
¿Es correcto decir que Los misterios de la ópera y Una noche en el ballet son libros didácticos?
Yo soy de los que no tiene miedo al término «didáctico». Impartí clases desde mi temprana juventud. En mis años de preuniversitario era preciso estudiar en una sesión y trabajar en la otra y yo conseguí ser profesor de Español y Literatura en la Escuela Provincial de Arte. Era el maestro de un grupo de alumnos de ballet que tenía mi misma edad. Fue una experiencia interesantísima. Todavía tengo correspondencia o me encuentro con alguno de ellos en alguna parte del mundo. Como en Cuba y en casi todas partes, los escritores no podemos vivir únicamente de la escritura, además de haber hecho bastante periodismo cultural he impartido clases por muchos años, primero en la filial del Instituto Superior de Arte en Camagüey, luego en el Instituto de Estudios Eclesiásticos «Félix Varela» en La Habana. Yo no he estudiado Pedagogía, pero he procurado explicar lo que sé, de la manera más clara, persuasiva y amena posible. Y eso me ha ayudado a escribir esos libros que citas, para introducir a los principiantes en la apreciación de la ópera y el ballet a partir de mi propia experiencia. No son textos para especialistas, sino para espectadores, pero alguna vez he tenido el placer de descubrir que en algún sitio la obra se emplea como libro de texto o de consulta.
Un detalle adicional. Nací y me desarrollé en un medio no solo de lectores sino de aficionados a la cultura. Para mí desde niño fue habitual no solo escuchar música en la amplia discoteca de mi padre o de vecinos y amigos, sino ir a conciertos y que, además, los concertistas de paso por la ciudad fueran a ensayar en mi casa. En el piano de nuestra sala estudiaron o tocaron para invitados Nancy Casanovas, Jorge Gómez Labraña, Karelia Escalante, o acompañó a algún cantante el compositor e investigador Hilario González y no olvido al violinista Evelio Tieles, caminando, sin dejar de tocar, por la galería junto al patio, hasta llegar a la cocina para pedir a mi madre agua o café. Aprendí mucho de ballet en los salones de ensayo con la maestra Vicentina de la Torre, fundadora del ballet de Camagüey y después me gustaba frecuentar las clases de Fernando Alonso. Además, me relacionaba con artistas plásticos y no dejaba de asistir a la programación de la Cinemateca. Eso explica que, por casi dos décadas, colaborara con la sección cultural de Adelante, el periódico provincial, especialmente con críticas de ballet, unas veces apreciadas y otras odiadas por bailarines y coreógrafos, mientras era corresponsal además de Caimán Barbudo, Revolución y Cultura, Cuba en el ballet y otras publicaciones. Más de una vez me han calificado de «diletante», de manera despectiva, para indicar que no soy un verdadero especialista, pero eso no me ofende, también lo fueron antes que yo Casal, Martí, Carpentier, Lezama. Y me gusta trasmitir a los demás ese placer que siento.
¿Qué autores lo influyen?
Alguien ha dicho que las verdaderas influencias son las que no se confiesan y existen también influencias inconscientes que serán materia de futuros investigadores, pero hay autores con los que uno reconoce una deuda. Descubrí a Martí cuando yo ni siquiera sabía leer y mi padre me leía y hacía aprender algunos de sus Versos sencillos.Martí siempre me ha acompañado, en una lectura personal, sin efemérides ni consignas, leído gustosamente, descubierto y redescubierto. No el Martí de los martianos, ni el de los políticos, sino una especie de amigo personal que no deja de sorprenderme.
En mi adolescencia la lectura de poetas como Rubén Darío, Julián del Casal y Federico García Lorca fue determinante para mi vocación poética. Mención aparte fue la fascinación desde mi juventud con la obra de Lezama, que aún no concluye y que se complementó con el trato directo de autores de Orígenes como Cintio Vitier, Fina, Octavio Smith y Eliseo Diego. Pero a esto habría que añadir un número apreciable de libros y autores de diferentes épocas y países: la Biblia —que frecuento casi cotidianamente, por piedad pero también por disfrute estético—, San Juan de la Cruz, Quevedo, Góngora, T.S. Eliot, Jorge Luis Borges, María Zambrano y más recientemente José Ángel Valente. Pero la lista podría ser casi infinita…
¿Cómo escribe Roberto Méndez? ¿Cuál es su rutina de trabajo?
Yo soy de los escritores que cree en el trabajo sostenido, sistemático. Me gusta reservar para la escritura las mañanas, después del desayuno. Creo que lo fundamental que pueda hacer en un día se decide antes del mediodía y prefiero dedicar las tardes a la lectura y las noches al ocio merecido, salvo cuando tengo un encargo urgente o estoy en esa etapa febril en que ando concluyendo una obra. Actualmente escribo en un ordenador que facilita mucho la rapidez de redacción y revisión del texto, aunque en el caso de la poesía no he desechado totalmente escribir a mano el original y luego digitalizarlo para su revisión. Generalmente llevo varios proyectos a la vez: puedo estar escribiendo una novela o un ensayo extenso y a la vez ocuparme de la poesía y alternar todo esto con encargos periodísticos, conferencias, entrevistas. Redacto con rapidez, pero me toma mucho tiempo revisar para dejar listo un texto. He dicho varias veces que es mejor una página escrita con mediana calidad que la cuartilla perfecta que nunca se escribió.
La poesía me llega por etapas, cuando ella quiere, por ciclos u oleadas, cuando parece agotado el filón, me dedico a revisar y pulir, hasta que llegue otra arribada de versos. En el caso de la prosa dependo más del plan que me trace, de la constancia en escribir cada día un poco sin perder el tono. Toda esa labor significa soledad, sacrificios, esfuerzos. No tengo tiempo para la bohemia literaria ni para «figurar» aquí y allá. No quiero ser de los que al final de su vida exclaman: «Yo quise escribir tal cosa, pero no pude…».
Cuando da por terminado un libro, digamos una novela, ¿qué pasa? ¿Qué ocurre con ese manuscrito antes de enviarlo a la imprenta?
En realidad me cuesta mucho dar por terminado un libro. Una novela o un libro de poesía tras una primera redacción, prefiero dejarlos reposar y hacer otra cosa. Luego vuelvo sobre ellos para corregirlos como si no fueran míos. Hay obras que necesitan una nueva redacción con cambios radicales y grandes ajustes en el proyecto, otras nacen más limpias, pero desde el final de la primera redacción hasta que yo haga público un libro pueden transcurrir años. Así y todo, cuando un libro mío se va a editar, le pongo otra mirada crítica y todavía hago cambios sobre las pruebas. Después que un libro se imprime comienza una especie de vida independiente, pero aun así, con motivo de las reediciones, vuelvo a revisarlos y puedo cambiar algunas palabras, hacer correcciones de puntuación y hasta perfeccionar algunos pasajes. No quiero hacer como mi coterránea La Avellaneda que cuando fue a publicar sus obras completas en 1869 rescribió casi toda su poesía, incluida la de juventud, para que quedase más perfecta. De ese modo dañó la espontaneidad de algunos poemas y hasta suprimió algunos. Hoy sus antologadores deben tener conocimiento de esto para decantarse por la escritura original, mucho más viva y atractiva. Esa fue una actitud extrema, pero siento la responsabilidad de que la obra que entrego al lector esté lo más cerca posible del arquetipo que tengo en mi mente.
Hablábamos hace unos días de la influencia de las esposas en la vida y la obra de algunos escritores, y usted ponía de ejemplo la influencia de Lilia sobre Carpentier. ¿De qué manera influye Yamilet en usted? Sabemos que ella presionó para que se instalaran en La Habana y que ella lo insta a escribir cuando usted pasa días sin hacerlo.
Mi esposa y yo llevamos casi un cuarto de siglo unidos y no es casual que haya sido la etapa más sistemática y fecunda de mi escritura. Ella es médico, no especialista en literatura, pero desde el inicio se interesó en mi quehacer, me apoyó cuando dejé un trabajo de corte oficinesco para dedicar lo mejor de mi tiempo a la literatura. Ella se ocupa de muchas cuestiones prácticas para que yo pueda vivir en lo que llama «mi burbuja». Ha sido buena lectora y correctora de gazapos en mis manuscritos y me ha dado apreciables consejos en la revisión de mis novelas, sobre todo en lo relativo a los caracteres femeninos.
Hace años yo le presenté a Lilia Esteban y le hablé de su influencia en Alejo, ella sintió simpatía por algunos de sus rasgos y los asumió a conciencia, sobre todo en lo de servir de barrera a los que me importunan cuando debo escribir y no permitir que emplee tiempo leyendo y juzgando manuscritos de otros autores –porque eso generalmente solo sirve para crearse nuevos enemigos– ni haciendo «trabajitos» mientras la obra fundamental espera. Si hoy soy lo más parecido que es posible a un escritor profesional se lo debo a ella que me animó a arriesgarme cuando todos me vaticinaban que me moriría de hambre. Tenerla a mi lado ha sido una bendición. Ha sido como un ángel guardián y por algo mis enemigos la detestan tanto como los de Alejo y Lezama odiaban a Lilia y a María Luisa.
«(…) de las epidemias, de horribles blasfemias, de las academias, líbranos señor…». Evidentemente usted no comparte el sentir de Darío que, por otra parte, ha sido el sentir de muchos importantes escritores cubanos. ¿Cuál ha sido su papel en la Academia Cubana de la Lengua? ¿Y en el Pontificio Consejo para la Cultura en la Santa Sede?
Conocí la Academia Cubana de la Lengua en los años 70 del pasado siglo, gracias al Dr. Ernesto Dihigo, notable jurista, diplomático y filólogo que dirigió la institución por unos años. Él me invitó a las actividades públicas —término relativo, porque eran por estricta invitación, para un público reducidísimo— y me presentó a Dulce María Loynaz que entonces era vicedirectora. Pero eso solo fue un antecedente. Cuando en 2006, otro de sus directores, Lisando Otero, me dijo que había sido electo como Miembro Correspondiente, quedé absolutamente sorprendido. Al año siguiente me trasladé a La Habana y Lisandro facilitó la posibilidad de regularizar mi situación en la institución como «correspondiente en residencia», hasta que en 2009 —poco después de su deceso— fui electo como Miembro de Número para el sillón D, precisamente el que él había ocupado. Estoy en la Academia como escritor, no como lingüista y he tenido una labor bastante sistemática en los homenajes que la institución ha rendido a grandes figuras de nuestras letras como Plácido, Lezama, Casal, Meza, La Avellaneda, Milanés, Bachiller y Morales, sin olvidar el tomo dedicado a la obra escogida de José Martí, al que aporté un ensayo. Por encargo de ella preparé la antología de poesía patriótica cubana del siglo XIX, Guerreros y desterrados, en homenaje al sesquicentenario de la Guerra de los Diez Años.
El pasado año fui electo director, pero solo permanecí en el cargo unos pocos meses, ni mi salud ni mi temperamento me ayudan a desempeñar puestos directivos. No tengo los prejuicios de los románticos y vanguardistas contra la Academia, en Cuba la labor de Varona, Chacón y Calvo, Dihigo, Dulce María, Lisandro, ha sido muy positiva y me siento honrado por pertenecer a ella, pero eso no ha variado mi talante como persona, ni como escritor.
Lo del Consejo Pontificio fue una sorpresa en 2008, cuando se me informó que, a propuesta de los obispos cubanos, Benedicto XVI me había nombrado consultor de ese órgano de la curia romana, al que pertenecí por una década, pues el papa Francisco me confirmó por un segundo período. Coincidí en las asambleas celebradas en el Vaticano con figuras muy valiosas del mundo de la cultura como el cineasta Kristof Zanussi, el arquitecto Santiago Calatrava y el compositor Arvo Parth. Solicité y obtuve el derecho a intervenir en las sesiones en español, aun en tiempos en que Francisco no había llegado al solio pontificio y esa lengua no pertenecía a las oficiales en los eventos. Hablé de Cuba en más de una ocasión, de Dulce María y de Lezama, pude entregar personalmente un libro de poemas míos a Francisco. Recibí muestras de respeto y amabilidad hacia mi persona y todo con el encanto añadido de recorrer la basílica de San Pedro, visitar las colecciones de arte vaticanas más de una vez, penetrar en las catacumbas y dar largos paseos por el Foro, además de disfrutar de la suntuosa cocina romana.
Algún recuerdo de esos días se ha deslizado en mi libro Diario de la epidemia, publicado recientemente, como la cena en el palacio de los príncipes de Ruspoli, el sitio donde Fellini filmó una parte de La dolce vita. Era una cena para el Consejo, junto con varios arzobispos y cardenales, presidida por el príncipe y la principessa, con un menú todo él preparado a base de las costosas trufas y nos presentaban primero en bandejas de plata los manuscritos medioevales de donde habían salido las recetas, mientras una arpista tocaba en un rincón del salón, pensé que Lezama lo hubiera disfrutado mucho más que yo…
¿Lo deja satisfecho su obra publicada?
Tengo publicado alrededor de medio centenar de libros de diversos géneros, algunos tienen más de una edición. Es la constancia de que he trabajado, he seguido una vocación, he resistido a muchas contrariedades: incomprensiones, censuras, conjuras del mundillo literario, miserias económicas y humanas. Cuando miro el conjunto, veo libros imperfectos, páginas que tal vez yo no volvería a escribir de ese modo, pero puedo decir: Ese soy yo…Y no me arrepiento, solo que procuro escribir mejor cada día, aunque eso es casi una aspiración inalcanzable: en la juventud estamos llenos de ímpetu, de una gracia especial, pero somos imperfectos, nos falta oficio. En la madurez tenemos de nuestra parte el oficio y hasta una impronta, un sello personal que llaman estilo, pero tendemos a repetirnos, la escritura se entibia, corre el riesgo de volverse una costumbre reiterada. En la juventud hay que aprender a expresarse, en la vejez hay que cuidar que la escritura no sea un simple ejercicio de estilo o el soliloquio de un viejo machacón y es preciso saber cuándo hablar y cuándo callarse.
¿Escribe usted para una élite?
Yo escribo para todo el que quiera leer mis libros, si no son muchos y se les puede considerar una élite, eso es otra cosa. Me doy cuenta de que mi obra plantea a quien se acerque a ella ciertos desafíos por la densidad de sus referentes culturales. Un sector del público me conoce sobre todo por mis novelas y por las Leyendas y tradiciones del Camagüey, en el ámbito académico mi nombre se asocia con los ensayos literarios y los libros didácticos sobre arte; la poesía que he publicado tiene lectores fieles pero escasos. De cualquier modo, tengo claro que no escribo para los intelectuales que me rodean y lo que más feliz me hace es encontrar a una persona desconocida que me escribe o me aborda en la calle para decirme que ha disfrutado con tal o cual libro. No soy un escritor famoso sino un raro, pero eso mismo se dijo alguna vez de Borges, de Paz, de Lezama…
Como escritor ha obtenido múltiples reconocimientos e importantes galardones. ¿Se considera un escritor popular?
Una parte de mi obra ha sido reconocida con premios en Cuba o en otras partes. Eso es un honor y a la vez un regalo del azar, porque mi propia experiencia como jurado me ha demostrado lo impredecible de esos certámenes. Los concursos son positivos porque dan a conocer una obra que puede ser valiosa y dirigen por un momento los focos sobre un autor, pero su efecto dura poco tiempo…pueden darte el Nobel y que, al poco tiempo, todos te olviden. Lo de ser un escritor popular depende muchas veces de mecanismos del mercado o de ciertas políticas culturales. La popularidad le llegó muy tarde a Martí, a Casal, a Lezama, a Eliseo Diego. Hoy se llama escritor popular a los escritores mediáticos, a los autores más vendidos. Pero las librerías de viejo, en Cuba y fuera de ella, están llenas de volúmenes que un día fueron bestsellers y que hoy nadie quiere…
¿Se considera usted un escritor católico? ¿Le complace ese calificativo?
Soy un escritor que ha sido católico durante una buena parte de su existencia. Podría decir también que soy un católico que tiene el oficio de escritor. Sin embargo lo de «escritor católico» tiende a sonar reductivo, a situarte en una especie de clasificación zoológica o en un ghetto. Eso puede generar equívocos. Chesterton, Graham Greene, Claudel, Lezama, Ballagas…eran escritores y católicos, pero estaban muy lejos de ser idénticos. La fe católica ilumina lo que escribo y solo puedo mirar con ojos de escritor mi vivencia del misterio religioso, pero eso sucede a muy diversos seres humanos y nadie habla de albañiles o tabaqueros católicos.
(La Habana, diciembre-2022/enero-2023)
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Al leer esta entrevista me parecía estar oyendo personalmente a Roberto Méndez Martinez, porque su conversación es igual de enjundiosa y amena como estas respuestas a la entrevista. Mis respetos y mi admiración grande de siempre