Hace unos años, durante la presentación de un ensayo cuya identidad no viene ahora a cuento, Rufo Caballero lanzó una boutade de esas que tienen filo, contrafilo y punta. Dijo exactamente: “Este libro es tan bueno que no ganará el Premio de la Crítica”. Ignoro si lo ganó o no. Se trata de una investigación muy amena. Lo que podría denominarse una exploración intercultural de prácticas religiosas contaminadas por la ficción y sumergidas en el mito.
Ganar o no el Premio de la Crítica se ha convertido, con el tiempo, no sólo en el suceso que es, sino, además, en una circunstancia muy transitoria donde hay equívocos, sospechas, seguridades de toda índole, acusaciones veladas, incomodidades más o menos reales y otros sentimientos de precaria nobleza. Ya sabemos cómo es el mundo literario y la vida en él. Sin embargo, siempre parecerá inexplicable, o poco menos que enigmático, el hecho de que un libro a todas luces (para retomar a Rufo Caballero) muy bueno —soy consciente de que esa condición, muy bueno, es tan vaga que resulta alarmante— no gane el Premio de la Crítica. Un libro así deviene un incidente. Y se transforma en silencio, en fatiga de la crítica y hasta en punto de litigio.
No sé si el coeficiente intelectual (el célebre I.Q.) ha bajado entre los críticos cubanos. Tampoco sé si el ejercicio de la crítica ha sido infectado por algún virus, o si la crítica como tal, observada en el conjunto de sus faenas, va y viene por los caminos de una devaluación. ¿Asociada a la frivolidad, la mala lectura, la desidia o la mezquindad? Misterio. O será todo eso y más. La novela de la que quiero decir algunas cosas (hablo de El tigre y la mansedumbre, de Rogelio Riverón) es tan buena que no ganará (no ganó, en verdad) el Premio de la Crítica.Ya venía sospechándolo mientras la leía con morosidad hasta sumergirme de lleno en sus páginas, no sin una dosis de alegre aturdimiento. Y me dije: “No, no ganará el Premio de la Crítica”.
¿Hasta qué punto es grave o importante la crisis que experimenta hoy la noción de literatura? Hay tantas confusiones que se atropellan. Confusiones acerca de lo literario (qué es la literatura). Confusiones sobre lo que es la escritura y escribir. Confusiones que obnubilan, arruinan percepciones, justifican mezquindades y crean —horror de horrores— estándares y modelos. Gato por liebre, supongo. Pero la carne de gato no sabe igual. La liebre al vino, con jalea de uvas, es un plato de guerreros leídos. A estas alturas uno no está para menos.
La obra de Rogelio Riverón es rara, extemporánea y restrictiva. Es una apuesta (en general provocadora) por la literatura en tanto aristocracia sensual de las palabras. Él es, al cabo, un constructor de artefactos voluptuosos, capaces de interrogar sin clemencia la veracidad de eso que identificamos con lo real. Por otra parte, debo decir que la literatura, tal como la veo, es una actitud. Hay escritores que van por ahí muy orondos, hinchados. Uno los pincha y se desinflan. Las instituciones a veces fabrican escritores. Fabrican notoriedades huecas. Recientemente un escritor dijo que él había mostrado el pasado, cómo era el pasado, qué había ocurrido. Dijo que, con sus textos, les había dicho a los jóvenes cómo era la historia. Con orgullo dijo aquello, o algo parecido. ¡La literatura no existe para eso! Ni explicar ni mostrar la historia son partes de la esencia primaria de la literatura. Son, si acaso, una consecuencia. Una derivación muy secundaria. Si ese escritor se enterase de lo que significa serlo de veras, del susto se caería para atrás.
Pero seamos pluralistas: todo cum grano salis. Es preciso reconocer, democráticamente, que hay varios modos de definir lo literario. Aunque uno crea, con firmeza, sólo en uno.
El tigre y la mansedumbre escapa con violencia y altanería de las inercias de la narrativa cubana actual. Es un libro que reverencia tradiciones difícilmente nacionales (o que no han sido emulsionadas dentro de la falacia de la identidad nacional) y que descree, para mayor gloria de su soledad, de esos automatismos de la percepción y la lectura que tanto daño hacen hoy. Riverón escribe una novela como se dibuja un ideograma: buscando el sentido final en la adyacencia, en la inmediación de ciertos módulos donde los actos resplandecen por su precariedad o su seguro fluir. No declara nada, no dice con palabras. Junta dos o tres signos para producir por contacto, por vecindad, un efecto que funciona en el yo, puesto que modela y remodela al yo. Ese, al cabo, es un efecto estético, ciertamente. Una perversa y endiablada maniobra de escritura. Pero no evade lo que más le importa: la emoción que apenas puede describirse.
Esta es la historia de un hombre que viaja de un extremo a otro de Cuba en busca de su padre, del hombre que apenas recuerda y en quien se cuecen las aversiones, los deslumbramientos, las dudas y las inseguridades de una zona enorme de su existencia. En sí misma, la historia es o acaba por ser ese desplazamiento físico accidentado, frugal, extrañísimo. Pero en una novela en cuyo espacio/tiempo la literatura es un credo donde se involucran la re-sustanciación del yo y sus nichos interiores —y ahora me refiero también a la personalidad irresoluta del escritor, a su riesgo frente a lo incierto y lo que tiende a desbandarse por borroso y vago—, la lectura es incómoda y exigente.
Uno escribe un libro para quien, a la larga, necesite leerlo. Uno escribe jugando una partida muy seria con la literatura, y de ese forcejeo brota la evidencia de que los desconocidos no son los otros, sino más bien uno mismo. Me temo que estas palabras acabarán por acariciar algún tipo de voluntad romántica, pero prefiero zambullirme en ese agitado y nada práctico océano, antes que buscar los pequeños lagos tranquilos donde los peces saludan, pasan de largo, y las corrientes son amables.
El tigre y la mansedumbre anhela preguntar qué es una historia (literaria o no, para ensañarme un poco). Riverón habla de correlaciones secretas que mellan la imaginación de los personajes y que, con delicadeza y ambigüedad, aluden a la imaginación autoral. Habla del mero existir en tanto costumbre (entre falaz y aceptable) del viaje hacia el yo, transfigurado por la atmósfera corrosiva de la cultura. Y metamorfosea esos pensamientos en actos, en acción.
¿Cómo nos convence un novelista de la índole categórica de ciertos hechos en apariencia cruciales (o que lo son), si emplea tan sólo sus residuos y se enamora del estilo que esa realidad le asesta, por así decir? Nos convence gracias a su habilidad paratri-dimensionar hechos escuálidos, hechos volátiles, que empiezan a ser en un gesto y acaban por existir en la mente, y viceversa. En un escritor así, la realidad es un grupo numeroso de impresiones no confiables y que, en consecuencia, necesitan del lenguaje una y otra vez. En El tigre y la mansedumbre comparece una joven húngara que acompaña al narrador-protagonista. El refinado (y hasta cortés) equilibrio de la historia radica en la construcción de esa húngara fantasmática, tangible, extremada por la lejanía de un pretérito notorio. Pero también reside en la forma de narrativizar las ideas que los otros se hacen de uno, ideas-imágenes, ideas como trazos en el aire, ideas que se fijan en un espejo enmarañado y, sin embargo, inteligible.
La intensidad de un texto novelesco nace, sobre todo, en su poder de transformación de sí mismo, cuando comprendemos que interrogarlo equivale a situarnos a su altura, pues en él hemos descubierto ciertas conjeturas, ciertas señales, ciertas verdades. Rogelio Riverón se aparta (con cuidado) y enseña (como si se tratara de una fiera) esa racionalidad oculta de lo discontinuo. Los “excesos” de su librolo convierten, casi con una suerte de inocencia culpable, en un escritor realista. Su escritura —un estilo socarrón, doliente y afilado como una daga criminal— arma un vaivén asimétrico, disoluto, rayano en lo malévolo, y ese es el mood imperioso que El tigre y la mansedumbre exhibe, una novela ensombrecida y feliz sobre la universalidad del alma, sobre la desaparición física del tiempo, y, por supuesto, sobre las aflicciones y delicias del destino cuando este se labra con humildad, desde la perspectiva del dejarse ir y del conocimiento de dos o tres abismos cotidianos e inevitables.
Este libro es tan bueno que no ganó el Premio de la Crítica. Sería prudente enjaularlo, porque muerde.
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