberto ya lo había leído completamente, solo que por partes, libro a libro, en los momentos de sus publicaciones respectivas. A su hora me conmovieron. Pero esta lectura fue como volverlo a conocer, como si me lo presentaran recién nacido y comenzara a narrarme un cuento, que puede ser novela también, donde el protagonista es un quijote, pero también un personaje que se autominimiza y se empeña en destacar su condición de hombre común que, como pedía Eliseo de Diego, tuvo «el don de atender».
A quien desee vivir la misma aventura nutriente, le recomiendo consuma esta poesía de un tirón. Tan claro es el hilo narrativo que discurre de manera subliminal que, más que una agrupación de poemas, quedamos con la sensación de haber consumido una autobiografía, o, como también deseaba el poeta Rafael Alcides, un libro que parece un hombre.
El principal tema de la poesía de Retamar es el comportamiento del hombre de principios y formación humanista en el contexto de una revolución que se propuso remover hasta sus más profundos cimientos la estructura de un país poscolonial en pos de transformarlo en una nación moderna y culta. Los que comúnmente llamamos temas, devenidos tópicos, o atmósferas, o anécdotas, discurren por ese eje temático con absoluta naturalidad. Poemas de amor y desamor, de homenajes a familiares, amigos y colegas, de angustia filosófica, de preocupaciones ontológicas, de la trágica certidumbre de la muerte, de puro paisajismo panteísta, de crónica urbana, de arranque solidario ante la miseria humana, de evocación de la infancia, de fulgor elegiaco, de sobrecogimiento ante la obra de arte, de exaltación del oficio, de discreto guiño humorístico y de diseño del país ideal imaginado podemos hallarlos, con toda su excelencia expresiva, en los catorce libros, más otros poemas, que abarca este volumen. Bien lo aclara en la breve introducción: «Creo en la poesía de riesgo y verdad, que surge necesaria de una situación concreta, no en los moldes ni en las fórmulas. Creo en la vertiginosa complejidad del ser humano, de la vida. Por ello una poesía puede, y acaso debe, ser política e íntima, esperanzada y amarga, humorística y dolorosa».
El recorrido estilístico, desde la cercanía con el decir de la llamada generación del medio siglo español que podemos entrever en sus primeros libros, osmótica con sus contemporáneos Ángel González, José Agustín Goytisolo, Gabriel Celaya o Jaime Gil de Biedma entre otros, lo hallamos en sus primeros poemas, de 1948-1949, pero también en alguna medida en Patrias (1949-1951), y también en Alabanzas, conversaciones (1951-1955). Son proyectos centrados en las experiencias cotidianas.
Siempre el entorno, el tema cercano, marcaron definitivamente sus trabajos. En ellos se asume la poesía desde la pureza expresiva que priorizaba el valor de la construcción tropológica por sobre otras ganancias, también visibles. Veamos si no el texto “Le digo a mi corazón”, (p. 13), de sus primeros poemas, o “Ante un flamboyán, árbol del fuego” (p. 44), de Patrias (1949-1951) y contrastemos su excelencia formal con el cierto abandono prosaísta, pero nunca denotativo, de “El otro” (p. 130), escrito el mismo 1º de enero de 1959, donde lo importante es, además de dejar su canto al triunfo revolucionario, autocuestionarse por su no participación en la lucha armada. El hombre de 29 años, ya no es el joven de 18 o 21. Los años de ese tránsito marcaron con fuego el devenir del país.
Leyendo los poemas de Fernández Retamar, incluso los de libros posteriores a 1958, siento también un anticipo de lo que en los años 80, en España, se conoció como «nueva sentimentalidad». Ese rasgo se acentuó en la creación de las décadas siguientes, solo que en aleación con fenómenos como la antipoesía, y la poesía coloquial más que todo. Ninguna nueva ganancia se concreta, en el caso de este creador, con abandono de lo antes consolidado.
Sobre la estética de la «Nueva sentimentalidad» uno de sus teóricos, Luis García Montero, expresó:
(…) la poesía es confesión directa de los agobiados sentimientos, expresión literal de las esencias más ocultas del sujeto. Por ello todas sus afirmaciones se hacen rápidamente generales y se citan con la seguridad del que se sabe en un género donde no es posible la mentira. Así, respetando la mitología tradicional del género (lo poético como el lenguaje de la sinceridad), surgieron dos caminos aparentemente muy diferenciados, pero que son en realidad las dos cabezas de un mismo dragón: la intimidad y la experiencia, la estilización de la vida o la cotidianización de la poesía.
Con todo mi respeto por lo que esos poetas aún hacen, insisto en que tales principios se apreciaban ya en la poesía de Roberto Fernández Rretamar, sobre todo a partir de Aquellas poesías (escrito entre 1955-1958) y de sus libros posteriores: Sí a la Revolución (1958-1962), Buena suerte viviendo (1962-1965), Que veremos arder (1966-1969), Cuaderno paralelo (1970), Circunstancia de poesía (1971-1974), Juana y otros poemas personales (1975-1979), Hacia la nueva (1980-1989) y Aquí (1990-1999).
Pero si bien esos paralelismos resultan auténticos, la más cercana tradición en la que se inscribe nuestro poeta es la hispanoamericana. Su declarada devoción por nuestras letras, demostrada con el amplísimo y plural catálogo de la Casa de las Américas, institución que dirigió durante un largo tiempo, lo demuestra.
Es ampliamente conocido el impacto que produjo en este continente la aparición en 1954 de Poemas y antipoemas, de Nicanor Parra, y La hora cero, en 1956, de Ernesto Cardenal. La poesía de estas tierras no fue la misma desde entonces, sin embargo, Retamar nunca reconoció al chileno como una de sus influencias, y aunque siempre admiró al nicaragüense, al parecer se sintió más deudor del cubano José Zacarías Tallet, quien en 1951 había publicado La semilla estéril, con versos que llevaron al crítico Helio Orovio a considerarlo, en 1966, de la siguiente forma: «Su estilo pudiera motivar el título de precursor en Cuba de la antipoesía. No pretenderá nadie diplomarlo antipoeta oficial ni mucho menos, pero sí anunciador del modo que hoy, treinta años más tarde, penetra la poética americana con Nicanor Parra de francotirador».
Y para demostrarlo ejemplifica con estos versos: «Hay poesía en una bicicleta / y en la barriga de un burgués…/ hay poesía en la rumba de un esqueleto / y hay poesía en las gallinas cluecas / y en las blasfemias de un carretonero. / ¡Mas la cuestión es dar con ella!».
A Tallet, poeta de la generación de Rubén Martínez Villena, le dedicó Roberto el texto “Usted tenía razón, Tallet: somos hombres de transición”, de su libro Buena suerte viviendo (1962-1965).
Lo conversacional, como ya he dicho, rasgo distintivo de sus coetáneos y de la promoción inmediata posterior de la poesía cubana, fue una intención que con el paso de los libros se acentuó en la poesía de Retamar, solo que en su caso las ganancias tropológicas de sus ejercicios anteriores colorearon, por decirlo de alguna forma, su quehacer.
Algunos de los ejemplos más notables de esa poesía nos entrega a un poeta inmerso, de lleno, en los temas existenciales. De entre los muchos ejemplos que podría citar, escojo para finalizar mis razonamientos, la elegía que le dedicó a Luis Rogelio Nogueras, titulada “Nosotros, los sobrevivientes”. Pero empiezo aclarando que no tiene nada que ver con su poema de 1959 cuyo primer verso coincide con ese título. Alguna vez Roberto nos contó que nunca se sintió profesor de personas como Nogueras, a su juicio tan poeta y conocedor como él.
“Nosotros, los sobrevivientes”
Que antes fue el título de una buena novela tuya,
Y antes aún un verso mío que tú generosamente propagaste,
Ahora es de nuevo una lacerante perplejidad
ante tu nueva broma, tu desaparición
que nos priva del elfo de pelo rojo de nuestra letras,
del Cabeza de zanahoria real, no el de Jules Renard
(¡Cómo te gustaban las citas verdaderas, y todavía más las apócrifas,
Quizás anticipando sin saberlo este momento
En que no estamos seguros de si tu muerte es verdadera o apócrifa!).
Se te veía caminar ligero, ocultando una cerbatana traviesa
Cuyos dardos no nos dejaban dormir ni despertar en paz.
Ya nos habías matado varias veces,
Y cada uno de nosotros conserva, con risa o perdonada molestia
El epitafio que nos tenías destinado.
El mío siempre me dio alegría, y no resisto la tentación de evocarlo:
«Caminante: aquí yace Roberto
(Por supuesto, Fernández Retamar).
Caminante: ¿por qué temes pasar?
¡Te juro por mi madre que está muerto!»
Esperaba que ese epitafio, escrito en el fondo de una caja de tabacos, lo echaran
En la bahía de La Habana, con mis cenizas dentro.
Pero el caso es que tú no asistirás a esa grotesca ceremonia,
La cual seguramente te hubiera provocado alguna nueva cuchufleta.
Te dije, cuando tu muerte parecía inconcebible, aunque estabas enfermo
Que un día comprendí, pensando en tus primeros y ya felices poemas
(Algunos de los cuales tuve la dicha de publicar en Casa),
En escuelas militares y cortes de caña compartidos, en publicaciones y abrazos y viajes y discusiones y cartas y llamadas,
Cómo formabas parte de mi vida, gnomo, flautista,
Y ahora resulta que en pleno florecimiento (los griegos le llamaban acmé: buena cita, ¿eh?) te vas,
Y nos sorprendes, y nos estropeas la partida, y nos llenas de lágrimas
Después de habernos llenado de carcajadas y esperanzas y cumplimientos.
¿Verdad que vas a regresar? ¿No deben servir para eso las quince mil vidas del caminante?
Solo te pedimos una más, y que la uses hasta el final,
Y pueda volver a decir: «Nogueras, Luis Rogelio», y en el fondo del aula
Se oiga otra vez una delicada sonrisa, y luego un silencio punzó, y luego: «Presente».
Tras el fallecimiento de nuestro amigo Roberto Fernández Retamar sus cenizas fueron dispersadas en la bahía de La Habana, tal como ¿solicitó? en su elegía a Wichy Nogueras.
(Santa Clara, 28 de septiembre de 2019)
Foto tomada de Radio Mayabeque
Visitas: 206
Deja un comentario