Lo que George Steiner llama «la irresistible esperanza del reconocimiento mundano» llega hoy hasta Rogelio Riverón y su obra. Esa esperanza está ahí, al acecho, para todos los que nos dedicamos a escribir libros, profesión que es una suerte de vanidad arrullada por lo útil en un territorio donde el intelecto sólo aceptaría dialogar con el espíritu. Y con nadie más. O eso suponemos.
Creo que hay tres cosas que importan en la literatura: la rotundidad del valor estético, el poderío del pensamiento y la habilidad de sublimar la experiencia en conocimiento activo. Bien poco de cada uno de esos atributos se encuentra hoy a la mano, y son menos que pocos los libros cubanos donde dichos atributos se articulan en una modulación que nos sobresalte, nos emocione o nos haga vacilar ante las convenciones (de cualquier tipo) que la vida y la cultura nos ponen por delante.
Hablo así, en esos términos, porque estamos rodeados de confusiones. Una cosa es la suerte de publicar. Otra, la suerte de ser leído. Y otra, la posibilidad de que los conceptos institucionalizados en torno a la literatura se eleven por encima de todas esas piruetas y gestos (quebradizos e inconsistentes) que se constituyen, a la larga, en la vida literaria.
En definitiva, uno tendría que persuadirse de que el sobresalto, si se produce, ocurrirá tan sólo en quien necesite leer lo que necesitaría leer. Y que la emoción sacudirá a quien deba sacudir. Y que la vacilación se extreme hasta el límite de modificar el pensamiento, o matizarlo. Que un libro ejecute esa especie de magia, quiere decir que el lenguaje tiene poder. Como siempre, desde que Homero describió el escudo de Aquiles. Así de simple.
Harold Bloom habla de una batalla que él ha librado, durante medio siglo, contra la frivolidad, el mal gusto y lo banal. Y considera que ha perdido la guerra. Y añade que todo lo más que puede hacerse es hablar de ciertas cosas que importan con/entre un reducido número de fieles, de oyentes sutiles y sensibles, de lectores emocionables y competentes.
Me he demorado mencionando estos pequeños grandes dilemas porque, aun cuando la literatura no mejorará ni empeorará el estado del mundo, sí podría mejorar (y, llegado el caso, empeorar) a los individuos. Y no es que Rogelio Riverón se haya metido de pronto a redentor involuntario, pero sí debo decir, de entrada, que sus textos perviven en una comarca difícil de habitar: la de una escritura capaz no de representar actos, sujetos y estados, sino de elaborarlos y presentarlos como vida activa, hacedera, y también como vida soñable, imaginable, en eso que el propio Steiner llamó los mundos paralelos alternos. Riverón es un creador, a diferencia de otros. Porque, como saben ustedes, hay escritores que crean y otros que no.
Hay estados de reflexión decididamente primitivos, que establecen, con toda la fuerza posible, más atraso, más insolvencia, más vulgaridad. Conozco escritores que no quieren ver nada más allá del realismo clásico. Conozco profesores universitarios que impugnan la subjetividad («Es que sus ensayos son tan subjetivos», escuché decir una vez y estuve a punto de tener un infarto). Conozco novelistas de éxito que trabajan con una idea empobrecidamente arcaica del relato. Y también conozco los cuentos y las novelas de Riverón, en quien hay una frondosa decencia del estilo, una frugalidad en el contar, y, claro, un conjunto de viajes por lo insólito, sin que la inmersión en lo extraordinario o lo extravagante comprometa esa condición suya de fractura siempre cotidiana, lo cual salvaguarda la permanencia del lector dentro del misterio, que es una de las claves de la lectura y de su progresión.
Sin embargo, la sagacidad de un crítico quizás deba medirse por la importancia de sus preguntas, independientemente de que uno esté o no de acuerdo con sus respuestas. Por otro lado, las opiniones críticas de un escritor deben tomarse siempre con la mayor reserva, puesto que, en su mayoría, no son otra cosa que formas de su diálogo consigo mismo acerca de su propio trabajo. Aun así, si fuera ese el caso, en esas opiniones puede haber algo útil, sobre todo si no hay ni mezquindad ni ensoñaciones fantásticas.
Cada vez que me acerco a los textos de Riverón siento, como he dicho en un ensayo, que él pone en uso un estilo donde asoma un menosprecio medio retórico y medio cínico por eso que llamaríamos experiencia reveladora, además de una voluptuosidad disfrazada de ponderación metafórica. Su narrador, que es un super-lector de lo real (algo así como un observador displicente y lenguaraz a quien le gusta encogerse de hombros con frecuencia), es un socarrón arañado por el escepticismo.
Los relatos de Riverón nos presentan una autoconciencia de su prestancia, y se distinguen por ostentar un apreciable grado de fruición con respecto a su poderío visual en ese paisaje con voces que contribuyen a edificar. Varias veces me he preguntado de dónde proviene la singularidad que los distingue, y siempre regreso a las matizaciones de esa autoconciencia a la que hago alusión. Es como si en escribir como él lo hace hubiera algo, peromás del lado de la lectura que del lado de la escritura. Ahí, en ese punto, hay un espejo. Un ir y venir por las palabras, pero mirándose.
Riverón se entrega al credo del lenguaje, no es como los realistas cubanos de ahora, en quienes el lenguaje es un simple medio para. Él cultiva el matiz, la grieta microscópica. Busca la luxación de la conducta, encuentra o fabrica el desvío, el instante en que un personaje trastorna nuestra expectativa y crea un abismo transitorio, pero abismo en fin de cuentas. Por eso escribe con una respetuosa escrupulosidad lexical y engendra un estilo que, por momentos, tiende a ser entre magro y opulento.
Si necesitara mencionar, como lector de su obra, qué es lo que desencadena su rareza, o su originalidad, o el insolente descomedimiento (tan seductor, diríase) de las situaciones narrativas donde nos invita a estar, pensaría de inmediato en esos numerosos personajes suyos que, al no prevenirse, caen en las trampas de sus propias ficciones. Ficciones de ficciones, por así decir. Sin desconocer, sin embargo, que una porción decisiva de la verdad del mundo y del sujeto se encuentra en la ficción, como se puede observar en sus textos recientes.
Creo, en principio, que son esos dilemas los que obsesionan a Rogelio Riverón, en cuyos relatos hay, por cierto, atmósferas a punto de ser subyugadas por el peligro. Peligros dibujados como bajo la perentoriedad de la luz y la sombra del cine negro, por ejemplo, que en algunos textos se transforman en la musculatura de un neo-noir muy cubano. Decir esto y decir que en esos pliegues su prosa comulga con el costado queer de la vida y la cultura, es decir algo con lo que tal vez Riverón esté de acuerdo.
He aquí a un narrador tocado por las aprensiones y las suspicacias, y por el carácter distante (y próximo) e inapresable (y contaminante) del goce. Un narrador que saborea, con sus criaturas llenas de paradojas, el regusto del abatimiento, o la reposada austeridad de la complacencia y del júbilo, sin desdeñar la malicia que casi prescinde del lenguaje, ni la dosis estimable de impasibilidad (desdén más escrúpulos) ante las experiencias extrañas del mundo cotidiano.
Alguna vez arremetí contra los críticos que, de forma explícita, no tomaron en cuenta su más reciente novela, El tigre y la mansedumbre, que es, sin duda, uno de los ejercicios literarios más esmerados, lúcidos e inquietantes de los últimos años. Pero bueno, era de esperar. Esa novela es tan buena, y tiene tanta miga dentro de sí, que no le iban a dar el Premio de la Crítica. Una novela desconcertante sobre la fragilidad comprobable de lo real, y sobre la naturaleza lingüística del deseo, y sobre la rotura y reparación del yo cuando parece que va a espectralizarse. Una novela con mucho poder. Pero Riverón (y eso debería bastar, creo) es un escritor de verdad, y lo es porque añade a lo real una porción de materia cuyo crédito literario depende de su aptitud (la de esa porción de materia) para explicar o complicar la vida, ya que dicho crédito es corroborable sólo dentro de ella. Un escritor es siempre grave, aunque haga reír. Lo otro, que no nos concierne, es puro trabajo de saltimbanquis con caras de mucho y cuerpos de poco.
De Rogelio Riverón, por último, cabría decir lo que intuyó Orson Welles cuando filmaba su versión de Don Quijote: que el caballero sabe muy bien por qué hay que amar nuestras imaginaciones, nuestras quimeras y hasta nuestros delirios (desde los atroces hasta los deleitables), hasta creer en ellos, pues allí está la autenticidad de nuestro ser como escritores, a pesar de que, en la revelación de todo eso, entendamos que Dulcinea definitivamente no puede amarnos.
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Palabras leídas en el espacio El Autor y su Obra, el 26 de abril de 2017.
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