Rubén Martínez Villena (Alquízar, Artemisa, 20 de diciembre de 1899 – 16 de enero de 1934) fue un escritor cubano. Tomó parte en la lucha contra la tiranía de Gerardo Machado, y dirigió la huelga general que la derrocó. Su obra tiene un lugar destacado en la literatura cubana de las primeras décadas del siglo XX.
La ruta de oro
Concurren a la exacta rectitud de la estela
el lastre de prudencia, la estiba de ambición;
y el rumbo —resultante del timón y la vela—
prolonga una serena bisectriz de ilusión.
El velamen preñado por la racha sonora
incuba, como un vientre, su anhelo de volar,
y el casco enfila dócil, del timón a la prora,
el amor de la brújula con la estrella polar.
¿Y adónde va la barca, tenaz en energías?
¿Adónde va en la eterna sucesión de los días,
que tras el desengaño de todos los crepúsculos
sigue abriendo las aguas a babor y estribor?…
(Tiembla en la arboladura un esfuerzo de músculos.
Hay un jirón de cielo sobre el palo mayor.)
El anhelo inútil
¡Oh mi ensueño, mi ensueño! Vanamente me exaltas:
¡Oh el inútil empeño por subir donde subes!…
¡Estas alas tan cortas y esas nubes tan altas…!
¡Y estas alas queriendo conquistar esas nubes…!
La pupila insomne
Tengo el impulso torvo y el anhelo sagrado
de atisbar en la vida mis ensueños de muerto.
¡Oh, la pupila insomne y el párpado cerrado!…
(¡Ya dormiré mañana con el párpado abierto!)…
La medalla del soneto clásico
Ánfora insigne do la fiebre augusta
vertió la miel de su labor divina;
ejercicio de brava disciplina,
troquel de bella suavidad robusta.
Añeja forma donde Apolo ajusta
fuerza viril en gracia femenina;
¡aún alzas hoy tu majestad de ruina
bajo el desprecio de la edad injusta!
Reliquia noble, que tomé del arca
donde un viejo perfume de Petrarca
alienta en Argensola y en Arguijo;
mi triste devoción cuaja una gota
y, hecha un endecasílabo, la fijo
¡como una perla en tu medalla rota!
Soneto
Te vi de pie, desnuda y orgullosa,
y bebiendo en tus labios el aliento
quise turbar con infantil intento
tu inexorable majestad de diosa.
Me prosternó a tus plantas el desvío
y entre tus muslos de marmórea piedra
entretejí con besos una hiedra
que fue subiendo al capitel sombrío.
Suspiró tu mutismo brevemente
cuando la sed del vértigo ascendente
precipitó el final de mi delirio;
y del placer al huracán temiendo
se doblegó tu cuerpo como un lirio
y sucumbió tu majestad gimiendo.
Canción del sainete póstumo
Yo moriré prosaicamente, de cualquier cosa,
(¿el estómago, el hígado, la garganta, ¡el pulmón!?)
y como buen cadáver descenderé a la fosa
envuelto en un sudario santo de compasión.
Aunque la muerte es algo que diariamente pasa,
un muerto inspira siempre cierta curiosidad;
así, llena de extraños, abejeará la casa,
y estudiará mi rostro toda la vecindad.
Luego será el velorio: desconocida gente,
ante mis familiares inertes de llorar,
con el recelo propio del que sabe que miente,
recitará las frases del pésame vulgar.
Tal vez una beata, neblinosa de sueño,
mascullará el rosario mirándose los pies;
y acaso los más viejos me fruncirán el ceño
al calcular su turno más próximo después…
Brotará la hilarante virtud del disparate
o la ingeniosa anécdota llena de perversión,
y las apetecidas tazas de chocolate
serán sabrosas pausas en la conversación.
Los amigos de ahora —para entonces dispersos—
reunidos junto al resto de lo fue mi «yo»,
constatarán la escena que prevén estos versos
y dirán en voz baja: —¡Todo lo presintió!
Y ya en la madrugada, sobre la concurrencia
gravitará el concepto solemne del «jamás»,
vendrá luego el consuelo de seguir la existencia…
Y vendrá la mañana… pero tú… ¡no vendrás!…
Y te dirán: —¿Qué tienes?… Y tú dirás que nada;
mas te irás a la alcoba para disimular,
me llorarás a solas, con la cara en la almohada,
¡y esa noche tu esposo no te podrá besar!…
Simbolismo
a la memoria de Antonio Maceo
Formaron las estrellas, arriero de leones,
en medio de la Historia tu símbolo más fiel;
su marcha en el espacio condujo tus legiones
y fueron de tu gloria lumínico dosel.
La estrella solitaria brillaba en tus pendones
y en medio de la furia del bélico tropel
llevabas dos estrellas detrás de los talones
para espolear con ellas tu rápido corcel!
Y porque se cumpliera también el simbolismo,
el día que en San Pedro tu homérico heroísmo
cayó con un postrero rugido de león,
las balas en tu pecho formaron con sus huellas
como una esplendorosa constelación de estrellas
¡sobre el sol apagado de tu gran corazón!…
El gigante
¿Y qué hago yo aquí donde no hay nada
grande que hacer? ¿Nací tan solo para
esperar, para esperar los días,
los meses y los años?
¿Para esperar quién sabe
qué cosa que no llega, que no puede
llegar jamás, que ni siquiera existe?
¿Qué es lo que aguardo? ¡Dios!
¿Qué es lo que aguardo?
Hay una fuerza
concentrada, colérica, expectante
en el fondo sereno
de mi organismo; hay algo,
hay algo que reclama
una función oscura y formidable.
Es un anhelo
impreciso de árbol; un impulso
de ascender y ascender hasta que pueda
¡rendir montañas y amasar estrellas!
¡Crecer, crecer hasta lo inmensurable!
No por el suave
placer de la ascensión, por la fútil
vanidad de ser grande…
¡sino para medirme, cara a cara,
con el Señor de los Dominios Negros,
con alguien que desprecia
mi pequeñez rastrera de gusano,
áptero, inepto, débil, no creado
para luchar con él y que, no obstante,
a mí y a todos los nacidos hombres
goza en hostilizar con sus preguntas
y su befa, y escupe y nos envuelve
con su apretada red de interrogantes!
¡Oh Misterio! ¡Misterio! Te presiento
como adversario digno del gigante
que duerme sueño torpe bajo el cráneo;
bajo este cráneo inmóvil que protege
y obstaculiza en sus paredes cóncavas
los gestos inseguros y las furias
sonámbulas e ingenuas del gigante.
¡Despiértese el durmiente agazapado,
que parece acechar sus cautelosos
pasos en las tinieblas! ¡Adelante!
Y nadie me responde, ni es posible
sacudir la modorra de los siglos
acrecida en narcóticos modernos
de duda y de ignorancia; ¡oh, el esfuerzo
inútil! ¡Y el marasmo crece y crece
tras la fatiga del sacudimiento!
¡Y pasas tú, quizás si lo que espero,
lo único, lo grande, que mereces
la ofrenda arrebatada del cerebro
y el holocausto pobre de la vida
para romper un nudo, solo un viejo
nudo interrogativo sin respuesta!
¡Y pasas tú el eterno, el inmutable,
el único y total, el infinito,
Misterio! Y me sujeto
con ambas manos trémulas, convulsas,
el cráneo que se parte, y me pregunto:
¿qué hago yo aquí, donde no hay nada, nada
grande que hacer? Y en la tiniebla nadie
oye mi grito desolado. ¡Y sigo
sacudiendo al gigante!
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