Roberto Manzano Díaz es uno de esos poetas cubanos con una intelectualidad aplastante y a la vez enaltecedora. Al leer sus versos se experimenta una sensación de asombro similar a quienes ante las imágenes de las pirámides de Egipto o los monolíticos del valle de Nazca, en Perú, se preguntan: ¿Cómo ha podido lograrse tal prodigio? ¿De dónde y cómo han sido extraídas y transportadas las piezas para tan grandiosa obra? Pero aquí no se trata de monumentos tangibles, elementos que con el correr del tiempo sufren la erosión que la naturaleza impone a todo lo que ella o el hombre le dieron vida. Se trata de ese otro monumento erigido con palabras, extraídas cada pieza del estro y de ese pensamiento cultivado y cultivador que solo el talento es capaz de levantar en medio de la nada y hacerlo visible, palpitante, prodigioso, como prodigiosa es la voz y la sabiduría que le sirvieran de cimiento.
Hoy quiero comentar sobre dos de sus tantos libros publicados: Canto a la sabana y La piedra de Sísifo, ambos editados en la Colección Sur de la Editorial SurEditores, que ya presenta un sello distintivo y aglutina a valiosos poetas y escritores de diversas latitudes del orbe.
Conocí a Manzano precisamente en el momento en que obtenía el Primer Premio del Segundo Encuentro-Debate Nacional de Talleres Literarios en el género de poesía, en 1975, con el emblemático poema Canto a la sabana.
Se ha dicho ya que este poeta, junto a Alex Pausides y otros miembros de la generación a que pertenecen, iniciaron con la llamada poesía de la tierra una nueva etapa en la lírica cubana. Entre ellos se mencionan a: Osvaldo Navarro, Luis Lorente, Albis Torres, Soleida Ríos, Ángel Escobar, Francisco Mir, Manuel Vázquez Portal y a los hermanos Raúl e Ibrahím Doblado del Rosario.
Canto a la sabana, precursor de esa corriente estética, es un poema-libro de un aliento mayúsculo. Leer o escuchar la lectura de ese singular poema (o de otros de este autor, como La piedra de Sísifo) nos da la medida de lo sublime, de un momento enaltecedor. Disfruté la lectura del poema hecha por Manzano durante aquel memorable encuentro en el Escambray y aún hoy, más de cuarenta años después, siento la misma indescriptible sensación de asombro y deleite, escucho como fondo de la voz del poeta el silencio de la naturaleza, al parecer también expectante ante aquella contingencia nueva, deslumbrante, de avasalladora fuerza.
Pero Canto a la sabana, inexplicablemente, sufrió uno de los ostracismos más imperdonables que han ocurrido en la historia de la literatura cubana. Y se vino a publicar por primera vez veintiún años después del merecido premio, en 1996. Sus virtudes son varias y saltan a la vista (o al oído), entre ellas: las particularidades del lenguaje, el ritmo, la densidad simbólica, la riqueza metafórica –señaladas por Jesús David Curbelo–, que le confieren al discurso, más allá de la notoria belleza, cierta sutileza, emblemática en este autor, capaz de ofrecernos más de una lectura e ir decantando en nuestra mente las salpicaduras de una filosofía que es esencia del saber y el vivir acumulados por el ser humano a través de la historia.
No quisiera terminar esta breve reseña sin agregar otras de las disquisiciones hechas por Curbelo en el enjundioso y justiciero prólogo que preside la reedición de 2007, en la Colección Sur de Ediciones Unión, donde entre otros muchos razonamientos, nos dice:
(…) otras particularidades de Canto a la sabana diferente de aquellas comunes a la poesía de la tierra (es) su inquietante preocupación ontológica, en la cual el sujeto lírico se investiga constantemente en el río del existir, se sabe herencia y vida por venir, instrumento de la memoria para preguntar y preguntarse el “¿hacia dónde vamos?” que acosa a todo poeta auténtico junto a los consabidos “¿qué somos?” y “¿de dónde venimos?” (…) Estos versos poseen, asimismo, la poco común cualidad de ser, a un tiempo, sensoriales e intelectivos, detalle ya registrado por Rafael Almanza en la nota de contracubierta de Canto a la sabana (Ediciones Unión, 1996) y una razón más para diferenciarlo del discurso de la época (ya fuera de los coloquialistas o el de los demás poetas de la tierra (…). Todos estos rasgos distintivos conducen, al final, a un solo derrotero: a identificar a Roberto Manzano autor de Canto a la sabana como la voz más notable de la poesía de la tierra, y al poema mismo como el debut de un altísimo poeta que hasta la fecha ha sabido, con una dignidad artística escasa en otros predios, anteponer invariablemente la autenticidad al éxito.
Canto a la sabana es, sin duda, un poema que se trasciende a sí mismo, trasciende a la poesía de la tierra y trascenderá cualquier encasillamiento al respecto, porque en él se encierran, además de todo lo señalado, verdades eternas que superan el discurso meramente bucólico, el paisaje y la propia vida tal como la concebimos. Solo bastarían dos pequeños fragmentos del poema para corroborar lo que digo:
Lo que de cuerpo muero
voy naciendo de alma.
…
Quiénes suceden por allí,
briosos de espuelas.
Quiénes, a cuesta la patria,
avanzan por las neblinas.
Quiénes dan su carga inolvidable,
episodian las estrellas.
Salí una noche y me dijeron:
Arriamos para el alba.
Somos el fermento de las raíces,
ya verás nuestra sangre en la llama definitiva.
El otro libro que deseo comentar es La piedra de Sísifo. Publicado en el 2013 en la misma colección que Canto a la sabana, es otra de las exuberantes ramas de ese frondoso árbol que conforma la obra poética de Roberto Manzano. En una entrevista que le realizara Alejandro Montesinos, Manzano expresa: «Me gusta lo monumental (…). Mi anhelo sería escribir como escribe el mar, como escriben los grandes elementos de la naturaleza».
Y es que para llegar a escribir la poesía que escribe Roberto Manzano se precisa de la turbulencia de los vientos y de las altas mareas. Manzano es una especie de filósofo espiritualizado, un mago del lenguaje que más que hacer malabares con las palabras las toma del cosmos, de ese cosmos que es su mente y su estro, y las lanza al espacio nuevamente convertidas en luceros del alma y del pensamiento. Por eso hay que estar en lo alto para recibirlas, para entenderlas o verlas pasar al menos, anonadados ante la exuberancia y la fuerza de su verso.
En La piedra de Sísifo, Manzano se adueña de un símbolo de la mitología griega, trasladando a la realidad del presente y recreando la fábula en que Zeus condena al rey de Corinto, quien se ve obligado a llevar eternamente una piedra hasta la cima de una colina. Aunque me parece que el libro trasciende el mito y se proyecta hacia otras latitudes y tiempos, insuflándonos la prerrogativa, la posibilidad del hombre más allá del designio de los dioses de lograr que el esfuerzo fructifique en la cima. En tal sentido, el sujeto lírico adquiere nombres bíblicos ya comunes, como Pedro, Juan, José, y es muy posible que dentro de esa frondosidad metafórica en que Manzano nos entrega su mensaje esté también la piedra fundamental de la iglesia trascendiendo el catolicismo para entregarnos una fe totalizadora en que Dios y el Hombre se confabulan para empujar la piedra.
Es difícil abundar en un libro como este de Manzano. Al intentar comentarlo siempre se corre el riesgo del disparate, de decir lo que no es, o lo que no es para otros; porque Manzano no es poeta que se precipita, que simplifica el discurso; todo lo contrario, lo proyecta como un aluvión de imágenes, de postulados, de temas que va hilvanando con esa riqueza del lenguaje poco peculiar en otros poetas; riqueza que no viene solo de un amplio vocabulario, sino, además, de esa manera particular de construir la frase. Y es precisamente, dentro de esa rara atmosfera, ese torrente de imágenes y palabras, que el discurso se agiganta y se hace entender el poeta mediante una expresión clara, definida, donde el receptor se deleita y aprende, se expande y se purifica al tiempo que recibe una lección de tenacidad, de pértiga, de ala, de cosmos. Porque eso es al final la poesía de Roberto Manzano: un universo emanado de la savia precursora del talento, de la simbiosis del sentimiento y la razón, de la luz que irradia su palabra.
Los dejo con unos fragmentos de ambos libros.
De Canto a la sabana:
1
Mi ojo
es vidrio
negro de presencias.
Recorro la piel y el paisaje de los míos
y los míos se presencian en la corteza.
Desde las raíces
viene la púrpura de la rosa.
Desde la tierra fresca de diciembre
suben los deliciosos cristales de la caña.
Las palmas cantan con el viento
en que habla el espartillo
y en que se rizan las espumas.
Todo se tiende los brazos por debajo,
todo se saluda por encima.
El aire es uno
y una nuestra vida.
Aquí te dejo,
bóveda clara de mi cielo,
este surco de mi arado.
Aquí doy el río insomne de mis venas.
Aquí recojo el calor de las huellas
que los míos ofrecieron a mi sangre.
Soy porque fueron.
El aire está habitado de corrientes,
nunca los caudales se remansan,
y viene el fuego de una mano a otra
como una alegre centella compartida.
Es la invisible población del río,
el rastro de la vida próxima.
Este es el saldo para gustar lo florecido.
Mi ojo
es un vidrio
negro de presencias.
16
En la orilla del recuerdo el sinsonte canta
y es trova tristísima
que deshila la espesura.
La tardecita es fría.
Ulula el viento en la guásima.
Del fondo de alguna gruta
estará saliendo el agua.
en ondas hacia lo hondo,
una lluvia difícil.
Y es que en la orilla del recuerdo
el sinsonte canta.
Pero ahora el sinsonte lanza su trino,
monarca de cada vereda,
señor de la tierra cultivada,
y ve pasar en la tarde transparente
las sudorosas camisas
elementales de la victoria.
Ahora las manos y los sueños
vinculan sus impulsos compañeros.
Hilo de manantial
por donde juntas navegan
la leyenda y la esperanza.
Me incorporo en la tierra como un árbol
bajo el fulgor terrestre de la aurora.
Mi ojo
es un vidrio
negro de presencias.
(1973)
De La piedra de Sísifo:
I
Subiendo voy, por riscos y laderas,
bajo el rocío espeso de los siglos.
He aquí la piedra sobre mis hombros.
Pedro me han de llamar. De piedra.
De venir con la piedra, Pedro.
Pedro me llamo y firmo. Me llamo y firmo Juan,
y José. Yo soy Juan, soy José, soy Pedro.
Soy Pedro, de venir con esta piedra.
Pedro, e hijo de Pedro.
José, e hijo de José.
Juan, e hijo de Juan.
Soy hijo de hijos, padre de padres.
Me toco el pecho: piedra.
El pulso: piedra. El talón: piedra.
Detrás de mí, la piedra.
La piedra, hacia mi frente.
En piedra me aproximo y me distancio.
A través de los vientos, oye mi canto.
Oye mi canto, a través de los llantos.
A través de los llantos yo subo con la piedra.
Yo subo con la piedra a través de los vientos.
Ahora me pierdo adentro de la noche.
Cierro los ojos, para verme.
Soy quien se acerca por el negro declive.
Me veo, dentro de la extendida niebla.
A través de las altas olas,
a través de los pozos verdes.
Soy el que cruza por dentro de los cráteres,
el que sucede entre los ojos de los tigres,
el que enciende las brasas en lo sombrío.
Vienen los vientos, con manos ásperas.
Cantan las noches, con sus copas de vértigo.
Siento a veces la ausencia de hombros de los prójimos.
El vacío sin fin de la inutilidad y de la pérdida.
Venid! Asciendo por la ladera drástica.
He caído, es verdad, pero me he erguido resurrecto.
Al rodar, he sesgado hacia delante el músculo.
Aunque la sombra iba a la sombra.
La cumbre! Desde el litoral vencido
miro a la cumbre. Miro a la cumbre desde el litoral
rehecho. Hacia la cumbre marcho, subiendo.
Me llamo Pedro, de ir con la piedra.
De subir con la piedra, piedra soy.
Hijos! Vengan, y tomen esta piedra de mí.
Me hilo como un río de pie que avanza hacia la aurora.
Soy un río que viene desde el fondo del fondo.
Mirad la piedra. Me llamo Pedro.
II
También me llamo Polvo. Puño de polvo.
Frente de polvo. Ojo de polvo.
Polvoriento, levanto el puño.
Alzo la frente, polvoriento.
Polvoriento, yo miro hacia lo lejos.
Mirando hacia lo lejos, sueño.
Me nombro polvo, sueño, aquel que mira.
Aquel que mira, con la cabeza hundida del esfuerzo.
He sido, siendo: siendo, seré. Piedra
y polvo. Pero soy el que mira.
Soy el que empuja. El que cae, y avanza.
El sumergido en polvo,
con el hueso molido por la lija del polvo.
Soy el que mira, con ojos altos.
Paso, sorbido por la urgencia,
en medio de una flora polvorienta.
Avanzo, junto, vislumbro, fundo.
Soy pértiga de sueño que se asienta en el polvo.
Desde el polvo me impulso.
Salí de los nidales de la sombra
destinado a pasar por los portillos de la sombra.
Pero ahora, aquí, en este instante de esplendor,
empujo. Empujo, dentro de este solsticio.
Empujo, bajo de esta diaria tarántula.
Dice la puerta: Entra. Dice la silla: Siéntate.
Dice la mesa: Come. Dice la cama: Duerme.
Conozco, engendro, río, bebo dentro del polvo.
Soy padre, esposo, hijo, cuñado.
Tan sucesivo como el polvo.
Mucho más sucesivo.
Ayer estuve aquí, en otro cuerpo.
Y también estaré mañana.
Ahora, en esta luz, corro y cavilo,
sudo y sueño en mis huesos.
Me ha venido, de hilarme, el anhelo del círculo.
Línea soy, pero procuro un círculo.
Ir cuesta arriba, aproximando el astro.
El ojo, nuncio del relieve,
de pronto se desliga y empuja por el aire.
Pero aquí permanece el hombro.
Aquí estoy, con el hombro.
De nombre, Pedro. De apellido, Polvo.
(1993)
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Manzano es un Maestro, uno de nuestros grandes poetas, especie de Whitman rural. Cuando casi todo es fragmento, Manzano conserva ese aliento expansivo, ese anhelo de integración infinita. Creo que deberíamos considerarlo para Premio Nacional de Literatura.