Es innegable que el siglo XX francés nos ha ilustrado con altísimos nombres y obras en materia de poesía. Solo por nombrar algunos: Artaud, Breton, Aragon, Max Jacob, Blaise Cendrars, Valéry, Éluard, Reverdy, Apollinaire, Supervielle Tristan Tzara, René Char, y un prolongado y célebre etcétera.
Más silencioso dentro de esta lista, pero figurando de forma merecida, está Saint John Perse (1887-1975), poeta nacido en ultramar, en el Caribe, y que sabría conceder a su verso los mismos sonidos, ritmos y sensaciones que abundaban en la tropical isla de Guadalupe, cuna de Perse. De nacimiento se llamó Marie René Auguste Alexis Léger, se trasladó a la Francia continental para seguir estudios de leyes y ciencias políticas en París y en Burdeos. Corto sería el derrotero que lo conduciría hacia la carrera diplomática, como era su propósito y respondiendo a su fuerte vocación de viajero. Perse abrazó el cuerpo diplomático como lo hicieron otros poetas en aquellos años (cerca nuestro están los ejemplos de Neruda y Octavio Paz, o más allá el de Seferis), recorriendo tierras remotas como el desierto de Gobi, la Patagonia y el gélido litoral de Labrador. Lo que vio y a quienes vio serían los ingredientes sazonadores de su poética. Su carrera como personero del Ministerio de Asuntos Exteriores finalizó hacia la década de los cuarenta, cuando se negó a seguir participando del gobierno colaboracionista de Vichy, tras haber trabajado en la embajada francesa en Pekín (actual Beijing), bajo la dirección del «Gran pacificador», Aristide Briand. Interrumpió una carrera no muy larga en las relaciones exteriores, de solamente ocho años. Al mismo tiempo ya había establecido, en la década del veinte, conexiones con poetas como Valéry y Claudel, sin embargo su carácter retraído lo llevó a marginarse de la vida literaria pública, y crear en silencio.
Tras el fin de esta etapa en su vida, el destino era emigrar, así lo hizo en 1941, cuando decide radicarse en Estados Unidos, donde desarrolló con más tranquilidad el resto de su escasa obra poética, al tiempo que trabajó en la biblioteca del Congreso, en Washington. No obstante, años antes había producido muchos poemas que jamás vieron la luz, pues su departamento parisino fue allanado por la Gestapo, donde fueron destruidos manuscritos que representaban más de quince años de trabajo. Una de sus primeras producciones notorias es Éloges (1911), poemas en que se veía claramente imbuido por la nostalgia de las Antillas perdidas y por la cadencia de la poesía simbolista. Este conjunto de poemas atrajo la atención, entre otros, de André Gide. Aquí ya empieza el concierto de reminiscencias del pasado, en este caso, reminiscencias del nirvana antillano de Guadalupe, y de las épocas de su niñez, entre palmeras y sirvientes que rondaban solemnemente, tal como los versos en el poema, por la lujosa residencia de sus años de infancia. Su obra cumbre, Anábasis (escrita durante su residencia en China en 1924), es donde su voz propia resuena con la propiedad que habría de ganarle un nombre en el concierto de la poesía mundial.
Épica y movimiento
Perse fue un poeta silencioso, cuya obra compleja y poco accesible al público común y corriente no le significó un número mayoritario de adeptos y seguidores, que habrían servido de caja de resonancia, más que para él, para su poesía. Era entre los pares que Perse recibía los parabienes que no obtenía del lector común. La pureza y precisión de su lenguaje le granjeó un nombre entre los cultores de literatura. Su correspondencia con otros poetas mostraba de plano una actitud más reservada que la de otros versificadores de su tiempo. Así se lee, en una misiva a E. E. Cummings de 1949, una frase decidora: «Nunca alcanzaré a disculparme debidamente por mi silencio, pues bien sabéis lo que eso quiere decir entre nosotros». T.S. Eliot también fue otro de los que mantuvo correspondencia con Perse. De hecho, fue el autor de La tierra baldía, el encargado de corregir una de las pruebas de la edición de Anábasis que publicó Faber & Faber, editorial de Eliot, además de prologar la respectiva publicación, lo que hizo que surgiera en Saint John Perse un compromiso de eterna gratitud con el poeta anglocatólico, que a esas alturas ya contaba a su haber con el premio Nobel. Relata con sinceridad en una carta de 1959 a Eliot: «la autoridad de vuestro nombre (el de T.S. Eliot) favorecerá como siempre la carrera de ese libro». Las traducciones se multiplicaron, Eliot y Archibald Mc Leish al inglés, Ungaretti al italiano, Hugo von Hoffmansthal al alemán.
La poesía de Perse no es fácil, por ello quizás no es conocida. Pero por cierto que esto no la hace menos valiosa, como tampoco es menos valiosa por ser considerada «poesía para poetas». Los colegas supieron reconocer e incluso admirar sinceramente a Perse, Andre Gide, Juan Ramón Jiménez, Stephen Spender y Simion Kirsanov, se cuentan entre sus adeptos. En palabras de Eduardo Milán, la poesía de Perse:
(…) no es una poesía cuya voluntad reside en la ambición de explicar lo inexplicable, traduciendo lo intraducible o volviéndose accesible a la complicidad del lector, pacificando aguas que no son pacíficas… la poesía de Perse es la imagen viviente de la potencia del lenguaje cuando se asume como voluntad de poder y no de dominio.
La crítica tachó de herméticos los poemas de Saint John Perse, lo que equivale a una suerte de muerte literaria, en cuanto ya se transmite al lector que al leer a este poeta tendrá que poner una cuota no menor de esfuerzo para lograr captar la poesía residente en estas palabras. En efecto la poesía de Perse muestra, a primera lectura, una complejidad oscura, no es un rayo luminoso que señale el camino, no es la palabra que presenta una asequible descripción del mundo. Más bien, es una épica de la comprensión humana, mediante el relato de acontecimientos en apariencia nimios, pero que se despegan de su insignificancia para encajar con el proyecto poético de Perse. Poesía épica, pero de una épica peculiar, sin precedentes, como dijera de ella Eugenio Montale, pues se detiene en los acontecimientos mínimos, y extrae de ellos materia que sirva para construir su poesía, su cantar. Es la épica que se ve en Anábasis, una épica de lo menor, de lo exiguo, un canto ceremonial a los quehaceres del hombre, no solamente el grande y trascendental, sino también aquel que realiza la labor pequeña, pero no por ello menos impactante en la vida, pues es el afán del hombre, sea este afán en apariencia fundamental o módica, porque es el movimiento («amar es una acción», diría), su liturgia propia, «un gran poema nacido de la nada, hecho de la nada», donde desfilan en procesión las imágenes («un montón de imágenes rotas», a la manera de Eliot), las ciudades, los pueblos, el mar, los hombres, un poema de la historia, dirigida a aquellos que fueron y a los que vendrán. Anábasis tiene sabor a odisea, sabor a travesía, —su vocación viajera y diplomática empezaba a ganar terreno—, una expedición militar en busca de una ciudad nueva, tal como la obra de Jenofonte (S. IV a. C.) en la que se describe la expedición de Ciro en contra de su hermano Artajerjes II. Eliot diría de este poema que: «tiene la misma importancia que los últimos trabajos del señor James Joyce».
La década de los cuarenta nos presenta la etapa de mayor actividad escritural de Perse, Exilio (escrito en 1942, en Long Island), Poeme l’Etrangère, Pluies (1943), Neiges (1944) y Vents (1946), vientos que soplan no solamente desde el fin de una cruenta guerra, trayendo la paz que llega al hombre, y también emerge desde su interior. Vientos que también supieron soplar en la poesía chilena, como la de Efraín Barquero. El tono de los poemas de esta época cambió, desde el recuerdo infantil y la épica, a un tono más oscuro y personalísimo marcado por el exilio que vivía Perse en EE.UU., las playas de esta poesía no son como las de los inicios, si antes eran paradisíacas, ahora estaban desoladas, barrida de soledad y ostracismo. La lluvia y los vientos son quienes dictaminan los compases, las imágenes tomadas de la fuerza de la naturaleza describen el panorama del Nuevo Mundo, recordando a Whitman, pero con más delicadeza y elegancia que el volcánico autor de Hojas de Hierba.
La década siguiente traería el homenaje «al mar de toda época y de todo hombre», la gran oda al mar, Amers (1957), en los sesenta su épica abstracta, Chronique (1960) y Oiseaux (1962), donde vemos a un Saint John Perse que empieza a dar la cara a la vejez y a la muerte. En este año Perse recibió el premio Nobel de Literatura, galardón que lo salvó del anonimato total a nivel de grandes públicos. Se da comúnmente el pensamiento de que algunos laureados por la Academia sueca lo fueron injustamente, y que muchos que lo merecían no tuvieron la fortuna de recibir el máximo galardón de las letras universales (el caso de Borges es ya casi un lugar común). Al ver a un poeta poco conocido como Perse es muy tentador pensar que él es uno de aquellos infames que obtuvo grandes laureles con una obra poco importante. Al menos en el caso de Saint John Perse, pensar así sería cometer una injusticia. En su discurso ante la Academia, Perse imaginó el futuro del hombre, iluminado tanto por la luz de la ciencia, como la de la poesía:
La poesía no es, como se ha dicho, la realidad absoluta, pero se le acerca, la añora fuertemente, tiene una profunda percepción de la realidad, en el punto extremo en que lo real parece asumir la forma del poema… la poesía es una forma de vida, una forma integral de vida, el poeta existió entre el hombre de las cavernas, y existirá entre los hombres de la era atómica, porque el poeta es una parte inherente del hombre.
En 1972, Gallimard publicó las obras completas de Saint John Perse, tres años antes de su muerte, ocurrida en Giens, en 1975.
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Tomado de Crítica
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