La vida literaria impone un laberinto para el cual no solo hay que jugarse la suerte con el hilo de Ariadna, dígase en el caso, «Hilo de manantial/ por donde juntas navegan/ la leyenda y la esperanza//». Además, se precisa lidiar con lo cambiante del cielo bajo cuyas ambientaciones se urden tres componentes: la naturaleza del corpus creado por el autor, su huella en lo blanco, desde la necesidad de expresarse, y la manera en que se aferra a buscar la armonía entre su concepción del mundo real y la de una entidad configurada para proyectarlo hacia el otro en la palabra o cualquiera de las formas infinitas de la poesía. Median también lo humano y lo divino, «el vago azar o las precisas leyes», y cierta violencia que pretende roer los designios. Además, duro es, pero hay que admitirlo, canonizar o disminuir, según el antojo de los concilios, ha sido muchas veces el recurso para de las representaciones tejidas en el imaginario social.
Para proveer de significado y justificar tales afirmaciones, la memoria literaria guarda como testimonio el ciclo de vida de numerosos escritores, uno de ellos es el poeta Roberto Manzano (Ciego de Ávila, 20 de septiembre de 1949). Cuando se publica la antología Usted es la culpable (Víctor Rodríguez Núñez, Editora Abril 1985), se reúne un importante grupo de poetas, algunos poco conocidos y otros aún menos. Era un momento en que comenzaron a abrir ciertos caminos y, para el bien, entre aquel grupo numeroso había voces que se sobreponían; comenzaron a visibilizarse nombres que luego aportarían con mucho a la literatura cubana, entre ellos el de Roberto Manzano, que en apenas unas cuartillas se erigía silencioso, con su ardua manía de no renunciar.
Aun así, no fue hasta dar a conocer Tablilla de barro (Premio Pinos Nuevos, Editorial Letras Cubanas 1996) que al fin hubo consenso de lo que era evidente, las dimensiones de su discurso tienen el perfil de lo definitivo. El poeta ha levantado tres armas, la coherencia, la fidelidad a una lengua que se erige desde lo telúrico y no solo pretende expresar, sino construir y, finalmente la de más valor, la que es capaz de contestar dudas extendidas en el tiempo. Si ahora mismo William Shakespeare repitiera su cuestión en voz del príncipe, Manzano apelaría a Píndaro de Tebas: «Sé el que eres».
Si se quiere un paradigma del místico, aquel en cuya praxis se acumulan los hábitos sagrados, la escritura y el ascetismo, podría tomarse la vida y obra del autor de Canto a la sabana. Su curso ha de definirse con un símil de Borges, «como agua en el agua», vida y verbo; su entrada en la poesía cubana fue primero en los intensos espacios de los Talleres Literarios de los años 70, entonces el sabor humano de la naturaleza regresaba a la palabra. Cuando las fuerzas de la tierra y su espesura, su ritmo, el trino arduo y convenido, se levantaron en la voz ancestral con que se manifestaba —acaso música en que la lengua se articula con el todo y asciende—, provocó reacciones encontradas; de un lado la negación, las lecturas maniqueas, las insanas etiquetas lapidarias; del otro la epifanía, el fulgor, la certeza de verse ante unas fuerzas que abarcaban nuevas regiones, porque eran evocadoras de la dimensión de aquella línea de José Martí en su prólogo a los Versos libres, «amo las sonoridades difíciles y la sinceridad, aunque pueda parecer brutal».
El ancho cauce de la poesía en Cuba fluye en un campo donde la expresión contiene y exalta altos valores éticos y estéticos, esa es una verdad de Perogrullo; pero no se debe soslayar y Roberto Manzano lo sabe, por esa razón trata con el oficio a partir de universos espirituales extendidos y busca en los campos inexplorados, sin límites para establecer un diálogo que lo convierte en un ser de la naturaleza, sin otro ordenamiento que reconocerse en el flujo de la sinfonía de un dios mínimo, un dios que se regenera en la palabra y deja su todo en el flujo de las corrientes en las que no participan ni la ortodoxia ni la violencia de la sociedad, sin antes ser definidas y puestas en la sombra pertinente.
Tres libros de Roberto Manzano bastarían para colocarlo en la más exquisita selección antológica de la poesía cubana, los ya dichos Canto a la sabana (1975) y Tablillas de barro (1996), a los que se suma Synergos (Premio Nicolás Guillén 2004, Editorial Letras Cubanas 2005). El sujeto único y diverso se asombra ante la belleza de ese espectáculo y le ofrenda su tristísima trova, con ella se incorpora como un árbol, símil que en el caso puede ser dicho con la mayor propiedad. Ese devenir como el viento, provocar que los motivos recuperen su estima y salgan desde el fondo de la gruta en la que estaban, con esa gravedad fértil de lo telúrico, he ahí ganancias perceptibles. Pero no solo esos tres textos dan fe de su capacidad para lograr transformar el universo a través de la lengua. Toda su obra es un ejercicio de sabiduría y de elevación de la condición humana a la fonda de las líneas. El verso de Roberto Manzano es dúctil, carga la plenitud de aquello que es inmenso y posee el acabado del que domina los entresijos de las formas métricas de la lengua y sabe darle una sintaxis nueva y por eso mismo justa, ni demasiado lejos de la tradición ni demasiado cerca de lo arbitrario, sino con la pericia suficiente para unir la fisonomía al lenguaje que le es propicio. Breves y extendidos, los surcos siempre encuentran asiento preclaro en la página, vibran a través de la perforación hacia el interior de la piedra y en su búsqueda clavan los ojos en lo húmedo, lo que es sustancia y color, unos acomodados con otros, para dejarnos disfrutar bajo el verdadero fulgor, «el fulgor terrestre de la aurora».
Recorro la piel y el paisaje de los míos y los míos se presencian en la corteza. Desde las raíces viene la púrpura de la rosa. Desde la tierra fresca de diciembre suben los deliciosos cristales de la caña. Las palmas cantan con el viento en que habla el espartillo y en que se rizan las espumas. Todo se tiende los brazos por debajo, todo se saluda por encima. El aire es uno y una nuestra vida.
Estas enunciaciones, sopesadas en los vitrales próvidos del tiempo, bastarían. En esos motivos y en la espiral en la que vienen a través del cauce en el que Juan bautizaba a quienes iban a buscar su misterio, como una línea equiparada con los días semejantes, alineada en los siglos de la palabra y presta a rajar en dos la tierra de la que vienen los frutos y el aliento, los aciertos del poeta se tejen como un paisaje que reúne los cuatro tiempos, los cuatro puntos cardinales. Él mismo lo repetiría luego en otro mosaico espléndido, pletórico en sus imágenes, pactado en el tono que se levanta como el hombre que en la mañana escucha la naturaleza y va a poner en ella el otro movimiento que a ella le pertenece.
Yo junto con las manos, con los ojos, con las sienes: siempre estoy sediento de seres y de cosas, hambriento de verdad y hermosura; admiro los enlaces, las pitas invisibles, los eslabones finos, los engranajes más profundos, las hiladuras más aéreas; todos los seres y cosas se me asocian en imágenes análogas como de padre a hijo, como de sobrino a concuñado;
Aquel Roberto Manzano de Canto a la sabana, no necesitaba más si se hubiese acomodado el ojo a la diana de esos días; pero entonces fue apenas conocido en sus limitados predios. Más está ya en su lugar, es un poeta mayor, una voz que cierra sus propias entrañas y en ese devenir coloca una fronda en la cabeza de su alter ego, para dejarnos esa fuerza del que carga sus combates en el silencio de los días y las noches, el que entra en el laberinto de la verdad, el de la página. Su impronta ha logrado desdibujar los estigmas; porque, poeta a fin, ha sabido qué hacer mientras tanto, su ejercicio cotidiano, su dejarse ir en un lenguaje frondoso, le ha servido con mucho para incorporarse a lo más lúcido de la tradición poética cubana. Él se ha encargado de poner un universo pleno bajo todos los crepúsculos.
Roberto Manzano es un místico, una voz que ha cruzado el tiempo de otros y puesto en ellos el propio, como la inolvidable «mañanita de otoño en que le salió un retoño a la pobra rama trunca», ahí está un conjunto poético que se aprecia por la densidad simbólica que es tejido de lo que pisan nuestras plantas y abstracción de la plenitud, vórtice de un aluvión en el que se coloca cada juicio en el algoritmo de una entidad cuya voz va haciendo la naturaleza de un dios mínimo, el dios del esplendor que en el lenguaje se deja levantar y en la grieta busca su raíz.
Su obra poética y su otra manera de mostrar la poesía, sus vectores, sus juegos de tonos en la plaza de los oradores, todo se va echando a descansar en la orilla del recuerdo.
[…] el sinsonte canta. Pero ahora el sinsonte lanza su trino, monarca de cada vereda, señor de la tierra cultivada, y ve pasar en la tarde transparente las sudorosas camisas elementales de la victoria.
Para una evocación legítima es preciso evocar la poesía en el todo, en las páginas para otros, los ensayos, las meditaciones en los diálogos con otros, en ese día a día con la mirada puesta en esa flecha que se dispara como una oración que sabe dónde está su diana. Toda obra de valor es obra de la poesía, la de Roberto Manzano lo es. El conjunto de sus títulos dan fe de una fronda despaciosa, formada como la montaña desde donde mira el tomeguín y le canta. Un día leeremos esa obra completa y en ella se advertirá otro mundo, otra obra de ese pequeño dios que conversó con sus semejantes, con unas sandalias gastadas y unas palabras que saben caer en la hora como la gota sobre la hoja de la mañana.
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Fragmentos de su obra
Gusto de ver sobre la mesa ciertas frutas agrupadas como pétalos…
Gusto de ver sobre la mesa ciertas frutas agrupadas como pétalos, pues ellas saturan los ojos, ávidos del color diverso de la vida; pero me gusta más ver tu mirada de semilla, tus manos en mis manos, palpar con mis yemas el ritmo intermedio de tus senos; sentir el roce de la hermosa fruta de tu vientre, curvada y promisoria, ese geoide fascinante que ofrece tu cintura; tu vientre equidista de todo, distribuye arquitecturas deliciosas, centralidad del mundo, Macchu Pichu del cielo; desde tu vientre parten expediciones invisibles, los cordeles espumosos de la gracia, los fósforos fragantes del fervor; en tu vientre canta la espiral de tu ombligo, cenote de Liliput, moneda cóncava, ojo primario de la vida; tu vientre se clausura arriba, se ciñe contra tus vísceras hasta que es una faja y un gozne de movida elocuencia; la piel de tu vientre es como una pulida sortija, como una transparencia de caracol rosado, como un paladar celeste; hacia arriba tu vientre es solidario y se prolonga en dos colinas estrábicas hacia donde corre ansiosa la boca; hacia abajo tu vientre se abre desde el abejeo oscurecido del pubis en dos litorales donde demorar los labios; tu vientre es un blando cosechero, todo lo coordina y expande hacia la edificación soterrada del hijo; tu vientre zarandea al planeta, como un péndulo líquido, gira sobre los arranques rítmicos de la entrega; tu vientre crece hacia los costados con la misma voluntad de las guayabas, con la misma amplitud de los cometas; a tu vientre me echo, bajo tus manos de gladiolo, para oír como un indio qué bisontes de ternura trae el horizonte.
Ahora tengo unas ganas enormes de aullar
Ahora tengo unas ganas enormes de aullar, oh Munch, de dar un largo lamento sonoro como una estentórea muralla china; oh Munch, en el puente que junta los dos cadalsos me sostendría en la baranda gris para desbridar un gran aullido; espejo del arte, que guardas el instante raro como una duplicación absoluta, qué bien cromas lo incoloro; vertería un ronquido extenso, desenfadado de fauces, de modo que exhalara de un solo soplo todo el ácido del dolor; porque ahora exhumo un gran dolor que no es élego ni hímnico, ni flemático ni atlético, ni femenil ni varonil; es un dolor, Vallejo, sin sabor ni expediente, hincado como una mala vértebra en la sucesión congojosa del vivir; Munch, para un resonar así con los bronquios del alma hay que poner la baranda, el peso del alma sobre la baranda; luego que marbeteen, que ausculten, que desahucien como es usual cuando se ha cumplido la honradez del dolor; ahora daría un aullido de cíclope, de farallón rocoso, de cristal lanzado, de retina pisada, de viento en el desierto; y no es conmiseración ni perdón ni contribución ni ataque alguno lo que ahora pido, en vísperas de un gran aullido; sólo deseo deshabitarme el dolor, como un estertor que de pronto sale y se divide en dos rostros que se miran de frente; luego queda el cráter abierto y regresa el aire del silencio dentro de una inspiración tan larga como un tren; y va entrando, en anillos de tristeza y consuelo, un color de brasa nocturna como una pequeña fiesta íntima; y disolviéndose el contorno inmediato, ven los ojos aún rojos del resuello las nítidas palmeras de lo distante; y los grandes alciones cruzan mientras se levanta convaleciendo el sol sobre las pulidas aguas del océano.
Bajo la sombra del ilang-ilang
Bajo la sombra del ilang-ilang escribo con el sol majado en el mortero del follaje; allí sentado escribo, en medio del paisaje interior que los hombres en sus casas se dan; escribo, mientras los minutos van cayendo, como mismo bajan las hojas demoradas; las manos, alertadas, copian en verbo rápido el suceso; de cuando en cuando advierto el leve peso de monedas solares desde arriba lanzadas; pero la sombra gana la partida y se siente un frescor que estimula a cantar; en este manso sitio se puede oír el mar cuando quiebra su frente en la margen herida; se podría escuchar la boda enardecida del basalto y la estrella; o el texto aquel que dice la querella —lo cantó Juan Cristóbal— dentro del bosque umbrío; soy del planeta, pero tengo un fragmento mío donde poner la huella; ahora mismo las voces de los que allí trabajan escucho: me gusta mucho sentir cómo el sonido y lo silente encajan; las raíces que suben, los follajes que bajan arriban solos a mi copa honda; soy la cepa y la fronda de un viejo eslaboneo; percibo, más allá de lo que veo, una luz más redonda; tiene que haber un reino de mayor señorío y un espacio de más delgada transparencia; porque lo eterno nace desde la contingencia y a la cumbre se llega transitando el bajío; distingo ahora el impalpable envío de los otros, adentro de esta honda soledad; siento, por sobre la inconformidad de mi sangre, una médula posible; es algo unible que se columbra hacia la oscuridad; oh tarde silenciosa, me siento sin edad, con todo el tiempo unido; cómo es posible si yo no he vivido mucho más que la rosa?; y he sido una centella de carencia imperiosa y un duro rayo de dolor tremendo; cómo es posible, qué es lo que no aprendo dentro de esta obcecada lucidez?; ah la altivez enarbolada en medio del remiendo; y no eres dueño ni de tu propio sueño; sólo has tenido, y al desgaire, el aire; pero has sido monarca del empeño y de la trémula mensajería de lo invisible; se te volvió escribible el mundo; y ardes profundo igual que un combustible; azul derribo, el resplandor ahora cae trucidado de la altura; dentro de la blancura de la página es una rabia invasora; hacia la sombra protectora corro el asiento; y en este movimiento toco los nudos del espacio; congruencia viva, todo va despacio dentro del pensamiento; el discurrir preludia la idea; el interés —polea pertinaz— interludia; la gana estudia alrededor; en la boca la música del verso, ese temblor convoca; y la demanda de seguir provoca una honda búsqueda interior!
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